Luis Seguí Sentagne: « La Ley siempre va detrás de la realidad social »
El libro -publicado por el Fondo de Cultura Económico- lleva un prólogo del psicoanalista Gustavo Dessal, y completa, si se quiere, la orientación del autor, formado también en el psicoanálisis de orientación lacaniana y en una minuciosa lectura de Louis Althusser.
Esta es la conversación que sostuvo con Télam.
– T : ¿Cuál es su opinión sobre una eventual modificación del Código Penal en la Argentina?
– S : El Código Penal vigente en Argentina es del año 1921. Es cierto que a lo largo de casi cien años ha sido sometido a numerosas reformas parciales y agregados, con la intención de ajustarlo a los cambios operados en la sociedad tipificando nuevas conductas delictivas. Estas reformas parciales resultan, en general, parches que finalmente resultan incongruentes porque no se puede definir una política criminal coherente y de largo plazo sobre la base de continuas improvisaciones. Con esto quiero decir que la política criminal -o sea los criterios fundamentales acerca del concepto mismo de delito en una sociedad determinada, las medidas preventivas, los tipos de castigo a aplicar y el modo de aplicarlos, el abordaje de la rehabilitación de los condenados, etcétera- es una cuestión de Estado, porque afecta al conjunto de la comunidad en la que ha de aplicarse, independientemente de qué partido gobierne. Hay que tener en cuenta que en una sociedad democrática el derecho penal es de aplicación subsidiaria: se pone en juego cuando las leyes civiles y administrativas no son suficientes para defender a las personas y los bienes merecedores de protección jurídica. Por eso se ha denominado a los códigos penales como el reverso de la Constitución, o como la Constitución negativa, porque esta garantiza el ejercicio de los derechos fundamentales mientras que la aplicación de las leyes penales limita esos mismos derechos. La elaboración de una política criminal seria, cuya plasmación es un texto legal conocido como código penal y unas leyes procesales que regulan su ejecución, requiere mucho trabajo de estudio del derecho comparado, de conocimiento de la realidad social en la que ha de aplicarse, de reflexión no solo jurídica sino también ética y moral, porque de lo que se trata es de conseguir un equilibrio entre derechos y obligaciones que garantice un despliegue lo más armónico posible de los lazos sociales. Es obvio que en nuestro mundo globalizado, y a pesar de las fronteras, las aduanas, los controles y la vigilancia, el crimen es igualmente un fenómeno transnacional, y en este sentido las leyes penales de cada país han de atender a esa realidad, para lo cual es necesario no solo vencer la inercia propia de los mecanismos institucionales, sino también los obstáculos puestos por quienes pueden verse afectados por una legislación actualizada, aunque sus argumentos se disfracen de técnicos o se amparen en que ahora no es el momento.
– T : Los permanentes hechos de violencia, cada uno con sus características, si solo tienen un tratamiento punitivo (que al parecer no sirve de mucho), ¿pueden producir o están produciendo una desconfianza generalizada de la sociedad civil en el sistema jurídico?
– S : Hay un riesgo evidente, como lo demuestra la simple observación de la experiencia de otros países, de que si no se actúa a tiempo con instrumentos adecuados, la criminalidad organizada puede llegar a condicionar de tal modo la vida de una comunidad que se desvirtúen por completo las normas de convivencia civilizada, se produzca una desimbolización de las instituciones de tal modo que los ciudadanos se hundan en el escepticismo con respecto a la eficacia del sistema jurídico-institucional, y se genere una situación de anomia social en la que la confianza en el imperio de la ley se ve gravemente menoscabada. Sigmund Freud escribió que una comunidad permanece unida gracias a las identificaciones y a la violencia. Quería decir que los afectos, el lazo social construido y sostenido en base a ideales comunes son fundamentales, y que cuando esas identificaciones decaen o simplemente se desvanecen, entonces el amo acude a la violencia para forzar la continuidad del orden social. Walter Benjamin definía la violencia fundadora como aquella en la que se funda en origen un orden sociopolítico, y como violencia conservadora la que se ocupa de sostenerlo para evitar su derrumbe en situaciones de crisis. Esto, en el bien entendido de que en una sociedad democrática la violencia conservadora equivale al monopolio estatal de la fuerza legítima, una de las características fundamentales que definen el Estado moderno, tal y como señaló Max Weber.
– T : ¿Esa sería la solución a este mundo sin semblantes?
– S : Todos los textos legales, incluidas las constituciones, contemplan la posibilidad de su reforma y las normas para llevarla a cabo, lo que no es sino una muestra de realismo: ningún código, ninguna constitución puede congelar la vida.. La ley siempre va por detrás de la realidad social, y aunque los legisladores intentan en ocasiones anticiparse a los cambios y a la emergencia de nuevos comportamientos de los sujetos, es una pretensión en la mayoría de los casos inútil. Esto no significa, desde luego, que haya que renunciar a tratar de hacer ciertas previsiones a corto y medio plazo, en base a la proyección de determinados datos que proporcionan tanto el desarrollo social como las diferentes disciplinas que integran las llamadas por Lacan ciencias conjeturales.
– T : Su opinión sobre los llamados linchamientos.
– S: Por lo mismo que he señalado antes en relación con el monopolio de la fuerza legítima por parte del Estado, cualquier empleo de la violencia contra terceros por parte de personas ajenas a la legalidad institucional, alegando que hacen justicia por propia mano -creo haber leído en la crónica periodística el neologismo manopropismo-, no es sino un retorno a lo que Freud llamó lo anímico primitivo, que consideraba imperecedero en la condición humana, una suerte de retroceso a la barbarie. Nada justifica semejante retroceso a la venganza privada, en este caso, ejercitada en grupo, y amparada las más de las veces en la sensación de impunidad que proporciona el abrigo de la horda. La Ley de Lynch, como sabemos, tiene su origen en los Estados Unidos de América, un país en el que por tradición los conflictos individuales y colectivos suelen dirimirse mediante la violencia. También corresponde a la tradición norteamericana los llamados vigilantes, grupos de ciudadanos armados que actúan, bien por iniciativa propia, bien reclamados por alguna autoridad, con el fin de imponer la ley allí donde esta está ausente o carece de la fuerza legal para ser aplicada.