Los caminos de la idiotez
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ÓSCAR VENTURA*. PSICOANALISTA. Ya lejano el verano y con la llegada del otoño la crisis recorre con una velocidad de vértigo y de una punta a la otra la cotidianeidad de los españoles. Todo indica que este año en nuestro país el llamado « síndrome post-vacacional » -curioso diagnóstico en este mundo donde a cualquier cosa se pretende darle el nombre de un trastorno-, sin duda estará invertido, pues a quienes se ven más felices son justamente a aquellos que después de un tiempo de descanso se volvieron a encontrar con que su trabajo aún seguía existiendo. Muchos se preguntan hasta cuándo.
Cada vez más y con una frecuencia hasta ahora inusitada, no dejan de alarmarnos los efectos, algunos de ellos ya irreversibles, que la crisis va produciendo sobre el lazo social en su conjunto.
Ciertamente estos efectos no se pueden reducir a la coyuntura española, responden a una lógica más amplia y particularmente a la puesta en acto de las políticas que empujan a este capitalismo del siglo XXI hacia esa nueva forma de fundamentalismo parida por occidente: el económico.
Curiosamente, el discurso que denuncia las formas de fundamentalismo que habitan la organización social de otras civilizaciones ignora el huevo de la serpiente que anida en la enunciación misma de esa condena. Los adalides que adoran al nuevo dios, encarnado por ese Jano contemporáneo, que en una cara muestra la supuesta certeza absoluta de la ciencia y en la otra la lógica implacable de los « libres » mercados, se van convirtiendo cada vez más en fanáticos.
¿Acaso no bascula Europa, cada vez más deprisa, hacia una forma de fundamentalismo que erosiona sin cesar la estructura de los sistemas democráticos? Hasta el punto de cuestionar la existencia misma, no ya del supuesto Estado de Bienestar, vieja quimera que debe inscribirse en el recuerdo, sino la existencia como tal de los sistemas que han permitido a las sociedades mantener a distancia los fenómenos segregacionistas, lo que facilita la posibilidad de construir una ética de la diferencia sostenida, entre otras cosas, en la igualdad de oportunidades.
Todo indica que Europa se aleja ya sin complejos de las luces de la ilustración, esas que supieron pensar las buenas formas de la solidaridad y de la convivencia. Y la España de estos días está, qué menos, a la vanguardia de este movimiento. Es alarmante el relato por ejemplo, cada vez más escuchado, que empuja a culpabilizar a los parados, a los pobres en general. Ellos se vuelven sospechosos de ser zánganos y encima se los criminaliza porque pretenden vivir al amparo de las ayudas sociales. En definitiva, un conjunto de inútiles que no han sabido aprovechar las oportunidades.
Este discurso cada vez más público va calando en el tejido social hasta producir verdaderos estragos. No solo establece un efecto de angustia y de impotencia generalizada, sino que empieza a reducir el margen de una verdadera interpretación ética sobre las causas de la crisis. Este relato sobre la culpabilidad es una vía directa que sienta precedentes, un argumento privilegiado para imponer una salida autoritaria a la enorme catástrofe social que estamos transitando.
Desde la grabación de Mitt Romney acusando de parásitos sociales al 47% de la población de Estados Unidos, a lo más autóctono de la diputada Andrea Fabra que desde el Congreso de los diputados, « la casa del pueblo », vociferó el célebre « que se jodan », pasando por los comentarios del presidente del Gobierno desde Nueva York, apelando, al mejor estilo de los dictadores, a una supuesta mayoría silenciosa para justificar la represión indiscriminada en los alrededores de Neptuno. Y sin obviar en la suma los ímpetus de la señora Cifuentes para intentar abortar los más básicos derechos constitucionales. Todo ello hace un conjunto, ampliable sin duda, que da cuenta del enorme cinismo con que la política de hoy en día pretende justificar su impotencia, su pobreza intelectual y su sumisión a los postulados de un pensamiento único bajo el argumento de: « No hay otro remedio ». Entonces: « Que se jodan ». Culmen de la forma más abyecta del egoísmo.
Pero no debemos olvidar algunos antecedentes dignos de mención. El anterior Gobierno español mostró sin ambages su cobardía y su estrechez de miras, hipnotizados por los espejismos que le proporcionó la ficción económica, sostenida en el salvajismo del ladrillo. Y después de haber producido, en sus ya lejanos inicios, algunos actos dignos de autonomía y de apuesta por la paz, volvió a la estupidez de pensar que un país puede sostenerse en pompas de jabón. El gobierno de Zapatero, con todo a su favor para poder racionalizar la riqueza y apostar por un modelo de contención de gasto superfluo, pensó que la fiesta era interminable. Y apostó por la negación. Traicionó a una generación de jóvenes, hoy reincidentes de la cola del paro, orientándolos hacia el dinero fácil en detrimento del esfuerzo que implica educarse, abstenerse, para no ser esclavos de un consumo imbécil. Hoy ahí los tenemos, estupefactos, fuera de cualquier circuito que los dignifique como personas. Embrutecidos e ignorantes, cada vez más cerca y más fácil de que sean captados por esa vanguardia europea del « amanecer dorado », que hoy en día nos proporciona la bella Grecia, cuna de la civilización europea.
El botón de muestra está en la realidad más inmediata: tenemos al joven mallorquín Juan Manuel Morales, 21 años, adorador de la masacre de Columbine, dispuesto, bajo el semblante de una sonrisa enternecedora, a hacer volar la Universidad balear, intoxicado y desencadenado bajo las consignas de la extrema derecha. Inquietante destino para este país.
Pero no se preocupen, nos dicen, para volver todavía más estúpido al conjunto tenemos algunos proyectos que reactivarán la economía. El magnate del juego Sheldon Adelson, una de las fortunas más extravagantes y fabulosas del mundo, sionista fanático y experto en defraudar impuestos, el número 17 en el absurdo ranking de la riqueza según la revista Forbes, ha conseguido por fin imponer a la Comunidad de Madrid su megaproyecto para construir allí la sucursal europea de esa ciudad idiotizada que es Las Vegas. Bajo la bienvenida de la clase política que nos gobierna y con el argumento de la crisis, hace del proyecto la panacea y lo perfila como una solución contra el desempleo que aprieta cada vez con más fuerza la garganta.
Así vamos, dando la bienvenida a la modernidad y licencia, ¡¡cómo no!!, para construir en el mismo corazón de Madrid el strip de Las Vegas, casi sin pagar impuestos y con la barrera levantada a todo tipo de goces, donde las formas razonables de los límites empiezan a diluirse. Un imán poderoso que no dejará de traer visitantes para volver todavía más imbéciles a los ciudadanos de esta Europa, otra vez ciega a los destinos que ella misma se va construyendo.
Es difícil que el hombre de hoy en día deje de producir alucinaciones desencadenadas por las promesas de felicidad que, a la manera del diluvio universal, no dejan de caer sobre el conjunto de una humanidad cada vez más desorientada.
El señor Sheldon Adelson se jacta entre otras cosas de la experiencia de Macao, en donde la actividad de sus casinos ha permitido mantener la tasa de desempleo en el 2% y ha enriquecido tanto la antigua colonia que su gobierno podría pagar de un plumazo la deuda entera de un país como Portugal, por ejemplo. Lo que no se cuenta, efectivamente, es el impacto que la cosa tiene sobre la población de Macao, sobre un lazo social cada vez más desarticulado, sobre un empuje cada vez más precoz y frecuente a la prostitución, sobre el enorme deterioro cultural al que se ve sometida su población. Macao empieza a tener, en relación a su población, la tasa más alta de deprimidos, clínicamente hablando, nos dicen. Y la supuesta riqueza, obviamente, se ha concentrado en unas pocas fortunas, haciendo a una enorme parte de la población dependiente de los programas sociales.
Tal vez lo más interesante es el testimonio de los habitantes mismos de Macao, conmocionados como están ante el impacto: « Es imposible comprarse un piso », relata Mi Fan, un crupier de casino pluriempleado, vendedor de frutas exóticas que regenta un puesto en una callejuela del centro histórico. « Si nos dicen que somos cada vez más ricos, ¿por qué me siento cada vez más pobre? ». Anticipos, pequeñas pinceladas de un mundo que puede volverse cada vez más lejano, más extraño, menos amable y más violento.
¿Será posible todavía inventar, aún, fórmulas para hacer algo distinto con lo imposible de la condición humana? Los psicoanalistas advertimos, ya desde hace tiempo, los efectos de segregación y deshumanización a los que nos convoca el discurso. Y no somos ingenuos respecto de la condición humana a la potencia de su inercia destructiva.
Y sin ser demasiados optimistas, no obstante, verificamos todos los días que con la ceguera orientada por la alienación a la pulsión de muerte, se puede hacer alguna otra cosa que seguir los caminos de la idiotez. En este sentido, nuestro acto cotidiano también se vuelve político. Y, por añadidura, terapéutico.
Cada vez más y con una frecuencia hasta ahora inusitada, no dejan de alarmarnos los efectos, algunos de ellos ya irreversibles, que la crisis va produciendo sobre el lazo social en su conjunto.
Ciertamente estos efectos no se pueden reducir a la coyuntura española, responden a una lógica más amplia y particularmente a la puesta en acto de las políticas que empujan a este capitalismo del siglo XXI hacia esa nueva forma de fundamentalismo parida por occidente: el económico.
Curiosamente, el discurso que denuncia las formas de fundamentalismo que habitan la organización social de otras civilizaciones ignora el huevo de la serpiente que anida en la enunciación misma de esa condena. Los adalides que adoran al nuevo dios, encarnado por ese Jano contemporáneo, que en una cara muestra la supuesta certeza absoluta de la ciencia y en la otra la lógica implacable de los « libres » mercados, se van convirtiendo cada vez más en fanáticos.
¿Acaso no bascula Europa, cada vez más deprisa, hacia una forma de fundamentalismo que erosiona sin cesar la estructura de los sistemas democráticos? Hasta el punto de cuestionar la existencia misma, no ya del supuesto Estado de Bienestar, vieja quimera que debe inscribirse en el recuerdo, sino la existencia como tal de los sistemas que han permitido a las sociedades mantener a distancia los fenómenos segregacionistas, lo que facilita la posibilidad de construir una ética de la diferencia sostenida, entre otras cosas, en la igualdad de oportunidades.
Todo indica que Europa se aleja ya sin complejos de las luces de la ilustración, esas que supieron pensar las buenas formas de la solidaridad y de la convivencia. Y la España de estos días está, qué menos, a la vanguardia de este movimiento. Es alarmante el relato por ejemplo, cada vez más escuchado, que empuja a culpabilizar a los parados, a los pobres en general. Ellos se vuelven sospechosos de ser zánganos y encima se los criminaliza porque pretenden vivir al amparo de las ayudas sociales. En definitiva, un conjunto de inútiles que no han sabido aprovechar las oportunidades.
Este discurso cada vez más público va calando en el tejido social hasta producir verdaderos estragos. No solo establece un efecto de angustia y de impotencia generalizada, sino que empieza a reducir el margen de una verdadera interpretación ética sobre las causas de la crisis. Este relato sobre la culpabilidad es una vía directa que sienta precedentes, un argumento privilegiado para imponer una salida autoritaria a la enorme catástrofe social que estamos transitando.
Desde la grabación de Mitt Romney acusando de parásitos sociales al 47% de la población de Estados Unidos, a lo más autóctono de la diputada Andrea Fabra que desde el Congreso de los diputados, « la casa del pueblo », vociferó el célebre « que se jodan », pasando por los comentarios del presidente del Gobierno desde Nueva York, apelando, al mejor estilo de los dictadores, a una supuesta mayoría silenciosa para justificar la represión indiscriminada en los alrededores de Neptuno. Y sin obviar en la suma los ímpetus de la señora Cifuentes para intentar abortar los más básicos derechos constitucionales. Todo ello hace un conjunto, ampliable sin duda, que da cuenta del enorme cinismo con que la política de hoy en día pretende justificar su impotencia, su pobreza intelectual y su sumisión a los postulados de un pensamiento único bajo el argumento de: « No hay otro remedio ». Entonces: « Que se jodan ». Culmen de la forma más abyecta del egoísmo.
Pero no debemos olvidar algunos antecedentes dignos de mención. El anterior Gobierno español mostró sin ambages su cobardía y su estrechez de miras, hipnotizados por los espejismos que le proporcionó la ficción económica, sostenida en el salvajismo del ladrillo. Y después de haber producido, en sus ya lejanos inicios, algunos actos dignos de autonomía y de apuesta por la paz, volvió a la estupidez de pensar que un país puede sostenerse en pompas de jabón. El gobierno de Zapatero, con todo a su favor para poder racionalizar la riqueza y apostar por un modelo de contención de gasto superfluo, pensó que la fiesta era interminable. Y apostó por la negación. Traicionó a una generación de jóvenes, hoy reincidentes de la cola del paro, orientándolos hacia el dinero fácil en detrimento del esfuerzo que implica educarse, abstenerse, para no ser esclavos de un consumo imbécil. Hoy ahí los tenemos, estupefactos, fuera de cualquier circuito que los dignifique como personas. Embrutecidos e ignorantes, cada vez más cerca y más fácil de que sean captados por esa vanguardia europea del « amanecer dorado », que hoy en día nos proporciona la bella Grecia, cuna de la civilización europea.
El botón de muestra está en la realidad más inmediata: tenemos al joven mallorquín Juan Manuel Morales, 21 años, adorador de la masacre de Columbine, dispuesto, bajo el semblante de una sonrisa enternecedora, a hacer volar la Universidad balear, intoxicado y desencadenado bajo las consignas de la extrema derecha. Inquietante destino para este país.
Pero no se preocupen, nos dicen, para volver todavía más estúpido al conjunto tenemos algunos proyectos que reactivarán la economía. El magnate del juego Sheldon Adelson, una de las fortunas más extravagantes y fabulosas del mundo, sionista fanático y experto en defraudar impuestos, el número 17 en el absurdo ranking de la riqueza según la revista Forbes, ha conseguido por fin imponer a la Comunidad de Madrid su megaproyecto para construir allí la sucursal europea de esa ciudad idiotizada que es Las Vegas. Bajo la bienvenida de la clase política que nos gobierna y con el argumento de la crisis, hace del proyecto la panacea y lo perfila como una solución contra el desempleo que aprieta cada vez con más fuerza la garganta.
Así vamos, dando la bienvenida a la modernidad y licencia, ¡¡cómo no!!, para construir en el mismo corazón de Madrid el strip de Las Vegas, casi sin pagar impuestos y con la barrera levantada a todo tipo de goces, donde las formas razonables de los límites empiezan a diluirse. Un imán poderoso que no dejará de traer visitantes para volver todavía más imbéciles a los ciudadanos de esta Europa, otra vez ciega a los destinos que ella misma se va construyendo.
Es difícil que el hombre de hoy en día deje de producir alucinaciones desencadenadas por las promesas de felicidad que, a la manera del diluvio universal, no dejan de caer sobre el conjunto de una humanidad cada vez más desorientada.
El señor Sheldon Adelson se jacta entre otras cosas de la experiencia de Macao, en donde la actividad de sus casinos ha permitido mantener la tasa de desempleo en el 2% y ha enriquecido tanto la antigua colonia que su gobierno podría pagar de un plumazo la deuda entera de un país como Portugal, por ejemplo. Lo que no se cuenta, efectivamente, es el impacto que la cosa tiene sobre la población de Macao, sobre un lazo social cada vez más desarticulado, sobre un empuje cada vez más precoz y frecuente a la prostitución, sobre el enorme deterioro cultural al que se ve sometida su población. Macao empieza a tener, en relación a su población, la tasa más alta de deprimidos, clínicamente hablando, nos dicen. Y la supuesta riqueza, obviamente, se ha concentrado en unas pocas fortunas, haciendo a una enorme parte de la población dependiente de los programas sociales.
Tal vez lo más interesante es el testimonio de los habitantes mismos de Macao, conmocionados como están ante el impacto: « Es imposible comprarse un piso », relata Mi Fan, un crupier de casino pluriempleado, vendedor de frutas exóticas que regenta un puesto en una callejuela del centro histórico. « Si nos dicen que somos cada vez más ricos, ¿por qué me siento cada vez más pobre? ». Anticipos, pequeñas pinceladas de un mundo que puede volverse cada vez más lejano, más extraño, menos amable y más violento.
¿Será posible todavía inventar, aún, fórmulas para hacer algo distinto con lo imposible de la condición humana? Los psicoanalistas advertimos, ya desde hace tiempo, los efectos de segregación y deshumanización a los que nos convoca el discurso. Y no somos ingenuos respecto de la condición humana a la potencia de su inercia destructiva.
Y sin ser demasiados optimistas, no obstante, verificamos todos los días que con la ceguera orientada por la alienación a la pulsión de muerte, se puede hacer alguna otra cosa que seguir los caminos de la idiotez. En este sentido, nuestro acto cotidiano también se vuelve político. Y, por añadidura, terapéutico.
Oscar Ventura es Psicoanalista. Miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis. Miembro de la escuela Lacaniana de Psicoanálisis. España.