La forma en la que muchas veces se acercan los psicoanalistas a las otras artes implica un error que borra los límites ente éstas y, por lo tanto, las desdibuja, impidiendo con ello toda posibilidad de decir algo interesante. En la actualidad ocurre, sobre todo, con esa forma de arte relativamente nueva, que se nutre, ciertamente, de otras formas de arte anteriores a ella. Tanto se nutre de otras formas de arte anteriores que alguien ha señalado que ella incluye a esas otras formas de arte en una especie de síntesis superadora. Esa lectura es un error. No hay ninguna síntesis superadora, y eso se puede observar en las confusiones que se generan a la hora de reflexionar sobre las enseñanzas que nos dejan ésta o aquélla película. Hablamos, por supuesto, del que se ha dado en llamar séptimo arte.
El cine genera un problema fundamental que radica en la sobrevaloración actual de la imagen. Y en esa sobrevaloración incurre la mayoría de los que reflexionan sobre las películas, sobre todo cuando lo hacen desde el psicoanálisis. El mismo que habló de síntesis superadora dijo que, a la literatura, el cine le agrega la imagen. La pregunta que surge rápidamente es cómo será que lee, cómo será el acceso que él tiene a la literatura. ¿Será que si leyera
La isla del tesoro de Stevenson él accederá sólo a la sucesión de palabras que sus ojos ven impresas en la hoja? La sobrevaloración de la imagen efectiva, la que entra por los ojos, marcha pareja con la desvalorización de la palabra. Ambas son directamente proporcionales. Para un psicoanalista, después de Lacan, esa desvalorización de la palabra es, por lo menos, problemática. Desde allí, las puertas se abren a toda posibilidad de despeñaderos.
Hace poco dos personas, psicoanalistas ellas, posteriores a Lacan, que se declaran lacanianas a rajatabla, militantemente, sostuvieron que Lacan, a través de las obras de los artistas, se metía con las vidas de éstos. Que Lacan, en una palabra, psicoanalizaba las obras de los artistas y, con ello, psicoanalizaba a los artistas mismos. Es claro que se trata de una lectura tendenciosa que busca justificar, a través del nombre de Lacan, la propia forma de acercarse a las obras de arte. Esto ya constituiría, por sí mismo, una falacia. Sin embargo, el error es doble.
Estas mismas personas consideran que las palabras de Miller son ley. Quizá lo hacen con razón, ya que Miller es el lector de Lacan por excelencia. Podríamos usar incluso la categoría del lector ideal. (De modo análogo, Barenboim es el lector de Beethoven, quien mejor extrae la lógica de su música, es decir, la poesía). Y de hecho es sólo a través de la lectura de Miller que algunos consiguen leer a Lacan. Y Miller debería desautorizar la otra parte del error que cometían, como claramente se lee en la página 137 de Piezas sueltas: «Lacan no estaba persuadido de que pudiera efectuarse la operación psicoanalítica a partir de obras. Nunca hizo, en la menor medida, psicoanálisis aplicado, y menos a la literatura». Es que, mejor que sostener que Miller es el lector ideal de Lacan, es tratar de explicar por qué ello es así. Y es así, fundamentalmente porque Miller extrae la lógica de la enseñanza de Lacan, y ello implica saber subrayar lo que permite relanzar al psicoanálisis una y otra vez, es decir, reinventarlo todo el tiempo (como todo el tiempo hay que reinventarlo ante quien consulta).
Pero, para peor, hay otro error análogo. También hace poco, quizá incluso el mismo día, leí que alguien se esmeraba en escribir algo que ya le había oído decir a otros: que tal o cual director de cine o escritor « debe haber leído a Lacan ». Una zoncera semejante sería considerar que Sófocles leyó a Freud. Y no es error y zoncera por la mera imposibilidad temporal que ello entraña. Es mucho más complejo que eso. Agreguemos, además, que cada vez que alguien leyó a Lacan o a Freud o a quien fuera, y trata de crear una obra de arte a partir de esa lectura, los resultados suelen ser de una aplastante mediocridad (como siempre que la obra de arte responde a las intenciones del autor -cuando no responde, en cambio, surgen obras de arte pese a esas intenciones: paradigmas de esto son El Quijote y el Martín Fierro).
Extrañamente, la creencia en el cálculo total está diseminada también entre quienes deberían saber que cuanto más se calcula el tiro, más se alejará del blanco. Otro día, alguien presentó un caso clínico en el cual había ciertos cambios innegables en el analizante y ellos mostraban, a las claras, cómo a través de lo simbólico se puede tocar el cuerpo. Entonces, ante las intervenciones del psicoanalista, otro, que en ese momento formaba parte del público, sin que nos interesaran los motivos de ello, le señaló que había un punto que parecía pretencioso y preguntó: « ¿estuvo calculada esa intervención? ». Sin comparar al psicoanalista con Cervantes, sí podemos decir que la pregunta es tan estúpida como preguntarle a Cervantes si calculó el impacto que El Quijote iba a tener en la literatura. Hay algo que no se puede calcular, pero también hay un momento clave en el cual es necesaria una intervención. Y no hablamos solamente del psicoanálisis, aunque en él esto es más que claro. Seguramente Cervantes sintió, de alguna manera, que debía escribir el Quijote , incluso sin saber de antemano qué sería el Quijote una vez terminado. Sintió que debía escribir.
A estos dos errores análogos se suma uno más, relacionado, sobre todo, con la lectura que suelen hacer los psicoanalistas del cine. No ocurre de la misma manera con la literatura. Cuando es hacia los libros que tienden, suelen caer en el error mencionado antes y leer al autor en la obra (en el peor de los casos leen la vida del autor en la obra, la vida S1 en la obra S2). Con el cine ocurre algo distinto, como si la dimensión de la imagen les hiciera olvidar que las obras cinematográficas también fueron escritas por alguien. El error, sin embargo, está en otro lugar, y se trata de reducir toda una película a una lectura que puede hacerse, por ejemplo, en una escena singular de ella. Así, el resto de la película entra allí a la fuerza, traída de los pelos o metida en el cajón de la lectura a las patadas. Maltrecha, de todas formas, la película se deja hacer y pocos o ningún quejido profiere.
En este caso, la lectura de la película de von Trier que me interesa se reduce a la escena final. Desde allí, de todas formas, se podría llevar a la película toda sin hacerle demasiado daño y sin forzarla del todo.
Partamos de algo que señaló alguien alguna vez. El hombre, poeta, dijo que las películas apocalípticas, particularmente las producidas en Hollywood, adolecen siempre del mismo defecto: retroceden justo cuando están por llegar al punto cumbre de lo apocalíptico. Esbozan ese punto, a veces más, a veces menos, pero, en última instancia, todas retroceden. En los últimos años existieron varios ejemplos de ello: el más burdo es Señales, protagonizada por Nicolas Cage. Otro ejemplo es El día que la tierra se detuvo, que es además, ejemplo de los tiempos que corren, pues se busca cada vez más ganancia sin riesgo (y Hollywood no quiere arriesgar en la taquilla), ejemplo de los tiempos que corren, entonces, porque es remake.
Hay una extraña excepción: Seeking a friend for the end of the world, del año 2012. Es, en un aspecto, la Melancholia norteamericana, pero con cierta particularidad fallida que la hace soportable en la tierra del norte. El mismo desenlace, quizá los mismos anudamientos trágicos y los mismos embrollos edípicos, pero salpicados, por todos lados, por toques de comedia.
La pregunta mejor es la más sencilla: ¿qué papel desempeñan esos toques de comedia en la película? La primera respuesta que nos asalta es que atemperan el carácter insoportable de lo irreparable de la tragedia. Toque de comedia fallidos, por otra parte, pues no bastan para borrar el efecto trágico de lo caprichoso del destino sin resurrección que ocurre al final. En el diálogo de los protagonistas esto queda plasmado con todas las letras: se pregunta uno de ellos por qué no se conocieron antes, y la respuesta que encuentran es que no podía haber sido de otra manera. Lo caprichoso del destino humano hacía que estuvieran destinados a no durar. Un no durar apocalíptico, sin resurrección, un destinados-a-no-durar con todas las letras. A uno de los personajes lo reconforta morir feliz, pero al espectador eso no le basta. Al final, la relación de la película de von Trier titulada Melancholia con esta otra Melancholia norteamericana titulada Seeking a friend for the end of the world es análoga a la relación que existe entre el psicoanálisis verdadero, el descubrimiento de Freud, y el psicoanálisis norteamericanizado, la ego psychology.
En síntesis, cuando a película debe enfrentarse con la inexistencia del Otro, retrocede, lo saca de la galera y evita la angustia que tanto aborrece la mirada hollywoodense. La angustia y la taquilla no van de la mano, ciertamente.
Melancholia. Entremos sin anestesia. Hay una escena, cerca del final de la película, en la que se ven unos bichos que, quizá presintiendo la aniquilación, brotan de la tierra casi a borbotones. Allí se muestra lo real crudo una vez que se deshicieron los semblantes. Es la conclusión de lo que le ocurre a la protagonista (con sus pasajes al acto). En este punto comienza una recomposición del semblante que, afortunadamente para la película, no desemboca en el pase mágico de sacar al Otro de la galera.
Esa recomposición del semblante antes del final ocurre entre los personajes de la tía y el sobrino. Ellos reconstituyen la pantalla sosteniendo el semblante de la cueva mágica (sabiendo que no hay ninguna cueva mágica pero que sí hay porque, justamente, funciona como pantalla). Y funciona para ellos dos. La hermana de la protagonista, la madre del niño, queda fuera, y ello se ve en la última escena, justo antes de la aniquiladora colisión de planetas, cuando ella suelta las manos de los otros dos y se rinde a la desesperación.
Hay una dualidad entre la decisión femenina y el retroceso histérico que cede al « no quiero saber nada de ello ». En Melancholia esa dualidad está figurada con claridad en la relación entre las dos hermanas, una que no quiere saber nada y la otra que sabe demasiado. Esa dualidad, siempre representada con figuras femeninas, es la relación paradójica que tenemos los seres hablantes con el saber. Sabemos más de lo que querríamos saber pero, al mismo tiempo, sabemos demasiado poco como para hacer algo con ese exceso de saber.
En Oblivion está la misma dualidad. La mujer clonada por el Tet no quiere saber nada. Podemos entrever, aunque nunca se dijera en la película, que ella intuye que hay algo más, pero ciertamente elige retrocedes y no quiere saber nada de eso. La otra mujer, en cambio, se atreve a algo más, aunque el personaje es, en la película, un poco insulso y su posición decidida no está en el centro de la escena cuando insiste en saber qué fue lo que ocurrió con la misión original.
Esa dualidad, mencionada por Freud de pasada en
La interpretación de los sueños al referirse a
Adam Bede de George Eliot («una muchacha hermosa, pero fatua y enteramente estúpida, y junto a ella una muchacha horrible, pero noble»), está presente en la literatura desde siempre, y quizá la primera vez que ella aparece, como con casi todas las cosas que importan (véase
Antígonas de George Steiner), es en la relación entre Antígona e Ismena.
Sin embargo, lo que Freud señala teniendo en cuenta el Adam Bede es sólo la superficie de las cosas, es sólo su aspecto más grueso. Es claro que, en esa superficie, se suele equiparar belleza con estupidez y fealdad con nobleza, pero detrás de esa equiparación hay algo mucho más sutil. Y eso más sutil tiene que ver con atreverse a saber o no querer saber nada de ello. Ismena retrocede. Antígona avanza. No importan la belleza o la fealdad -aunque Lacan señalara la importancia de la belleza- importa retroceder o no. Por lo menos ahora, en esta página. « Somo sólo mujeres », le dice Ismena a Antígona cuando ya no soporta la posibilidad de no retroceder. Antígona podría responderle con las mismas palabras: « somos sólo mujeres », y luego avanzar hacia donde debe avanzar.
Volvamos por un segundo a la película de von Trier titulada Melancholia. Tiene otra particularidad, porque no sólo se observa en ella la dualidad que mencionamos antes en cuanto al saber sino que ella misma, como película, no retrocede nunca, y el resultado es que esta película se transforma así, quizá (y aventurando un juicio lapidario), en la película más angustiante de la historia del cine. Es una verdadera obra de arte y, quien oyera los comentarios del director de la película y de los actores, sabría que se trata de un caso análogo al Quijote y al Martín Fierro a la literatura. Afortunadamente, la obra sabe ir más allá de las intenciones de sus autores y de las lecturas de sus ejecutores. Eso res, en última instancia, lo que hace arte al arte: el ir más allá de las intenciones de sus autores o ejecutores. Un ir más allá que es furioso. Y el iracundo se queda más acá. Ismena dice « somos sólo mujeres » y se queda más acá. Antígona debería decir lo mismo y avanzar furiosamente.