La institución de la propina toca a su fin*. Todo apunta a que van a acabar con el dinero de papel y a su progresiva sustitución por el dinero de plástico. Como el final de otras instituciones, por ejemplo la de las cartas, desconocemos las consecuencias de un giro de esa naturaleza.
Un joven que se encuentra en Londres trabajando de camarero cuenta que lo que obtiene por propinas es superior a lo que obtiene por su sueldo. Eso puede no gustar a los ortodoxos de las buenas prácticas laborales, aunque va adosado al derecho consuetudinario.
Pero de lo que no hay ninguna duda es de que tiene los mejores efectos psicológicos: va a favor del acontecimiento imprevisto y en contra de lo previsible y del aburrimiento, inaugura la sorpresa de no saber cada día lo que se va a ganar. Y eso, guste o disguste, va en la línea de mejorar la disposición y el entusiasmo por el trabajo. Conviene recordar que las sociedades más empeñadas en la desaparición de lo imprevisto, más reguladoras de todo, más acordes con la pureza del dinero y con la idílica transparencia obtienen a cambio, y para desconcierto de los sociólogos, una sociedad más apagada, una sociedad más previsible, una sociedad más rígida, y una excelsa tasa de suicidios. La reglamentación absoluta de la vida, sin flecos, sin restos, sin propinas, sin economía sumergida, trae esto.
Porque la propina, como el dinero en efectivo, hace circular el deseo, y se abre a la contingencia diaria. Y circula, como la moneda gastada de Mallarmé.
Pero hay otro factor decisivo: el control y la vigilancia. La coartada de la ficción jurídica reciente que busca acabar con el blanqueo de capitales esconde un creciente ojo de Orwell, un 1984 generalizado donde las sociedades de la vigilancia imponen su ley, y todo es un gran panóptico, desde el móvil hasta la tarjeta de crédito. Si ya las cámaras de vigilancia nos miran constantemente, y por nuestro soberano bien, ahora también nos mirarán desde nuestros hábitos de consumo, lo que el dinero en efectivo, las propinas, impiden justamente.
No me imagino a los abuelos dando a sus nietos una propina con tarjeta. Pero tampoco me imagino no dar una propina al que nos trae la compra a casa, ni negar unas monedas al mendigo de la esquina, ni agradecer el gesto del gentil botones del hotel. Me imagino « corralitos » y « preferentes ».
* Publicado el jueves 27 de agosto en la Columna de Opinión « Vecinos Ilustrados » de DIARIO PALENTINO