NYMPHOMANIAC DE LARS VON TRIERS, por José Luis Chacón
Lars Von Triers, el “enfant terrible” del cine europeo, sorprendió de nuevo tras ser considerado “persona non grata” en Cannes por sus declaraciones filo nazis: allí mismo, en la próxima edición del Festival (2015) estrenará en exclusiva su versión integra de Nymphomaniac. Mientras tanto, a comienzos de este año, tuvimos la oportunidad de ver su adaptación resumida y censurada por la productora, en las salas de cine españolas, muy a pesar de críticos como Boyero.
Ya desde el título, y como ha sido habitual desde los inicios de su andadura como cineasta en El elemento del crimen (1984) o Medea, el Psicoanálisis está presente de manera tácita. Es conocida su fobia a viajar y la melancolía en la que, según él, se sume cuando no rueda. Gracias a su síntoma podemos apreciarlo como cineasta y quizás alguna vez haya sido tratado clínicamente por alguien cercano al psicoanálisis. Tal vez haya leído a Lacan. Nada de esto importa porque, ciertamente, parece llevar la delantera en algún aspecto, como señalaba Lacan respecto a M. Duras en el Homenaje que le tributa[1].
Lo que sí es seguro es que en los tres filmes que conforman su Trilogía de la DepresiónAntichristo (2009), Melancholia (2011) y Nymphomaniac (2013) la pregunta por el goce de la mujer está muy presente. Y que apunta a lo que, desde la orientación lacaniana, se inscribe como goce no localizado, a diferencia del masculino.
Al impasse freudiano “¿Qué quiere una mujer?” Lacan responde, primero, con la dialéctica del deseo que, al no estar sujeto a un objeto natural, lo lleva a preguntarse por el semblante y le conduce, a su vez, a los cuatro discursos que explican cómo gozar, pensar o sentir. Después llegarían las fórmulas de la sexuación, y la ausencia de relación sexual que, aunque bien podría estar presente en Freud o en el propio Lacan, nunca llegó a formularse con esa rotundidad. Su última enseñanza a partir del Seminario XXIII permite vislumbrar una clínica diferente a la del “Nombre del Padre”. Y es ese sesgo de la declinación del “discurso del Uno” lo que permite plantear al Padre como un síntoma, que Lars Von Triers retoma y cuestiona como cineasta. En ello, y aunque el realizador lo desconozca, coincide con el signo de los tiempos y con eso que el psicoanálisis lacaniano viene denunciando y mostrando: el derrumbe de la virilidad que parecía inmutable y el ascenso de una lógica femenina que se impone desde la RED a las nuevas representaciones de organización social promovidas desde formaciones políticas alternativas. Pero, más allá de ésta lógica femenina, de este “goce otro” sin límites, más allá, incluso, del estrago por amor, su cine en la Trilogía nos introduce en el ser “Otra para sí misma” de ciertas mujeres al que Lacan se refería como “surmoitié” en L’Etourdit[2].
Si en Antichristo Charlotte Gainsbourg decía a William Dafoe -con cierto tono jocoso y aires lacanianos- “Freud ha muerto”, en Nymphomaniac, Joe (de nuevo su última musa Charlotte Gainsbourg) representa, quizás, la mujer más allá de Freud, aunque no llegue a ser lacaniana; ¿Podría ser Joe un tipo de “mujer verdadera” contemporánea, más allá de Medea o la esposa de A. Gide o más bien Joe vive el estrago de su propio goce que la domina y la sobrepasa siguiendo el mandato del Superyó contemporáneo? Joe vive alejada del amor y apegada al goce que la excede en una formación social, una contemporaneidad que, precisamente, promueve el exceso. De ahí nuestro interés.
No es muy arriesgado avanzar en esa tesis lo que Lacan esbozaba a través de La esfinge[1], que parte de su goce y no de la verdad: existen proposiciones verdaderas que no es posible verificarlas y, solamente restándoles consistencia, pueden descompletar al Otro, primar la lógica del No-todo.
¿Cómo resuelve Lars Von Triers el rodaje? Si atendemos, por ejemplo, a las advertencias del guión, nos da un idea: “Todo se hará de verdad”. “Lo que estrictamente, sea ilegal, se rodará fuera de foco”. Uno de los actores declaraba: “La película es lo que crees que es: Lars Von Triers haciendo una película sobre lo que está haciendo…Todo está ocurriendo…es peligroso. Me asusta. Y solo voy a trabajar ahora que estoy aterrorizado.”[1]
La estructura de las dos partes en que Lars Von Triers ha dividido Nymphomaniac, recurre a algo muy clásico que nos recuerda a los relatos eróticos de Las mil y una noches o El Decamerón: Joe, moribunda debido a los excesos sexuales, es acogida por Seligman (Stellan Skarsgard), un piadoso profesor erudito de ascendencia judía, mayor y virgen. Ella, como Sherezade a las puertas de la muerte, cuenta diferentes episodios sexuales de su arriesgada vida. Él la invita a hablar y, mientras cuida sus heridas, se permite ciertas escansiones, intervenciones sobre Edgar Allan Poe, la polifonía, la pesca, la música de Bach, la sucesión de Fibonacci, las diferencias entre la iglesia oriental y occidental,… metáforas, todas, que confrontarán la práctica sexual sin freno de Joe, frente a su sublimación de Seligman. Frente al mandato a Joe: “Goza” (Jouis), Seligman opone “Oigo” (J’ouis)[2], tal como expresa Lacan, utilizando el equívoco en francés. Las técnicas de pesca sirven para asociar las primeras técnicas de seducción adolescente; el Club de rebeldía para enfrentarse a la imposibilidad de relación, …el Superyó materno por aquellas palabras oídas en el lecho de muerte: “Tu padre no es quien crees que es”, la adoración por ese padre muerto también por el exceso…
En todo caso, en el transcurso del relato, Seligman responsabiliza a Joe de su propia ruina moral y física a pesar de que ella misma se pregunte -invirtiendo la pregunta de Tiresias- si hubiera sido un hombre, con ese goce discreto, no hubiera sido tan desgraciada. Más bien al contrario, el fantasma masculino de mantener múltiples y variadas relaciones sexuales, no se saldría de la norma, la ninfomanía sí.
Al final, Joe, que perdonó la vida de manera inconsciente a uno de sus brutales partenaires sexuales, ha logrado con su relato excitar -quizás por primera vez- al pobre Seligman. Éste, creyendo que podría ser un hombre más en la serie, intenta violarla y Joe lo mata. Paradoja última porque, después de décadas de desenfreno ninfomaníaco, ella ha comprendido, por fin, la marca de sus primeros encuentros de goce y la repetición que la ha llevado a entregarlo todo para asegurarse el lugar del Otro. En ese acto se percata de que hay algo más que el goce mortífero instaurado por el Superyó, que el deseo es la única defensa verdadera contra el goce.
Notas:
[1] JEAN-MICHEL FRODON_CAIMÁN. Cuadernos de Cine Nº 73. Enero 2014
[2] Opus citada
[1] Op citada
[1] JACQUES LACAN. “Homenaje a Marguerite Duras, del Rapto de Lol V. Stein” (1965) Autres écrits, Seuil, Paris, 2001. Intervenciones y textos 2, Manantial.
[2]JACQUES LACAN. “L´Etourdit” Autres écrits, Seuil, Paris, 2001
Figuras actuales de la femineidad, por Vilma Coccoz
Un testimonio privilegiado
Si Freud confiaba a los poetas la capacidad de
traducir la subjetividad de su tiempo, seguiré su ejemplo ilustrando la llamada
crisis de la adolescencia con el diario de una escritora, Silvia
Plath, quien nos ha legado en páginas notables, un relato detallado del mar de
contradicciones y profundas pasiones que tuvo que atravesar un espíritu lúcido
y valiente como el suyo en esa época de la vida.
Si no pensara sería mucho más feliz, si no tuviera
órganos sexuales, no me econtraría todo el tiempo en el límite mismo de la
exaltación nerviosa y las lágrimas.
[… ] Esta noche me siento fea. He perdido por completo la fe en
mi capacidad de atraer varones, y ésa es, en la hembra, una enfermedad bastante
patética […] ¿Qué es lo que hace que una persona atraiga a otras? El año
pasado tenía a varios chicos que me buscaban por distintas razones. Estaba
segura de mi atractivo, segura de mi magnetismo, y mi yo quedaba saciado.
Ahora, después de tres citas a ciegas (…). Me pregunto cómo me pude creer
deseable en algún momento. […] Soy en parte varón, y me fijo en los pechos y
muslos de las mujeres utilizando criterios de un hombre que elige una amante…,
pero eso tiene que ver con el arte y con la actitud analítica ante el cuerpo
femenino…¿destruirá el matrimonio mi energía creativa y aniquilará mi deseo de
expresión escrita y pictórica, que aumenta con la intensidad de las emociones
insatisfechas… o podré (si me caso) lograr una expresión más completa tanto en
el arte como en la creación de mis hijos?[…] Mi terrible tragedia es haber
nacido mujer[…] Mi mayor problema, que nace del amor egoísta que básicamente
siento por mí misma, son los celos. Tengo celos de los hombres, una envidia
peligrosa y sutil que puede corromper, imagino, cualquier relación. Es una
envidia de llevar un papel activo y llevar la voz cantante, en lugar de otro
puramente pasivo[…] Puedo fingir que me olvido de mi envidia: da lo mismo,
porque sigue ahí, insidiosa, maligna, latente.
Silvia Plath tiene agallas, enfrenta la dualidad
propia de la mujer, las dificultades para resolver su identidad sexual. No
quiere renunciar a su arte ( y con mucha razón!) ni a la pareja y los hijos, y
aunque percibe el peligro de la zona en la que se mueven sus cavilaciones
acerca de su proyecto vital, no se ahorra un ápice de las soluciones posibles y
sus consecuencias. Así llegará a decir que una alternativa podría ser consagrarse
a una Causa (Creo que es ésa la razón de que haya tantos clubes y organizaciones
de mujeres. Tienen que conseguir de algún modo sentirse emancipadas e
importantes).[…] Nunca echaré en falta las pequeñas ambiciones de mi engreído
yo, contentándome, en cambio, con servir las ambiciones de mi compañero, o de
una sociedad o una Causa. No puedo aceptar ninguna de estas soluciones. ¿Por
qué no se me permite probar diferentes vidas, como vestidos, para ver cuál me
sienta mejor y es más favorecedora? Plath sabe que la sexualidad no es del
orden de la necesidad, como lo es el celo de los animales, sino una
problemática compleja y ardua, no se resuelve de un plumazo. La raza humana
es víctima del sexo, sentencia.
Pubertad y adolescencia
¿Qué nos enseña el psicoanálisis respecto a los
atolladeros que describe Plath? En primer lugar, es preciso dejar claro que la
adolescencia no es un concepto psicoanalítico. Este data de comienzos del siglo
XX y fue promovido para distinguir la infancia de la edad adulta, se trata de
un concepto sociológico que ha incorporado la psicología. Se habla de crisis
de la adolescencia en sentido global y psicológico. Por eso con el término
crisis se recubren fenómenos de diversa índole, que hacen difícil el
diagnóstico entre un desencadenamiento psicótico, la desconexión propia de
psicosis no desencadenadas y los síntomas de desestabilización neurótica.
En cambio, el término pubertad sí pertenece
al discurso analítico. Loencontramosen los Tres Ensayos para una
teoría sexual de Freud, texto de 1905 en el que postula dos tiempos de la
sexualidad en el parlêtre[1], en el hablanteser,
poniendo en evidencia que el lenguaje viene a parasitar las necesidades
naturales. Afligido por el lenguaje, el sujeto se presenta afectado por el
sexo. Freud afirma que el hallazgo de objeto propio de la pubertad es
en realidad un reencuentro, determinado por la memoria inconsciente, por las
huellas de la experiencia de la infancia. Por eso la pubertad es un momento muy
delicado para situar la estructura del sujeto. Los fenómenos de perplejidad, de
rechazo, de incertidumbre, de empuje a goce erráticos, demuestran que el púber
se topa con un impasse estructural.
En esta época se reactualizan algunas elecciones
inconscientes y otras, decididas muy pronto, manifiestan sus consecuencias en
estos años. El sujeto se ve confrontado a una serie compleja de elecciones: por
un lado, la elección de objeto, que será homosexual o heterosexual.
Por otro, se consolida la condición de amor que será narcisista o
anaclítica (o de apoyo). En la tensión entre ambas se manifiestan las variantes
de la degradación de la vida erótica. Pero, lo más importante, en dicha tensión
se conmueven las identificaciones logradas y, a la vez, se vivencia un poderoso
llamado hacia otras con el fin de resolver las acuciantes preguntas planteadas
a la subjetividad. Este nudo de elecciones e identificaciones concierne a la
experiencia de la sexuación, término inventado por Lacan para nombrar
la lógica de la asunción del sexo en el ser hablante. Se distingue de sexualización
en el sentido descripto por Freud cuando exploraba el modo en que el neurótico
sexualiza la realidad y por este motivo padece de inhibiciones y síntomas. La
cura psicoanalítica, concebida como un proceso de desexualización, devuelve al
neurótico la capacidad de operar en la realidad. En cambio, el término sexuación
no tiene su opositor dialéctico, no puede ser recusado una vez elegido.
Los tiempos lógicos de la sexuación se asientan en la
diferencia existente entre la sexualidad anatómica (tan importante de
determinar en el momento del nacimiento) y la psíquica. Tenemos conocimiento de
casos de hermafroditismo y de la angustia que produce en su entorno la
imposibilidad de mantener la indeterminación del sexo anatómico, habitualmente
resuelta por el médico. En estos casos no se le dice a los padres: bien,
dejémoslo en suspenso hasta que él pueda elegir; es preciso inscribir al
recién nacido como niño o niña. Pero esa inscripción no se corresponde con un
equivalente psíquico.
Por otra parte, debemos contemplar la incidencia del
discurso del Otro, la invitación que el Otro promueve a la identificación con
uno u otro sexo y que, en el caso de los padres, no se produce sin la
implicación de su narcisismo y sus fantasmas. Aunque también el Otro social, el
Otro de la época ofrece representaciones, semblantes, ideales, figuras del
discurso, vestidos como decía Plath, imágenes correlacionadas al
espejo hablante con el que se pretende regular el narcisismo. A veces, el
sujeto se atormenta con la pregunta ¿cómo me verán los demás? traducida
en un conocido cuento espejito, espejito, ¿quién es la más bella? Así
las imágenes simbólicas, producidas por la cultura tienen un efecto en las
identificaciones. Estos llamados a la identificación con uno u otro sexo
explican por qué hablamos de identificaciones y no de identidad: porque las identificaciones
son relativas al Otro, “creerse” hombre o mujer no resuelve la dificultad
porque es en la prueba del deseo donde se juega la partida. Tampoco el acto
sexual es suficiente para extraer una certeza respecto a la identidad sexual.
Y por último, debemos tener en consideración la
elección subjetiva de la posición sexuada, la asunción inconsciente y la
satisfacción pulsional que conlleva un modo de habitar el mundo, es decir, el
darse una conducta sexual regulada por la posición en el discurso.
El despertar de la primavera no convoca un problema de la ilustración sexual sino
una problemática existencial que concierne a las coordenadas del deseo y los
modos de satisfacción, de goce, a partir del encuentro con lo real de la
sexualidad. El fin de la edad de los posibles es efecto del encuentro con un
imposible que obliga al sujeto a rehacer sus elecciones de objeto y, por lo
tanto, al consentimiento de una identificación sexuada. Lacan asimila el
despertar de la primavera a una irrupción que desestabiliza el anudamiento del
cuerpo real y la imagen narcisista en la medida en que obliga a una definición
sexual en la imagen o el semblante sexual.
Se trata de un verdadero traumatismo, troumatisme
(1): no s posible escribir la ley psicoanalítica de la atracción de los seres
humanos como se escribe la ley de Newton. El significante manifiesta
desfallecimientos electivos en el momento donde se trata para el sujeto de
decirse hombre o mujer. Ciertamente existen relaciones entre hombres y mujeres
pero no leyes universales, deducidas de la experiencia, que permititrían
predecir con certeza lo que advendrá para el sujeto en esta coyuntura. En el
lugar de este vacío de leyes y reglas del “modo de empleo” en relación al
partenaire sexual, cada uno inventa una especie de bricolage que funciona más o
menos bien, pero del que no se puede inferir una ley universal. El saber
científico sobre la biología sexual no nos enseña nada sobre la vida sexual del
ser hablante, nada sobre la homosexualidad, las perversiones, las elecciones
amorosas. El amor no puede concebirse fuera del registro del lenguaje, de los
relatos, los mitos, las fábulas, la declaración, las palabras de amor.
Lo real de la diferencia sexual que se impone al
púber no se reduce a un cambio hormonal sino que concierne al órgano de goce,
un órgano marcado por el discurso que reúne todas las significaciones de la
potencia, el falo. Existen dos sexos y un solo símbolo para ordenar el goce
sexual. Se puede tener el órgano pero no el falo. Por el hecho de estar presos
en las significación fálica los seres hablantes están tomados en el campo del
deseo, y en esta dimensión la posición femenina y masculina difieren. Las
mujeres se preguntan cómo ser el falo, el símbolo del deseo. Y los hombres
¿cómo causar el deseo para la mujer, y cómo garantizar el uso del órgano? Esta
irrupción se agudiza con el enunciado ya eres una mujer ante la primera
regladel que difícilmente no exista la queja, al menos en las mujeres en
análisis, de la insuficiencia con que la madre pudo proferirlo. Es una queja
constante hacia la madre como aquélla que hubiera podido y debido decir más. Es
precisamente lo que llevó a Freud a replantear el Edipo femenino a partir de la
constatación clínica de la incidencia crucial de la relación de la hija con la
madre, y cuya exploración condujo a Lacan a la afirmación de que la mujer
espera recibir más subsistencia de la madre que del padre. Y por ello la
relación madre-hija puede dar lugar a distintas formas de estrago materno.
La subsistencia esperada de la madre tiene un
carácter ontológico, dado que la mujer resiente una carencia de ser. Se trata
de un drama esencial, que reúne las dificultades propias a la declaración del
ser, no a la función sexual. Por este motivo el déficit imputado a la madre es
en realidad una falla de estructura, una falta en el saber sobre qué hacer con
el Otro sexo. El sujeto organiza una versión posible para él o para ella, no
existe la receta hecha, se inventa una solución particular que es su síntoma.
Alexander Stevens propone situar a la adolescencia como la resolución
sintomática de la pubertad. Del modo en que la joven, por oposición o
separación de sus padres, consiga alojar su ser libidinal como mujer en los
semblantes que se le ofrecen, dependerá el mayor o menor éxito en la conclusión
de esta difícil travesía. En ella se juegan las más íntimas razones.
Observaciones sobre el malestar en la cultura
Actualmente verificamos los efectos de los profundos
cambios sociales originados en el avance del discurso de la ciencia, de los
imperativos del consumo y de una nueva época del discurso jurídico que debe dar
cabida a la era de las reivindicaciones. La juventud se ha revelado, a
partir de los años sesenta, como una población autónoma, que se rige por
capacidades que no provienen de la tradición y la experiencia de sus padres.
Este refugio en clanes segrega sus propias normas y circuitos de consumo. A
todos estos condicionamientos que tienen una influencia directa sobre la
subjetividad, debemos adjuntar lo que Lacan denominó el declive de función
paterna y de los ideales de virilidad. La cuestión de la sexualidad
femenina tiene consecuencias directas sobre el modo en que situamos la función
del padre, que se separa de su función idealizada para poner en relevancia la
manera en que, en cuanto hombre, se las arregla con una mujer como causa de su
deseo.
Los semblantes sexuales reciben los efectos de estas
convulsiones sociales: la polisintomatología de la adolescencia comporta dos
factores: las razones de estructura que el psicoanálisis ha permitido elucidar
y las condiciones de la época. En la pubertad se organiza el goce en relación
al sexo, el sujeto dispone de un programa, del saber edípico que es una ficción
fabricada sobre la relación parental a partir del enigma del sexo, pero ese
saber deja en la oscuridad la relación sexual. Enfrentado a lo real del
encuentro sexual ese saber se muestra insuficiente, se advierte la incidencia
cada vez más acusada de las carencias de la función paterna. Los
padres-postizos, según la expresión de Catherine Lazarus-Matet, que se muestran
totalmente incapaces o aquellos que convierten en confidentes de sus hijas han
pasado a convertirse en una constante clínica.
En esta articulación de una crisis vital, lógica,
ineludible y la crisis social y cultural que estamos atravesando, las jóvenes
manifiestan distintas respuestas, algunas regresivas, que implican la pulsión
oral a partir de lo que Freud denominó desintricación pulsional de las
pulsiones de vida y muerte: el alimento se revela cubierto de una
significación mortífera que corre parejo al rechazo de la sexuación. La
anorexia, bulimia y las toxicomanías son enfermedades de la libido y en éstos
la importancia de los trastornos referidos a la imagen sexuada es una hecho
clínico muy contrastado.
Por otra parte, se han generalizado las respuestas
por el acto, en las modalidades de pasajes al acto y acting-outs.
Así vemos jovencitas iniciar pronto una actividad sexual desenfrenada (que a
veces incluye el cómputo de sus conquistas), entregándose a ensayos, a veces
patéticos, de identificación con la pantomima masculina. La caída en desgracia
del valor de la virginidad ha dado lugar a su opuesto, el considerase a sí
misma inferior por carecer de experiencias. La frecuencia de los embarazos no
deseados indica que estas actuaciones se llevan a cabo en una total ignorancia
de sus consecuencias subjetivas.
Representaciones de la mujer
Si bien no son totalmente representativas, las
revistas para chicas nos informan de dónde se sitúa la problemática fundamental
y las soluciones standards que ofrecen para resolverla. Estas se regulan por
las figuras de la feminidad que funcionan en el discurso.
En su libro Las hijas de Lilith, Erika
Bornay traza un recorrido de la femme fatale a partir del personaje
apócrifo de Lilith, olvidada y sustituida por Eva pero no menos importante en
cuanto a los diferentes rostros que en la historia de la civilización
occidental ha segregado el enigma femenino. Que se ha teñido de un carácter más
o menos inquietante, más o menos diabólico, engañoso a la vez que cautivador y
atrayente. Dado que no es posible responder a la pregunta ¿qué quiere la
mujer?, se la difama, se la dice mujer difamándola, según el equívoco
lacaniano: on la dit femme. Con este sintagma Lacan muestra que el
lugar de la mujer es definido por los decires y por eso la difamación, la
misogninia, ha sido y sigue siendo una constante ante el carácter misterioso e
inasible de lo femenino.
La posición femenina implica una dualidad, una parte
la mujer participa de la norma-macho, normâle, del universo de
discurso regido por el falo que se presenta en una discordancia íntima con la
dimensión de alteridad, el querer Otra cosa. En esta lucha interior se debate
Silvia Plath, entre su realización como esposa y madre y otra zona de
su subjetividad opaca, silenciosa pero no menos pulsional que, en su caso, como
en el de otras escritoras como Margarite Duras, encuentra una resolución en el
campo de la creación. Ambas lograron describir esta zona fuera del discurso
como riesgo de locura.
Bornay describe un trazado de las distintas
figuraciones literarias y plásticas que ha producido la cultura en una fecunda
interdependencia y que se ve interrumpido abruptamente con el auge de la
imagen, primero cinematográfica y, más tarde, publicitaria. Hasta entonces, los
rostros de la femineidad eran fundamentalmente determinados por el lugar social
de la mujer y la literatura. Puede reconstruirse una galería de retratos de
mujeres en relación a los avatares amorosos, Anna Karenina, Madame Bovary, la
Regenta…: el amor como fatalidad empuja a la mujer a buscar algo más allá de
los bienes y del confort familiar y social. Esta reiteración de las desgracias
femeninas del amor condujo a los psicoanalistas a preguntarse si no habría un
masoquismo netamente femenino. Y es que el amor tiene una importancia en la
mujer que puede llevarle a todo tipo de concesiones y sacrificios porque de la
palabra de amor espera recibir una consistencia de su ser que le escapa. La
película Rompiendo las olas de Lars Von Triers ilustra la pendiente
mortífera a que puede abocarse una mujer en esta búsqueda. La demanda de amor
puede tomar la forma de imperiosa exigencia de consentimiento a todas las
renuncias.
En el polo opuesto a la desgracias femeninas, Lacan
recupera el valor de las contribuciones de las propias mujeres a la producción
de semblantes y del discurso amoroso, como el movimiento de Las Preciosas
y, en otro sentido, pero igualmente vinculado al amor, la importancia de las
místicas. Él no esconde su simpatía por las damas, amigas de lo real y
más respetuosas de los semblantes. Por otra parte, otorga una repercusión
social no desdeñable al deseo femenino en esta época de fragmentación social.
Las servidoras de Eros trabajan para el amor, la pareja, la familia.
Figuras femeninas
La denominada civilización de la imagen
promueve modelos que capturan el interés de las adolescentes pero que
difícilmente se coordinan con producciones de discurso o creaciones poéticas.
Es un hecho que los discursos sobre el amor, los grandes romances, el cultivo
del cortejo amoroso y la poesía amorosa están en vías de extinción. Los modelos
sólo proponen un ideal imitativo, convocan las identificaciones imaginarias, en
muchos casos favoreciendo una confrontación igualitaria con los chicos y con
otras chicas. El contenido de las revistas para jóvenes privilegia la
problemática sexual, suministra técnicas sexológicas, anima a procurarse
satisfacciones al punto de proponer la masturbación como un ejercicio de amor
propio! El mensaje es claro: tienes derecho al gozar, igual que los chicos,
no te dejes abrumar por los éxitos sexuales de tus amigas, tú no eres menos,
atrévete. Ya no se habla de amor sino de sintonía o conexión
sentimental, adjuntando un recetario de fórmulas para hacer más llevadera
la relación entre los sexos que destilan una puerilidad alarmante o es,
sencillamente obscena.
El rostro de la mujer que se configura en estas
publicaciones, aderezado con múltiples ofertas publicitarias, da consistencia a
ideales del tipo top model, actrices y cantantes de éxito que, dando
forma a imperativos de belleza, identifican el ser con el cuerpo. En EEUU, país
amante de las estadísticas, un noventa por ciento de las mujeres admite no
estar a gusto con su cuerpo. Ya comienzan a oírse voces de alarma ante la
creciente demanda de operaciones estéticas en chicas cada vez más pequeñas.
Para estas militantes del narcisismo, no es banal que se hable de culto al
cuerpo, transformado en un nuevo totem (según lo ha precisado Eric
Laurent) que es preciso adorar y que no es menos ávido de sacrificios que los
llamados primitivos.
La homogenización, la estandarización de modelos de
comportamiento deja en la estacada a todas aquéllas que, reducidas a su
impotencia para alcanzar esta supuesta resolución del ser de la mujer sólo por
el lado de la imagen bella, caen en fuertes depresiones y en producciones
sintomáticas en las que los embrollos del cuerpo aparecen en primer plano. Esta
operación de marketing se apoya en modelos narcisistas, no en semblantes. En ella
se borra la diferencia entre los sexos porque los semblantes operan en el lazo
social. Al funcionar por fuera del discurso producen una confusión lacerante
que se traduce en conductas erráticas y en un número creciente de suicidios.
Otro modelo imaginario cuya ilustración nos
suministra el personaje de Lara Croft, nacido de un videojuego y llevado al
cine propone un tipo de mujer de armas tomar. Este prototipo de
ficción responde seguramente a cierto modo de estar en el mundo de las llamadas
chicas combativas o guerreras. Lara, cuyo ideal justiciero se asienta en una
identificación al padre, rechaza los signos de la femineidad. El drama
histérico descubierto por Freud que arraiga en la dificultades de resolución
del Edipo por la identificación al padre muerto, es ahorrado en este caso por
las victorias en el manejo de armas y de la lucha cuerpo a cuerpo con la
connivencia de su ayudante, un experto en ordenadores. El muchacho, al verla
por vez primera vestida de mujer le alcanza nuevamente las armas, como si de
ese modo le resultara menos peligrosa.
Pero seguramente uno de los rostros más consistentes
de la modernidad es el de la mujer sola, no sólo por el ideal
de emancipación y autonomía que representan sino por la realidad creciente de
familias monoparentales derivadas del número de divorcios y de las dificultades
para encontrar pareja. Las hay que dicen estar muy contentas y no necesitar un
hombre para nada. Las hay más tristes y a la búsqueda. Un libro muy divertido
de Doris Dorrie escrito en los años noventa se inicia precisamente con el
siguiente comentario: Es más fácil que una catástrofe nuclear acontezca que
una mujer de más de treinta años encuentre un hombre que la quiera. Pero
las hay divorciadas y condenadas a ser sólo madres, agobiadas por la responsabilidad
de la educación de sus hijos y por ser el único sostén económico familiar en
muchos casos.
Evidentemente es una de las figuras de las soledades
contemporáneas que no afectan sólo a las mujeres sino que también a los
hombres, cada vez más desconcertados respecto a la manera de abordar la
relación al Otro sexo.
Pero este abanico sería incompleto si no se incluyera
el de la mujer maltratada, único rostro que se acompaña de la
diferencia sexual pero en términos de maltratador y objeto de malos tratos, es
decir, como una figura donde el paso al acto violento produce la ruptura del
lazo entre el hombre y la mujer. La película Te doy mis ojos de Itziar
Bollain muestra la realidad desde un punto de vista más verdadero. Vemos ambos
personajes atrapados en una relación infernal, cada uno esclavo de su fantasma
edípico, él sometido al padre y al hermano, ella, prisionera de la relación con
la madre, la hermana y un padre muerto que no ha logrado transmitir a su hija
aquello por lo que un padre merece respeto según Lacan: ubicar a una mujer como
causa de su deseo. El tratamiento psicológico de tipo conductista al que el
personaje masculino se somete no consigue detener la brutalidad mayor del
último pasaje al acto ante el movimiento que su esposa intenta llevar adelante
para resolver la dualidad esencialmente femenina. Su interés por el arte
despierta con los cuadros que plasman las representaciones míticas del
encuentro entre los sexos. A través de esta vía sublimatoria ella intenta dar
un cauce nuevo a su posición y es, precisamente, este cambio lo que le
enloquece a él. El desenlace es revelador, ella decide alejarse porque dice, hace
tiempo que no puede verse, que no sabe quién es. Muchos casos de maltrato
responden a esta lógica pero otros eluden la psicosis de él o de ella o de los
dos y esta carencia de diagnóstico estructural tiene consecuencias funestas. Al
contrario que su interpretación sociológica que sólo ofrece la identificación
al ser maltratado, el psicoanálisis encuentra en este fenómeno inquietante que
inunda los medios de comunicación, un modo extremo de la maldición
(equívoco francés entre maldecir y mal-dire, decir mal) que pesa sobre
el ser hablante en tanto no puede eludir su ser sexuado pero a la vez padece la
imposibilidad para escribir la ley de atracción entre los sexos.
El psicoanálisis y la época
Si toda la tradición metafísica occidental culmina
con la sentencia heiddegueriana del ser para la muerte, el
psicoanálisis aporta algo esencial a esta exploración del alma constatando las
dificultades del ser-para-el-sexo. La histórica querella de los
sexos, la división angustiosa de las féminas entre su ser madre y
ser mujer se han visto agudizadas en esta época. Y muy especialmente
en los países donde la conquista de los derechos cívicos de la mujer así como
su acceso a todas las instancias de trabajo es innegable. El desamparo
contemporáneo derivado de los imperativos de consumo que no dejan de ofrecer
soluciones a la crisis de identidad por el lado de los bienes o por la imagen
ocasiona un repliegue narcisista, individualista le llaman, autista diremos, no
hacen sino potenciar la inquietud.
Por todo ello no es de extrañar que la crisis de los
jóvenes produzca una multiplicidad de síntomas y adicciones. En esta crisis de
Eros, la pulsión de muerte presenta variados disfraces, desde la violencia pura
y dura (son cada vez más frecuentes las peleas entre los chicos y chicas o
entre las mismas chicas) a la de los gestos y las palabras. Patentes, por
ejemplo, en la agresividad que rezuman programas de televisión de enorme
audiencia en los que no se escatiman los insultos, las injurias, el impudor, la
impudicia, la degradación. Se forma un circuito paroxístico donde los
espectadores pueden participar con mensajes, también insultantes e injuriosos,
lo que seguramente no deja de tener efectos en los decires, como se puede
comprobar a poco de detenerse a escuchar un grupo de jovencitos.
Los atolladeros de la subjetividad contemporánea no
hacen sino resaltar el hecho de que el sujeto no es sin el Otro, el ser
hablante y sexuado echa raíces gracias al lazo social, al discurso. Podemos
decir que las jovencitas en análisis dan testimonio de las distintas rupturas
del discurso que padecen y de los beneficios que ofrece un dispositivo
simbólico para tratar lo real que les habita y conmueve.
Tanto imperio de la mismidad borra la diferencia y
anula la dimensión de la alteridad propia de la mujer. A falta del lugar
adecuado, otorgado por el discurso, la condición femenina sólo se presenta de
forma irruptiva y errática. La deseable conversación entre los sexos requiere
del respeto por los semblantes y de la aceptación de que, precisamente porque la
donna e movile, cuando no está atenazada por el combate con la madre o con
el hombre, manifiesta su capacidad creadora. Y con ella, si seguimos a Lacan,
consigue volver el amor más digno.
Notas:
[1] Término inventado por Lacan en los años 70.
[2] Término que juega con el equívoco francés entre
trou (agujero) y traumatismo.
Anton Reiser: La ironía esquizofrénica y la no elección de sexo, por Howard Rouse
En su texto de 1988 ‘La clínica de la ironía’,
Jacques-Alain Miller –siguiendo algunas ideas de lo que dice Lacan en ‘El
atolondradicho’– define al sujeto esquizofrénico, primero, como estando, de
acuerdo con sus auto-designaciones, fuera del discurso o del vínculo social, y
segundo, como alguien que de forma persistente socava el semblante de este
vínculo con su ‘ironía infernal’.
El objetivo de esta breve contribución es mostrar
cómo estas dos determinaciones son anticipadas de forma paradigmática en la
novela de Karl Philipp Moritz Anton Reiser (escrita y publicada en
cuatro entregas entre 1785 y 1790) y lo que esta novela puede en consecuencia
enseñarnos acerca de la radical no elección de sexo en el esquizofrénico.
En pocas palabras, Anton Reiser cuenta la
historia de la infancia, adolescencia y juventud de un hombre ‘abandonado’ por
sus padres –no literalmente, verlassen en alemán refiere a la frase
bíblica ‘Dios mío, ¿por qué me has abandonado?; y esta palabra aparece en el
libro con insistencia repetitiva– el cual, por lo menos a primera vista
neurótica, de manera consistente fracasa en encontrar su ‘vocación’ –de nuevo,
aquí la expresión es de Reiser– en las distintas esferas de la iglesia, la
escuela, el teatro y la vida literaria.
¿Qué se puede decir de esta historia? Me ceñiré a
seis puntos básicos.
En primer lugar, la obra describe con todo detalle la
oscilación permanente de Reiser – una oscilación que es, siguiendo la
especificación de Lacan de lo real psicoanalítico, imposible de soportar –
entre el ya mencionado ‘abandono’ y lo que él mismo llama su ‘vanidad’, su
‘resolución’ siempre frustrada de incorporarse al mundo social. Una cita del
artículo de Miller: ‘lo que se llama manía en la clínica psiquiátrica es el
caso en el que el objeto a no funciona, es decir, un caso de
inconsistencia lógica, y que corre pareja con la inconsistencia percibida del
Otro –ya que se trata de un dicho que no se plantea de verdad–. ¿Y por qué no
oponerle, como fórmula de la depresión, la consistencia a-lógica del
objeto, un objeto que ya no es, entonces, causa del deseo del Otro? La
falta-en-ser del sujeto sólo es ya ser-en-demasía.’ En una carta de 1918 a su
futura mujer, Gershom Scholem identificó esta novela, quizá en última instancia
de forma equivocada, como veremos, como ‘infinitamente triste’. En la medida en
que la tristeza existe en el libro, sin embargo, y hay ciertamente mucha, su
fuente es esta oscilación.
En segundo lugar, el libro tiene mucho que decir
sobre la pluralización, introducida de forma fragmentaria por Lacan en el
momento de su excomunión, del Nombre del Padre. Ya hemos visto que Reiser se ve
a sí mismo como ‘abandonado’ por sus padres. De manera más particular, su padre
es un devoto de un devoto –y aquí ya podemos ver en marcha la pluralización– de
la secta quietista o separatista de Madam Guyon, una secta que cree en la
‘aniquilación’ de la individualidad en favor del principio del ‘Todo, Todo,
Todo’ (incluso el Todo es multiplicado). La madre de Reiser rechaza
absolutamente las creencias del padre. Como dice Miller, ‘el deseo del Otro, de
la madre, no está simbolizado en la psicosis y, por eso, está en lo real.’ Los
delirios de Reiser, como veremos dentro de poco, son buena evidencia de este
real, pero lo que es aquí interesante es el modo por el que trata de escapar de
su ‘abandono’ buscando ser aceptado y reconocido por una serie casi infinita de
‘padres’: pastores, maestros, profesores universitarios, escritores, poetas,
directores de teatro, actores, amigos, viajeros, campesinos, obreros, filósofos
artesanos, etc., etc. Ninguno de estos intentos de nombrar algo de su goce
tiene éxito, por supuesto, así que la pluralización del Nombre del Padre es
revelada ex negativo, irónicamente, se podría decir. Es, sin embargo,
un tema fundamental. Cuando Reiser escribe una carta a sus padres, ‘su madre se
extrañó de que él llamara a su padre ‘el mejor de los padres’, siendo así que
solo tenía uno.’
En tercer lugar, si el padre es un semblante,
entonces lo que efectivamente revela esto via negativa por medio de
los semblantes es la posición de Reiser exterior a los discursos del orden
social, una exterioridad que él mismo afirma una y otra vez. En uno de los
pasajes centrales del libro –si se pudiera hablar de un pasaje ‘central’ en un
libro como éste, colapsándose perpetuamente sobre sí mismo en arcos
ascendientes y descendientes– esta afirmación subvierte explícitamente los
términos del discurso sectario del padre de Reiser. En la visión de Reiser, la
sociedad humana se constituye como una masa compacta de ‘Todo, Todo, Todo’, de
la que él se sitúa irremediablemente separado como ‘uno solo’. La iglesia es un
‘todo’, la escuela es un ‘todo’, el teatro es un ‘todo’, la vida literaria es
un ‘todo’, y en última instancia no tendrá nada que ver con ninguno de ellos.
Podemos también ver, entonces, cómo la ironía de Reiser ya está operando en
contra de la arquitectónica de la Bildungsroman que Goethe, el amigo
de Moritz, está desarrollando más o menos simultáneamente en su serie Wilhem
Meister. La Bildungsroman pertenece a la lógica del Nombre del
Padre, podríamos decir, y Anton Reiser ya está más allá de ella.
En cuarto lugar, en lo que respecta al ‘todo’ de la
vida literaria, ¿qué le ocurre a Reiser cuando trata de escribir? Es aquí que
su delirio se manifiesta de la forma más clara. Para el esquizofrénico, dice
Miller ‘lo simbólico es real’; o, más precisamente, ‘solamente cuando la
relación del significante al significante está interrumpida, cuando hay cadena
rota, frase interrumpida, el símbolo alcanza lo real. Pero no lo alcanza bajo
la forma de la representación. El significante alcanza lo real de una manera
que no deja lugar a dudas […] Esto es por lo que la “esquizofrenia”, tal como
está aquí definida de nuevo, puede ser llamada la medida de la psicosis.’ Esto
es lo que ocurre en la escritura fracasada de Reiser. Comienza con conceptos
‘generales’ o ‘ideales’, confronta la imposibilidad de vincular estos conceptos
con otros y, debido a esta imposibilidad, experimenta estos conceptos
originales como reales. Tal y como nos dice el narrador en una frase
devastadora, ‘como no puede nunca llenar este vacío’, el vacío entre
significante y significante, ‘un perpetuo malestar será siempre el castigo del
placer prohibido’. Esto no significa el fracaso constante de la escritura de
Reiser. En otras ocasiones, compone odas universalistas y oceánicas cuya
banalidad socava irónicamente el objeto poético de su imitación, y sus diarios
y cartas están llenos de descripciones increíblemente detalladas,
simultáneamente fluidas y fragmentarias, de la ‘realidad’ (podríamos recordar
aquí los orígenes alemanes del realismo, y su culminación francesa, en la obra
de los esquizofrénicos Büchner y Maupassant). En estas dos formas de escritura,
lo simbólico está completamente desconectado de lo real, y lo imaginario –como
la consistencia del cuerpo de Reiser, un cuerpo que permanentemente iguala a la
destitución absoluta de su apariencia personal– no llega nunca a entrar en
juego.
En quinto lugar, y aquí de nuevo en relación con la
posición irónica de Reiser fuera de los semblantes de lo social, una de las
cosas llamativas de la novela es la forma en que, sabiéndolo o no, redobla esta
ironía, primero, haciendo que la trayectoria de Reiser sea contada por un
narrador con muchas ganas de extraer de ella un sentido práctico pedagógico y,
segundo, haciendo que la inusual amistad de Reiser con su tocayo Philipp Reiser
sea contada por este narrador. El narrador es un claro discípulo de los principios
educativos de Rousseau, y no hace falta decir mucho más sobre la ironía que
supone aplicar estos principios, ellos mismos formulados bajo los auspicios de
la paranoia, al ‘caso’ de Reiser. (Aquí también podría surgir la acuciante
cuestión sobre la relación entre la historia de la vida de Reiser y la del
propio Moritz, pero esto excede los límites de esta breve contribución). La
amistad de Reiser con Philipp Reiser es la fuente principal de lo que el libro
tiene que decirnos sobre la no elección de sexo del esquizofrénico. Llegado el
momento en que Anton conoce a Philipp ya está claro lo que no está en juego
para él, puesto que cuando le advierte una de sus muchas caseras, al inicio de
la pubertad, sobre los riegos de ciertos deseos y lujurias, ‘por suerte, Reiser
no comprendió lo que ella quería decir’. El segundo Reiser le cuenta al primero
sus encuentros convencionales con el sexo opuesto y se da de bruces –en un
pasaje que merece la pena citar completamente– con una incomprensión
equivalente:
Reiser no sentía el menor interés por todo aquello,
pues nunca se había propuesto conquistar el amor de un muchacha, ya que le
parecía completamente imposible que, dado su mal atuendo y el desprecio que
todos sentían por él, tuviera éxito en una empresa de ese género. Pues así como
pensaba que el desprecio de que era objeto su espíritu era en cierto modo una
parte integrante de sí mismo, así también pensaba que su pobre vestimenta era
parte integrante de su cuerpo, el cual le resultaba tan poco amble como poco estimable
le parecía su espíritu. En resumen, que una mujer llegara a sentir amor por él
le parecía la idea más disparatada del mundo. Pues los héroes que las mujeres
amaban en las novelas y obras de teatro que leía, él los había idealizado hasta
tal punto que, en su opinión, jamás podría competir con ellos. Por eso las
historias de amor propiamente dichas le parecían aburridísimas, y lo más
aburrido de todo eran las aventuras amorosas que le contaba su amigo Philipp
Reiser y que él escuchaba muchas veces sólo por complacerle. Hay que decir que
los relatos de su amigo tendían siempre a lo novelesco. Todo el proceso, desde
el primer amistoso apretón de manos hasta la mutua declaración de amor, con
todas las incertidumbres, angustias y lentos progresos que mediaban entre ambos
actos, seguía el curso prescrito en las novelas, y lo que Anton había pasado
totalmente por alto en las novelas o sólo había leído por encima, ahora tenía
que oírselo contar prolijamente a su amigo. Por eso, la idea de que él no
sufría por un amor sin esperanza sino por cosas muy distintas, era el comienzo
más natural en una poesía dirigida a Philipp Reiser. Lo que le agobiaba eran
sus incertidumbres y temores relativos a su angustiosa e inútil existencia.
La ironía esquizofrénica despliega aquí su naturaleza
verdaderamente ‘infernal’ dentro del campo sexual. Desde la perspectiva de un
agujero de la no existencia de la relación sexual que de ninguna manera puede
ser negociado, cualquier intento de tal negociación aparece, así de simplemente,
como una broma estéril.
En sexto y último lugar, Anton Reiser acaba,
en un après-coup extraordinario, con la culminación de esta ironía.
Justo cuando piensa Reiser que sus sueños del teatro podrían por fin
realizarse, descubre, para su desesperación, que está perdiendo el pelo. Cuando
se pone una peluca, cuando peina su pelo hacia atrás por encima de ella, y
cuando empolva abundantemente ambos pelo y peluca, puede hacer una especie de
retorno a la sociedad humana. Pero el texto de la novela (y podríamos preguntar
¿quién está aquí hablando, Reiser, el narrador o Moritz?) implícitamente iguala
esta sociedad con una peluca mal hecha. Un conocido de Reiser confirma esta
sospecha cuando, delante de él, ‘y no sin razón añadiendo una pequeña ironía’,
le dice a su hijita que en el futuro oirá resonar por toda Alemania el nombre
del famoso actor Reiser. ‘Tampoco esa ironía, dicha sin mala intención, surtió
efecto alguno en Reiser’, se nos dice. Otro tipo de ironía, sin embargo, se le
abre. Cuando llega a Leipzig para conocer a sus futuros colegas, los miembros
de una compañía de teatro, averigua que su ‘digno director’ –¡otro padre!– ha
vendido todas las propiedades y se ha dado a la fuga con el dinero. La compañía
está ‘deprimida’, pero Reiser encuentra esta noticia ‘consoladora’, puesto que
ahora pertenece, o no pertenece, a ‘un rebaño disperso’. Antes en la novela se
nos informa que Reiser –como Joyce según Lacan– consiguió, deviniendo viajero ( Reiser
en alemán), convertir su nombre propio en un nombre común. Un viajero, o
viajeros, entre un rebaño disperso; ¿acaso no hay mejor designación para una
‘clínica universal del delirio’?
Bibliografía
Miller, J-A., ‘Ironía’, Consecuencias: Revista
digital de psicoanálisis, arte y pensamiento, Nº 7, noviembre 2011.
Moritz, K. P., Anton Reiser, Valencia:
Pre-textos, 1998.
“You have got to go for it”, por Carolina Salinas
Recientemente leía en “The Mirror”, una noticia sobre
un transexual, quien solicitaba que el estado británico costeara la segunda
operación de cambio de sexo. De esta manera, Chelsea Attonley, de 30 años de
edad, “quiere volver a ser hombre de nuevo”. Para ello refiere que “es muy
difícil ser mujer”, y por ello su intención de volver a su anatomía original.
“maquillarse, vestirse, comportarse como tal, me resulta muy dificultoso”,
expresa en el reportaje. “Nunca seré reconocida al 100% como tal, y de esta
manera vivo en una mentira”.
Sin duda, la noticia podría abrir el debate sobre la
disposición al control anatómico de la sexualidad, la implicación del cuerpo y
las soluciones positivas que ofrece la ciencia hoy, como si todo fuera cuestión
de una identificación a un cuerpo.
Sin embargo me gustaría hacer hincapié, en primer
lugar, en lo que Freud tan claramente trasmite en 1923 al comenzar su
conferencia 33ª cuando señala que el interés del psicoanálisis reside sobre el
devenir de la mujer, sin pretender describir que es la mujer. Devenir como
recorrido, camino a partir del niño de disposición bisexual.
Jacques Lacan hablará más adelante, sobre “asunción”.
La “sexuación” según Lacan es sinónimo de “asunción” junto con sus
implicaciones subjetivas/simbólicas.
Y finalmente Jacques-Alain Miller, expresa la
necesidad de “consentimiento del sujeto a su sexuación” más allá de la
biológicamente establecida.
Devenir, asunción y consentimiento. Significantes que implican un recorrido, un
transitar, sostenido por una elección y por ende un deseo. Un deseo, como
señala Lacan en el Seminario 11, es un “deseo de Otro”, un surgimiento
del deseo en el campo del Otro. Un deseo, al cual la ciencia actual parece
ofrecer sin renuncias, pero que es incapaz de sostener, de ofrecer
consistencia. Porque es en la consistencia psíquica desde donde también es
necesaria recorrer la sexuación. Sin embargo el contemporáneo que nos ha tocado
transitar, subraya lo real del cuerpo, su manipulación como garantía de llegar,
rápidamente sin mediatización posible y sin consistencia sostenida, a cumplir
un mandato, que curiosamente en el caso de Chelsea, está representado por la
frase que le espeta una amiga (famosa presentadora Británica) cuando toma la
decisión de la primera operación de cambio de sexo: “You have got to go for
it”. “Tienes que ir a por ello”.
Bibliografía:
Freud,
S: Conferencia 23 “ La Feminidad”
Lacan,
J: seminario 20 “Aún” capítulo VII.
Lacan,
J: Seminario 11 pag 164
Reznak,
A: Trabajo del Grupo de Investigación Anorexia y Bulimia .Nucep
From: http://jornadaselp.com/acerca-de-tiresias/
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