JACQUES-ALAIN MILLER Vida de Lacan ———————- París, 2 de agosto del 2011 I La conversación de esas dos jóvenes mujeres discurría sobre la difamación de la que una vez más Lacan era objeto treinta años después de su muerte. La primera me reprochaba mi silencio frente a «una repugnante mezcolanza de inmundicias», la segunda me recriminaba «una complacencia que permitiría a las modernas Erinias sentirse autorizadas a decir cualquier cosa sobre aquél que perseguían con un odioenamoramiento implacable y eterno». Si las dos amazonas me comunicaban sin pena sus febriles ganas de arrancar la túnica de Neso que consumía a Hércules, ¿cómo su deseo, que se había convertido en el mío, no se habría acompañado de perplejidad? A Lacan, yo lo había conocido, frecuentado, tratado durante dieciséis años, y sólo podía contar conmigo para testimoniar. ¿Por qué haberme callado, no haber leído nada de esa literatura? Estudiando su enseñanza, redactando sus seminarios, siguiendo la estela de su pensamiento, yo había descuidado su persona. Preferir su pensamiento, olvidar su persona, ero lo que él deseaba que se hiciera, al menos así lo decía, y yo lo había tomado al pie de la letra. Sin duda, siempre había procurado, como metodología, referir sus enunciados a su enunciación, cuidar cada vez el lugar del Lacan dixit, pero esto no implicaba de ninguna manera ocuparse de su persona. Al contrario, no decir ni una palabra sobre su persona era la condición para apropiarme de su pensamiento, apropiar mi pensamiento al suyo, es decir universalizar su pensamiento, operación en la que lo tuyo y lo mío se confunden y se anulan. Mi interés residía en elaborar lo que del pensamiento de Lacan – palabra que lo hacía reír – podía ser transmitido a todos, sin pérdida, o perdiendo lo menos posible, para que de este modo cada uno pudiera hacerlo suyo. Esta vía era la vía de lo que él llamaba, de una manera que le era propia, el matema. Ahora bien, esta vía implica por sí misma cierta desaparición del sujeto y una evanescencia de la persona. Anular la personalidad singular de Lacan iba entonces de suyo. Yo me refería a ella en mis cursos, pero lo hacía para sustraerla, dejarla caer, sacrificarla, si puedo decirlo, al esplendor del significante. Procediendo de este modo, yo sentía que formaba parte de ese tiempo futuro que él ansiaba mientras vivía, ese tiempo en el que su persona ya no ocultaría lo que él enseñaba. En resumen, la vía del matema me había conducido a quedarme en silencio cuando yo hubiera tenido que hacer algo que mis dos jóvenes amigas llamaban defenderlo. Pero defenderlo, yo lo había hecho cuando él estaba vivo, y hasta el final, cuando estaba acorralado, hasta el último extremo. ¿Para qué hacerlo cuando ya estaba muerto? Muerto, se defendía muy bien solo – por medio de sus escritos, de su seminario, que yo redactaba. ¿No era bastante para hacer ver el hombre que él era? Sollers me insistía para que yo lograse que Lacan se deje filmar en su seminario. Hubiera sido un documento para la historia, y sin duda un vehículo para propagar la verdadera fe. Para él, allí estaba el verdadero Lacan. Yo sonreía, decidido a no pedírselo a Lacan, sabiendo muy bien que me rechazaría. Sobre la escena del seminario, Lacan hacía efectivamente un poco de teatro, pero, a su manera de ver, era para que lo que tenía para decir pase en el instante de decirlo. Su apariencia, esa ninfa, no debía perpetuarse. Era una concesión hecha a la «debilidad mental» de ese parlêtre que había que cautivar mediante alguna «obscenidad imaginaria» para que retuviera algo de sus palabras. Lacan decía que finalmente lo entenderíamos, en el sentido de comprenderlo, cuando hubiera desaparecido. Abordaba cada una de las sesiones del seminario como una performance, pero en esa época las performances no se grababan. Ya era raro en esos tiempos convocar a una estenógrafa para apuntar un curso, eso no se hacía en la Sorbona. Sin embargo, aún cuando vimos aparecer los primeros grabadores, que muy pronto se multiplicaron alrededor del pupitre de Lacan, la estenógrafa se quedó allí, como testigo de los siglos pasados. Se dice que ya Jenofonte había utilizado este arte para apuntar las palabras de Sócrates. II Así fue como repentinamente me sentí encantado con la idea de hacer vivir, de hacer palpitar, de hacer danzar este residuo, este desecho, este caput mortuum de mi Orientación Lacaniana – quiero decir la persona de Lacan- como sé hacer vivir, palpitar y danzar los conceptos y los matemas. ¿Era este un deseo de defenderlo, de hacerle justicia, de justificarlo, de convertirlo en un justo? Lacan no era un justo. No estaba atormentado por el deber de justicia. Incluso me había dicho, y había dicho a todos, en la televisión, la indiferencia que sentía por la justicia distributiva, aquella que quiere que a cada uno le corresponda según sus méritos. Además había tenido el tupé de pretender pasar desapercibido, como el discreto de Gracián, siendo que su persona atraía las miradas desde hacía mucho tiempo, que ya temprano en su vida se había convertido en motivo de escándalo, y que era conocido como el lobo blanco desde la salida de sus Escritos. No, yo no tenía el deseo de defenderlo. Probablemente hubiera sido indefendible. Tenía el deseo de volverlo vivo – vivo para ustedes, que viven después de él – ya que parecía que leer su seminario, ese monólogo pronunciado en escena todas las semanas, durante casi treinta años, no era suficiente para hacérselo ver con la densidad de su presencia y las extravagancias de su deseo. Pero entonces, ¿por qué la palabra “justicia” se me había aparecido? Se debía, seguramente, al lazo que la tradición establece entre juicio y resurrección. Y me dije que sin duda era ese deseo de resurrección de Lacan, que abriéndose paso en mí sin yo saberlo, me había conducido a elegir como emblema de un reciente congreso de la Ecole de la Cause freudienne, el fresco de Signorelli en Orvieto: el de la resurrección de los cuerpos el día del Señor, que Freud evoca en la “Psicopatología de la vida cotidiana”. En ese momento yo escribí: « ¡De pie los muertos! ». Era indudablemente uno entre todos el que yo estaba pensando hacer revivir. Entonces, me vino la idea de una Vida de Lacan. Continuará… Traducción: Daniela Fernández |