Existe un texto tardío de Deleuze que resulta particularmente útil para diagnosticar la estructura del poder político en el parque humano occidental, más abajo de las distintas modalidades que las tradiciones nacionales, la ideología y la economía determinan en cada década. Se trata del « Post-scriptum sobre las sociedades de control » (1990), donde su autor rinde además homenaje a los análisis de su amigo Foucault. Éste dividió las formaciones históricas del poder en sociedades de soberanía (gravan la producción, más que organizarla; deciden la muerte, más que administrar la vida), sociedades disciplinarias y sociedades de control*.
« Foucault situó las sociedades disciplinarias en los siglos XVIII y XIX; estas sociedades alcanzan su apogeo a principios del siglo XX. Operan mediante la organización de grandes centros de encierro. El individuo pasa sucesivamente de un círculo cerrado a otro, cada uno con sus leyes: primero la familia, después la escuela (« ya no estás en tu casa »), después el cuartel (« ya no estás en la escuela »), a continuación la fábrica, cada cierto tiempo el hospital y a veces la cárcel, el centro de encierro por excelencia ». La prisión, dice Deleuze, sirve como modelo analógico, pues todos los espacios de encierro tienen la condena carcelaria como límite y horizonte.
Concentrar a las poblaciones, repartir en el espacio, ordenar en el tiempo. Es obvio que la configuración disciplinaria del poder se corresponde aún con el viejo estilo patriarcal, autoritario y represivo. Aunque Deleuze sitúa su fin hacia la Segunda Guerra -en cierto modo, un choque de distintas disciplinas-, el régimen disciplinario subsiste todavía en el extrarradio de nuestro Primer Mundo o en entidades especializadas de su interior: instituciones represivas y militares, sectas, logias políticas y empresariales, organizaciones mafiosas o terroristas. El disciplinario era un orden sangriento, cruel, vociferante, pero tenía la ventaja de que, si no conseguía anular al individuo, facilitaba -por reacción o repugnancia- su diferencia, la individuación de cada cual. La disciplina tiene toda la ventaja de las paredes y las prohibiciones; traza un límite visible que, al menos, permite una inteligencia para resistir, una voluntad de rebelión o fuga.
¿Cómo fugarse sin embargo de algo que no tiene paredes y adopta la forma cálida de tu propio estilo de vida? Lo más provocativo del análisis de Deleuze es describir cómo nos envuelve hoy, incluso bajo una recesión económica y los recortes estatales consiguientes, un poder muy distinto al disciplinario, un orden sonriente que vela por la salud y adquiere un estilo deslizante, participativo, femenino.
El Post–scriptum, cuyo título rinde también homenaje a Kierkegaard, nos explica con detalle el advenimiento de algo sonriente y maternal, pero no menos temible que la disciplina de antaño: el control, cuyo concepto Foucault y Deleuze remontan a Burroughs. Si el modelo de fondo de la disciplina era el rompeolas, pues reprimía las ondas de la espontaneidad, por el contrario el ideal del control es la tabla de surf, que te invita constantemente a que cabalgues tu ola y hagas espuma. Sé libre en una atmósfera ondulatoria. Despréndete de las viejas ataduras, haz tu vida, goza, deslízate.
Así también podrás compartir y participar mejor en el espectáculo social, en sus apasionantes debates: ¿qué anuncio, aunque sea inteligente, no tiene este telón de fondo? Del realismo socialista al hiperrealismo capitalista. El control representa la alianza de infinitud y clausura. La era del acceso ilimitado es la de un cierre multiforme, con clave variable. De ahí la proliferación de los dígitos, en lugar de las paredes.
Se podría decir incluso que la sociedad occidental relaja la visión determinista de la naturaleza, a través de la relatividad y la mecánica cuántica, cuando asciende al mismo tiempo el poder del determinismo social. Lejos de lo que podíamos pensar en cierto momento, la ciencia cuántico-relativista no supone un mayor relajamiento de los mecanismos de control humano. Al contrario, el cuerpo estatal-mercantil de Occidente toma de la ciencia contemporánea el modelo aleatorio para un determinismo mucho más eficaz, más complejo y acéfalo, pues puede prescindir de un centro visible y de una faz imputable personalmente. Si « Dios no juega a los dados », según la expresión de Einstein, la Sociedad tampoco lo hace. Simplemente, controla a los hombres de manera más sagaz e imprevisible.
La ley era estable, casi sagrada. La normativa de la sociedad de control es mutante, en permanente revisión transgénica, por eso ante ella siempre estemos en falta. Cuando hoy tanta buena gente de derechas o de izquierda, guiada por la cabeza buscadora de la información, se solivianta contra el autoritarismo disciplinario del poder paterno, tanto en nuestro pasado inmediato como en tal o cual personaje execrable o en cualquier nación exterior, no se puede menos de sonreír ante la ingenuidad de tal indignación. Que además, dirigida por la agenda informativa, tiene la función de hacer invisible la violencia autista que nos muestra Deleuze. Al señalar continuamente un exterior horrendo, nuestro humanismo justifica el refugio en la seguridad móvil, en el parque temático de la multiplicidad.
La crisis y la crítica son nuestra forma de gobierno. Nada debe estar seguro, sino sometido a una perpetua transformación. De ahí esta flexibilidad cadavérica de lo que todavía vive; de ahí esta constante resurrección de los muertos. Sea cual sea el sector, en el control nunca se termina nada, pues abre un proceso que permite cambios de curso, revisiones de itinerario, reuniones interminables y una dirección colegiada. No hay en realidad hoja de ruta; la ruta es la hoja. Incluso Hacienda o el Ministerio de Interior negocian con los ciudadanos encausados. Igual que la Unión Europea lo hace con las naciones bajo sospecha.
Para Deleuze, quien toma esta idea de los aviones de combate -según la misión, sus alas pueden adoptar un distinto ángulo-, frente a la geometría rígida de la disciplina el control se adapta a una geometría variable. Un moldeado autodeformable: así la demanda, así el servicio, lo más personalizado posible. Es la mejor manera de plegarse a la deformación particular de cada individuo, al estilo de cada cultura y cada localidad. Además, en la sociedad del conocimiento, mundo informatizado de interiores infinitos -según algunos, « el afuera ha pasado adentro »-, el control ha de ejercerse al aire libre. Hospitalización domiciliaria con visita médica. Hospitales de día, más que centros sanitarios con ingreso fijo.
En cuanto sea posible, recuerda nuestro pensador, el régimen abierto o la « pulsera electrónica » substituirá a la condena clásica en un encierro de paredes visibles. Del mismo modo, el viejo zoológico será sustituido por un parque animal de régimen abierto donde los animales deambulan en libertad, con un microchip incorporado que les localiza en una amplia zona delimitada por obstáculos naturales.
No se trata ya de interrumpir la vida para administrar la producción, sino de lograr que la vida misma sea capitalista, de poner a trabajar las venas, las emociones, el sexo y la vitalidad. Biopolítica y espectáculo se complementan, al igual que ética y publicidad. De ahí otros tantos logros de la época: la solidaridad con las víctimas, la sexualidad omnipresente, la incorporación de la mujer y la homosexualidad a los cuerpos armados, el cuidado de la salud, la inteligencia emocional, el couching, la conexión perpetua, las redes sociales para la indignación alternativa, la integración total, la cultura del entretenimiento y las series de culto, etc.
En alguna ocasión, García Calvo se ha preguntado sobre el sentido de que tantos antiguos cuarteles estén actualmente ocupados por Centros Culturales o Universidades. Dejemos en el aire la cuestión acerca del papel de lo que llamamos Cultura tiene en este poder interactivo, social, participativo. La lección de base es, con todo, bien sencilla: si tú mismo te autocontrolas, el poder social desaparece, se encarna en ti y deja de tener su función. De ahí el empresario de sí mismo, este narcisismo con efecto de masas, un nuevo culto a la personalidad en esta época de neutralización personalizada.
El « capitalismo de concentración » desencantó la vida. El capitalismo de dispersión la vuelve a reencantar. Lejos de la alta cultura de antaño, el control reinventa una historia portátil, una religión perfectamente laica, sin escatología trascendente. Se trata de la astucia de una razón histórica que adopta la máscara de un devenir, un personalizado pequeño relato, con su cohorte de sentimentalidad, cotilleos y cultura popular. El fragmento, la deconstrucción de toda intensidad, elemental o literaria, es un arma cultural del capitalismo tardío. La decisión, excesivamente viril, decae a favor de la conexión.
« El hombre del control es más bien ondulatorio, permanece en órbita, suspendido sobre una onda continua ». Líquido amniótico, poder algodonoso donde competir es compartir. ¿Kafka y Orwell se quedaron cortos? Más es más. Compartida, la infamia es menos. La socialización acelerada debe disimular nuestro estado larvario, este lento languidecimiento de una depresión a plazos. Si todo el mundo está igual de mediado, nadie lo parecerá.
Entre nosotros el modelo es el « inválido equipado » (Virilio). Todos somos por fin iguales ante un poder que reconoce cualquier identidad con tal de que se adhiera a una subcultura definida, por minoritaria que sea. Sólo se discrimina la existencia, la violencia oscura de vivir. Pronto la integración se habrá realizado plenamente y sólo habrá excluidos. Tal vez por eso el extranjero –por no decir el extraterrestre- se insinúa cada vez más como el reverso de la ciudadanía que viene.
De ahí un odio larvado que se extiende, un racismo de la fluidez que no está ausente del mismo Marx. La izquierda que arroja flores en la metrópolis desprecia sin disimulo a las naciones « atrasadas » del exterior, símbolo de la vitalidad elemental que causa vergüenza entre nosotros. ¿Los Simpson no apoyarán el bombardeo de Irán, nación machista y homófoba? La extrema derecha, ha comentado con razón Baudrillard, sólo repite a voces lo que el conjunto de la clase media democrática murmura con la boca pequeña.
El control impone por doquier un conductismo masivo, pero repleto de alternativas minoritarias. Este macro-determinismo social puede así ser micro y presentarse con un estilo ecologista, radical, hipster, autónomo, indie, marxista, feminista. Es natural que Deleuze no lo diga así, al fin y al cabo es un hombre de izquierdas, pero el concepto de control bosqueja un álgebra del poder que usa cómodamente un semblante de izquierda, como si ésta -la misma que desprecia a las culturas populistas exteriores- hubiera triunfado culturalmente.
¿Por qué, aunque la tema, nuestra ola social mima tanto a la juventud? Incluso bajo la actual incertidumbre económica, el poder no se ejerce ahora desde el autoritarismo de los valores eternos, sino desde la rabiosa juventud del imperativo de cambio, un principio de variación que no deja en paz al Estado ni a los huesos de los muertos. El impresionismo informativo, y la consiguiente « alarma social », es el epítome del nuevo poder político, sin referente real ni memoria personal. No es extraña entonces esta nueva casta de radiantes sacerdotes de la comunicación, sean políticos, periodistas, científicos o filósofos.
Sobrevivimos a un poder estival, incluso en pleno diciembre. ¿Por qué el surf « desplaza en todo lugar a los antiguos deportes »?, se pregunta Deleuze. Debido a que las unidades de elite, civiles y militares, tienden a una formulación cada vez más flexible, horizontal, metamórfica. Fijémonos en las tácticas de la selección española de fútbol, inferior físicamente a otras selecciones: un juego cada vez más aéreo, veloz, deformable, con continuas variaciones que lo hacen casi imprevisible. ¿Cómo funcionaría el comando militar que acabó con la vida de Bin Laden? Por lo pronto, el ejército israelí utiliza en los territorios ocupados tácticas militares rizomáticas, extraídas en parte de Mil mesetas. Los « lobos solitarios » del Islam integrista no necesitan leer a Deleuze, pues tal geometría multiforme ya está en la caligrafía de su cultura.
En el régimen escolar, recuerda el pensador, se tenderá más a la evaluación continua que al examen tradicional. Ya que ahora el poder social debe abrazar tan estrechamente la vida como sea posible, la formación permanente sustituirá en el régimen empresarial a la formación clásica, que valía para largos periodos de tiempo en el mundo estable de la disciplina. La empresa substituye a la fábrica. Si ésta funcionaba con unos pocos planos simples de mando y por medio de tecnologías energéticas, la empresa es otra historia. Pequeña, flexible, de corta duración, la empresa funciona con una rotación rápida, cambiando continuamente de destino a sus empleados y actualizando sin parar el sistema tecnológico.
A diferencia de la antigua fábrica, la empresa tiende a invadir el ocio de sus empleados, gestiona con cada uno de ellos un contrato personalizado y fomenta una rivalidad interminable. Esta competencia entre antiguos compañeros, su sonrisa escénica, hará más indetectables las humillaciones que vienen, de ahí la depresión como problema crónico. Más esto que los eventuales estallidos de violencia.
« ¿No es extraño que tantos jóvenes reclamen una ‘motivación’, que exijan cursillos y formación permanente? », se pregunta Deleuze. La formación continua -y la información, como formación permanente del conjunto de la población- es también el suelo de una rivalidad sin fin. Has de actualizarte sin parar, no puedes quedarte atrás: el racismo tecnológico del retraso y la imagen ha tomado el relevo. Cuando, en un momento inolvidable, Deleuze recuerda que los concursos televisivos más estúpidos -y él no había visto nada todavía- triunfan porque reflejan la lógica obscena de la empresa, una evaluación continua con nominados y premiados donde todo –también el sexo- entra en juego, está otra vez dando en el clavo. Con la soltura que le caracteriza, el amigo de Foucault describe con humor un poder fundido con la vulgaridad cotidiana, con los temores e ilusiones que tiende a vibrar en nosotros las veinticuatro horas.
Nuestro populismo es horizontal e inmanente, igual que nuestra mitología política. Busca controlar el tiempo, no el espacio. El tiempo, que es invisible y penetra en las mentes. El control espacial es aún limitado, local, sujeto a una franja temporal precisa. El control del tiempo es global y psíquico, abarcando la vida completa de un público cautivo, cautivado por la dialéctica fluida entre aislamiento y conexión. Secreto y socialización, apartheid personalizado y alianzas corporativas.
Índice de audiencia, cotización bursátil en real time, cobertura tecnológica, deslocalización. Multitudes solitarias, aullido de masas y encuentros en directo. La soltería onanista es el campamento base del espectáculo, la raíz ontológica de la actual multiplicación de contactos. De ahí la inestabilidad de tantas relaciones, la crisis de la comunidad y de la presencia real. Todas las comunidades del afecto (Gemeinschaf) están sujetas a cerco, estresadas por la velocidad social de la fragmentación.
« La familia, la escuela, el ejército, la fabrica ya no son medios analógicos que convergen en un mismo propietario, ya sea el Estado o la iniciativa privada, sino que se han convertido en figuras cifradas, deformables y transformables, de una misma empresa que ya sólo tiene gestores. Incluso el arte ha abandonado los circuitos cerrados para introducirse en los circuitos abiertos de la banca ».
El estrés, la inestabilidad, la velocidad social es la prisión ideal, de paredes tan abiertas como la experiencia. Parémonos un momento, como signo del poder publicitario y sensorial, en los dispositivos perceptivos: una emisión continua aburre, cansa, produce una atención discontinua; una emisión discontinua captura, produciendo una atención hipnótica. Por tal razón la televisión, y todos los medios tras ella, intenta una modulación ondulatoria, donde la variación sea el tema. Se puede decir que el alma del último capitalismo, imposible de lograr sin la colaboración cultural de la izquierda, es la más adolescente expansión, el simulacro de la vida en un feroz dispositivo de deslizamiento.
¿Cómo luchar contra las delicias del marketing, contra un simple espejo? Acaso con la ausencia o el silencio: ahora bien, ¿estamos preparados para el misterio arcaico de una zona ártica? Fijémonos en el delirio que está sociedad mantiene con lo solitario, lo opaco, lo sumergido, lo apartado. Racismo de la transparencia, la expresión, la interactividad, el espectáculo. El « maltrato doméstico » es posterior al maltrato mundial de lo doméstico, de cualquier soledad o rareza, de cualquier secreto local. Las naciones milenarias no lo sufren menos que los chicos tímidos y lentos en la escuela.
« El control se ejerce a corto lazo y mediante una rotación rápida, aunque también de forma continua e ilimitada, mientras que la disciplina tenía una larga duración ». No es seguro que Deleuze, en cierto modo tan ilustrado, tenga razón en colocar a la familia entre los primeros espacios analógicos de encierro. Al fin y al cabo, si no nos apoyamos en nuestro comunismo natal, en los atavismos del arraigo, ¿qué otro suelo tenemos para resistir el arma masiva de la fragmentación?
Atendamos a dos fenómenos actuales vinculados al papel del tiempo en el régimen del control, aunque Deleuze sólo desarrolla uno de ellos. El hombre actual, dice, no está encerrado, sino endeudado. Por lejos que vaya, también de vacaciones, depende de contratos que ha firmado y le atan las manos, hipotecando su misma vida. Acaso el problema de la vivienda es sólo un síntoma de este endeudamiento, orgánico y psíquico, que es propio de la « sociedad del conocimiento ».
¿Cuándo ha habido menos « tiempo muerto », cuándo la humanidad ha conocido una ocupación horaria semejante a ésta, donde el ocio está regulado al máximo? Reparemos en que el control, este régimen de urgencia que tiende al autocontrol, nos tiene a todos muy ocupados. ¿Por quién, por qué estamos siempre tan ocupados, también en los fines de semana? Se puede contestar que es debido a la complejidad de la vida contemporánea. O por la empresa de la identidad, la empresa del sí mismo que nos permite sobrevivir a esa complejidad. Y nada de esto es falso. Pero en el fondo, se trata de estar ocupados por una conexión personalizada, por una velocidad de escape que debe huir en cada franja horaria de la vida secreta, de la vieja independencia y su valor para el silencio.
En este punto, las nuevas tecnologías numéricas, que Deleuze asocia con razón a la superioridad política del control frente a la disciplina, tienen un papel relevante. Para que nadie pueda pararse, para que la interdependencia sean perpetua y nadie esté a solas con una « vacuola de no comunicación » desde la que podría vivir algo distinto, es necesario que todo el mundo asista al encadenamiento social. Lo alternativo se presenta así como un aliado indispensable de lo estatal. El fetichismo de la mercancía se extiende al imaginario social entero, por lo que puede funcionar con cualquier emblema minoritario.
Aunque Deleuze no lo hace expresamente, es fácil relacionar la potencia de este « poder-juego » (Foucault) con la fascinación que ejerce la imagen. Es en sí misma un genial simulacro de fusión, integrando lo que fue previamente fragmentado. Multiplicando las paredes, la corriente de imágenes nos protege de lo real, lo inimaginable que resiste, aquella zona desde la cual podríamos ejercer una fuerza. Para desactivar esa posibilidad, una imagen lleva a otra, hace guiños a otras mil. Es el movimiento coagulado en sucesivos instantes decisivos de una publicidad que, en el fondo, sólo publicita la velocidad de escape que es nuestra historia. Fluencia continuamente subtitulada, la imagen soporta el entretenimiento abierto del control. Se trata de un sueño de separación laminar –teñido de cercanía- que ahorra todas las paredes y derriba cualquier muro. Sería divertido analizar cómo en su momento esta lava proteica derritió los muros del Este.
Mientras tanto, la rivalidad interminable de la in-formación permanente implica también que uno es rival de sí mismo, pues la competencia atraviesa al propio sujeto. El hombre podría ver, si aún tuviera ojos para esto, cómo su identidad se aparta cada vez más de su existencia. De manera que este poder-surf casi invisible consigue la cuadratura del círculo: hacer del individuo, en principio indivisible, algo dividual.
La metamorfosis se ha cumplido y ya no podemos localizar el insecto que somos. De ahí la furia del ciudadano-consumidor hacia todo lo que recuerde lo que pervive en él en estado larvario, sin posible realización. De ahí el lugar ambiguo del extranjero, en un planeta donde ya todos los somos, pues hemos sido desarraigados de nuestro humus vital para poder estar permanentemente en antena. Cuando el poder se hace cargo de la misma vida, y la materia prima del sistema productivo es la humanidad, la vida se divide. El afuera pasa adentro en el interior del mismo hombre, de ahí su oscilación entre una lasitud catatónica y los estallidos de euforia o de furia.
La neurosis de la vida sana es nuestra enfermedad social preventiva. En la nueva medicina, recuerda Deleuze en el Post–scriptum, ya no hay médicos de un lado y enfermos de otro, sino que todos somos enfermos potenciales localizados en distintos grupos de riesgo. Y debemos convivir con dolencias crónicas, que la estadística adelanta eliminando cualquier relación intuitiva con el cuerpo. La relación entre infinitud numérica y clausura real también cumple aquí su designio.
Por lo demás, dado que la interacción de un control continuamente deformable no nos permite ninguna distancia con el cuerpo sin órganos de la sociedad, por ninguna parte rozamos un referente real. Todo es superestructura, de ahí que las ideologías cuenten poco. La base de esta convergencia centrista de derecha e izquierda, que tantas frustraciones genera, es la potencia móvil de una separación que abraza los cuerpos, de una alienación que se convierte en espectáculo y genera seguidores.
Deleuze no llega tan lejos, pero los sindicatos no sólo estarían obsoletos por la dispersión terciaria, por la disolución de los grandes encuadramientos de clase, sino por el colaboracionismo de los trabajadores con las ilusiones de « clase media », esta magia blanca de la neutralización económica, la simbiosis entre aislamiento y conexión, desarraigo y circulación.
Deleuze, el hombre que un día decidió morir, antes defendió la necesidad de pensar con « lo más atrasado » de nosotros mismos. En este maravilloso documento de nuestra zozobra diaria se muestra muy próximo a Nietzsche e muy alejado de Marx. En el Post–scriptum ni se habla de democracia, tampoco de economía, como si la clave de la gobernanza contemporánea fuese el simple fetichismo de la movilidad, una religión circulatoria que –sin doctrina alguna- sólo necesita que abandonemos la existencia, el compromiso moral con nuestra raíz no elegida.
Oscilando del viejo valle de lágrimas a esta radiante cumbre de risas, el control no es peor ni mejor que la disciplina. Cada época tiene una plaga que vierte sobre las espaldas del hombre, una violencia que intenta encauzar a los pueblos. No hay lugar para el pesimismo o el optimismo, dice Deleuze, apenas tenemos tiempo para buscar otras armas. ¿Cuáles? Sólo se nos dan pistas. No hay en el Post–scriptum ninguna referencia a la lucha de clases, tampoco a ninguna clase elegida. Más bien al contrario, Deleuze no deja de insistir en que el capitalismo y la resistencia « de concentración » han muerto a manos de la dispersión, un poder que es « abierto » porque se cierra en cada punto donde la vida palpita.
La lucha contra la « raza descarada de nuestros dueños » estaría deprimida a manos de una mediación infinita que divide a cada uno por dentro, separando en nosotros lo que hubiera de proletario ontológico, de Dasein endeudado con la pobreza. Esta sería hoy la apoyatura metafísica del capitalismo, prolongando la labor « revolucionaria » que la burguesía llevó a cabo, esa liquidación mundial que tanto fascinaba a Marx. Cuando el primer círculo de La insurrección que viene vuelve sobre esta cuestión del apartheid sobre cada existencia, a manos de la identificación, no esta más que desarrollando este control deleuziano, que después vuelve en Agamben y Badiou.
¿Cómo liberarse del control, de un poder social que te sigue como una sombra, que desea tus ondas y que seas feliz? Quiere ser fan de ti y le gustaría pegarse a tu piel. « I am what I am »: mi música, mi ropa, mis estudios, mi corte de pelo, mi perfil, mi piso, mis historias de amor… La expresión constante se adelanta a la percepción y la desactiva, liberándonos de la necesidad de pararse y pensar, de escuchar y sentir. Vivimos casados con nuestra propia imagen, acoplados a una identidad móvil que nos separa minuto a minuto de la existencia, soltando el lastre de lo que haya de difícil, inamovible y antiguo en ella.
Esta universal invitación a « movilizarnos », que empieza en el plano perceptivo, es una constante orden de alejamiento de la cercanía, de su ambigüedad irreal. Tal es la ideología incrustada en las tecnologías, la gran oferta política que las hace arrolladoras. El entorno vibrante nos obliga a una constante respuesta, una frenética emisión de mensajes que ahorra el peso de vivir, sin cobertura ni subtítulos.
Expresarse, impactar, ser divertido, estar al día, ser popular. Nadie echa de menos a un desconocido y esto, ser desconocido, no es hoy fácilmente soportable. Nos haría falta una tecnología para el « comunismo » de la condición mortal, para encontrar lo común en lo que nos abisma. De ahí esta histerización del contacto, un simulacro de acumulación que debe librarnos del vacío, la finitud real que vivimos como un desierto. La euforia social es la cara externa del pesimismo vital.
Si hay salida, comienza por aceptar un mapa de la trampa, tan multiforme y extensa como el horizonte que nos cerca. La única salida pasa por ver, frente a la vida mortal, esta prisión de paredes móviles que llamamos sociedad. No estaríamos lejos entonces de la idea de Heidegger de practicar un sí y un no simultáneos frente al orden de la técnica. Simultáneos, porque la afirmación y la negación son pronunciados en distintos planos, aunque coexistan: el devenir y la historia, el acontecimiento y la situación, el tiempo de la vida y la cronología que se multiplica en pantallas.
Es necesario ingresar en el corazón de las situaciones para preparar algo parecido a lo que estaba en la estrategia estoica, una subversión por aceptación. Cada una de nuestras diarias escenas de sumisión está separada por una delgada lámina de su posible liberación. Todo depende de cómo asumamos nuestro decorado, cómo nos atrevamos a habitarlo, pues una pequeña variación tonal puede convertir lo que parece el infierno en un limbo respirable. Ello exige que logremos dentro de nosotros –un adentro que es lo más lejano- un enemigo superior a la amenaza política y visible del exterior. Sólo así la pesadilla que es la historia será un juguete en manos de la primera propiedad de cualquiera, el peligro de vivir.
Esto no implica refugiarse en el individualismo, sino lograr una individuación –necesariamente contingente, siempre necesitada de la presión de lo intolerable- que potencie por fuera nuevas formas de comunidad. Formas necesariamente provisionales, tan inestables como lo es el encuentro.
Tenemos dos manos, dos hemisferios cerebrales. Con un lado es inevitable pactar con las tonterías de la época, el canon de la visibilidad y el reconocimiento. Con el otro lado, si queremos sobrevivir a una multiplicación cancerígena, debemos volver a ser invisibles, aprender el silencio y la desaparición, el hecho inevitable de –en algún día crucial- no ser reconocidos. Sobre esta necesaria desaparición, precisamente en los momentos capitales, habla también el Post–scriptum.
Deleuze recuerda que el topo era una de las figuras de resistencia en los viejos espacios de encierro. Lento, paciente, ciego e intuitivo, el topo encontraba siempre una galería para minar el suelo que le aprisionaba y traspasar los muros de las sucesivas disciplinas. Pero hoy se nos empuja a « movilizarnos » por todas partes. La cuestión es entonces cómo encontrar una velocidad que conecte con la lentitud que nos falta; una rapidez que sea más alta que la de este entorno automatizado y nos permita regresar a una vida análoga de su vértigo.
Una velocidad que vuelva al ser lento que somos, a esa coreografía de los afectos, la percepción, el pensamiento y su secreto. En Mil mesetas Deleuze recuerda que los nómadas son los que se aferran a una « región central » que no tiene cabida en ningún sitio.
Frente al topo, la serpiente es ágil. Ante todo, ha de ser capaz de estar quieta, de desaparecer por su simple manera de estar ahí, camuflada con los colores de una escena. A diferencia de la tabla de surf, la serpiente puede ser ágil y brillante, pero también aquietarse y desaparecer, sumergirse bajo las superficies. Sabemos por algunas técnicas orientales que existe un cierto tipo de reposo y concentración capaz de la más alta velocidad. No en vano Nietzsche ponía en el anillo del águila y la serpiente la figura más alta del conocimiento. La jovialidad del mediodía nacía de atravesar el corazón mismo de la tragedia.
En medio de esta luminosa organización de la ceguera nunca ha sido más fácil ser invisible. La dificultad estriba en que hoy, más que nunca, dan miedo las sombras, las habitaciones o los campos vacíos, la soledad de los márgenes. Todo lo durmiente, lo que está solo, es potencialmente terrorista, pues no somos capaces de ver la vegetación que hay en el desierto. Somos así prisioneros de esta malla proteica, al preferir una consensuada neutralización frente a la soledad de los márgenes, al « atraso » de no tener cobertura.
Bajo este perpetuo verano de la juventud publicitaria, es necesario reinventar el poder de la desconexión, la ventura de no ser nadie. Reinventar, en esta época de transparencia total y espectáculo continuo, una nueva clandestinidad. Tal vez la mujer tiene esa sabiduría dentro, esa « humildad » para desdoblarse y actuar a tres bandas. El drama del hombre, siempre casado con su imagen narcisista, es que le falta esa tecnología, analógica del espectro real.
Sin el desdoblamiento de tal « hipocresía », sin ser espías del otro tiempo que palpita dentro de esta imperial cronología, ¿cómo escapar de un poder social que es tan fluido como nuestras vidas? El autoritarismo de los clásicos espacios disciplinarios nos hacía la rebelión relativamente fácil y comprensible. Esta envoltura atronadora del Estado-mercado amenaza con convertirnos en un nudo de la red. Simples consumidores de movilidad y alternativas. Logo tras logo, marca tras marca, somos prisioneros de la reproducción, por radicales que sean nuestras alternativas de culto.
No hay ninguna posibilidad para la serpiente, un ser más ágil que el deslizamiento que nos ha colonizado, si al mismo tiempo no somos más lentos; capaces incluso de regresar y permanecer inmóviles, descansando en el enigma que no tiene imagen. Desaparecer, camuflarse, devenir imperceptible. Ser capaz de estar a solas con tu penumbra, con el veneno de tu diferencia y tus miedos. Ser serpiente exige incluso mudar de piel, apartarnos del afán de reconocimiento, de los clichés que pretenden protegernos.
Otra metafísica, capaz de aceptar una mortal existencia sin empleo social, es urgente para que pueda haber otra política. Tal viraje de la subjetividad occidental, hacia lo impolítico de la tierra, permite conectar con el mundo antropológico de la pobreza, esos « pueblos sin historia » que hasta ayer nuestro progresismo despreció, con muy distintas ideologías. Apostar por esa multitud bárbara e inmoral, que de vez en cuando irrumpe en nuestra sensibilidad, exige atreverse a pensar según la zona de sombra de nuestro suelo. Es la única manera de conectar con una humanidad libre del racismo de la movilidad.
Debemos aprender a camuflarnos en un poder que se ha confundido con nuestra piel. Una vieja sabiduría, que va de Juan de la Cruz a Tiqqun, nos recuerda que para ser libres hay que atarse, dejarse atravesar. Pensamos y somos libres desde nuestro atraso, desde un irremediable fondo de subdesarrollo. Necesitamos héroes que obedezcan a una heteronomía anterior a toda autonomía.
Necesitamos la agilidad de un platonismo de lo múltiple, del uno a uno. Lograr tal ascesis en cada punto de abundancia, en la misma dispersión móvil que nos transporta y nos expropia, requiere un taoísmo de la violencia, una fortaleza infraleve. Solamente una espiritualidad inmanente será capaz de ingresar en la médula de las situaciones y despertar el devenir de cualquier historia, el acontecimiento de cada situación.
Menos es más, logra captar el sentido del mundo bajo su línea de flotación, antes de que cuaje en signo y se convierta en otro medio. La serpiente reinventa una « alta mar » en cada puerto, una velocidad que puede descansar y concentrarse en el nuevo sedentarismo, en su cultura de masas. Pero esto supone resucitar algo que nos da miedo, no una espiritualidad interior y « privada », sino política, capaz de mezclarse.
Tal vez Foucault y Deleuze sólo barruntaron este viraje de la lucha y del guerrero, este paso del león al niño. ¿Eran todavía demasiado « marxistas » para asistir a este giro, a esta orientación práctica e infranalógica del pensamiento, al oriente que espera bajo nuestra enorme urbanización? Quizás los dos amigos estuvieron todavía ilusionados con la política y un resto de la metafísica de oposiciones; en suma, con Hegel y lo que Simone Weil llama « la superstición de la cronología ». Si es cierto que Foucault, al decir de Deleuze, « odiaba los retornos », los dos tuvieron un problema con la vida que no cambia, un límite que nosotros debemos traspasar.
Lo que nos puede volver a otorgar independencia es una buena relación con el desierto, con la protección que brinda la intemperie. Sólo un fondo de disciplina, una disciplina del sigilo que recupere la violencia de la que hemos sido expropiados, puede contrarrestar la violencia flexible de la que somos objeto. Es necesario aliar un epicureísmo de los sentidos con un estoicismo del pensamiento, una piedad afectiva con una dureza intelectual de la distancia. Reinventar un nuevo ascetismo, un rodeo salvaje sobre sí mismo a través del desierto. Ser nómadas otra vez para escapar de este sedentarismo del cambio programado.
* « Post-scriptum sobre las sociedades de control ». El texto fue publicado en L’Autre Journal, nº 1, en mayo de 1990. En España cierra el precioso volumen de artículos y entrevistas llamado Conversaciones (Pre-Textos, Valencia, 1995). Estos comentarios han surgido de la lectura privada y pública de ese texto a lo largo de años, más los debates del Seminario Nietzsche-Tiqqun de esta primavera en la Facultad de Filosofía de la UAM y el encuentro Milestone Project de Girona. Gracias desde aquí a todos los organizadores y participantes.