Por Jorge Alemán
En primer lugar, quiero agradecer la invitación, y al escuchar las palabras de Mónica Unterberger publicadas en LB 142) veo que lo que ha planteado tiene toda una lógica a la que tal vez habría que plegarse, situarse en su interior y responder desde allí. Pero como no la conozco en todos sus matices, prefiero entonces, si ustedes me permiten, la deriva, una deriva que también está provocada por algunos temas cosas que me han comentado Mercedes de Francisco y Carmen Cuñat.
Para comenzar esta deriva, les quiero leer una cosa del año 2000, nueve años atrás, una entrevista publicada en “Derivas del discurso capitalista” (Ediciones Miguel Gomez) donde se pregunta lo siguiente: ¿cómo piensa que debería situarse el psicoanálisis frente a las ofertas masivas de tratamientos? ¿Debe camuflarse de psicoterapia para, una vez captado el paciente, trabajar puertas adentro con los principios del psicoanálisis, tal como pensó Lacan que debía hacerse?”
Toda la entrevista discurre sobre el problema del Psicoanálisis Aplicado, pero esto es nueve años atrás, que según se mire puede considerarse poco tiempo o una eternidad.
He aquí mi respuesta: “En las ofertas masivas de tratamiento, al modo de la autoayuda o de las políticas de los laboratorios, o de las psicoterapias-mercancías, no creo que haya mucho que hacer, pero sí en el psicoanálisis aplicado, donde cualesquiera que sean las condiciones institucionales (hospitales, centros de salud, trabajadores sociales, etc.), la inspiración psicoanalítica puede siempre colaborar con hacer surgir la dignidad de la existencia. Cualquier ámbito de operaciones en este aspecto es posible, siempre y cuando, y a su vez y a la par, se mantenga el propósito radical de la escuela de psicoanálisis: discutir una y otra vez qué es un psicoanalista, volver a problematizar el fin de su experiencia, discutir permanentemente su definición como analista.
Si el pragmatismo social se desvincula de la política de la escuela, entonces sí que se perderá la apuesta. Nunca se existe sólo por adaptarse al mundo que viene; más bien el futuro, como en la ética a la que usted hizo alusión, dependerá de la causa que hemos sostenido siempre.”
La entrevista concluye con: “¿No cree usted que el psicoanálisis escapará a los cambios estructurales que estamos viviendo a nivel social?”
Mi respuesta: “Finalmente es así: un discurso es más verdadero cuando sus riesgos lo acechan con más intensidad en sus posibilidades de hibridación, de dimisión o de destrucción de su esencia. El psicoanálisis no sería nada sin esta posibilidad, a cada paso, de extraviarse y de arruinarse, o de salir victorioso.”
Evoco esto porque como realmente no estoy muy esclarecido sobre el tema, qué mejor que volver sobre mis propios pasos, a este texto del año 2000, cuando el siglo comenzaba, donde estaban estas respuestas, que parecen que son de sentido común, que son las que se pudieron decir en ese momento, pero que podría ahora, rubricar de un modo general.
Sin embargo resulta que hay un debate, que como dije antes no conozco en toda su extensión, pero si hubiera que situarlo, parece que toma una especial relevancia lo siguiente: ¿cómo hace el psicoanálisis para existir en este mundo, en el malestar propio y contemporáneo a este mundo, sin convertirse en una experiencia extra-territorial, es decir, sin quedar apartado del mundo y participar, por ejemplo, de los famosos lugares-Alfa, esos lugares donde en las instituciones se formaliza la respuesta de los pacientes que concurren a ella, o los CPCT, o las distintas instancias públicas, es decir, ese sería el ejemplo de no-extraterritorialidad propio del psicoanálisis aplicado.
Pero, a su vez, a esta cuestión de inmediato le sucede otra, a saber: si bien el psicoanálisis no es extra-territorial, no debe quedarse fuera del mundo, a la vez debe conservar sus propias finalidades en relación al Discurso Analítico y sus exigencias éticas, y a lo que es todo el tiempo motivo de examen, que es el “Deseo del analista”.
Esa es una tensión que se puede nombrar y declinar de distintos modos; el propio Lacan sostuvo que no quería un psicoanálisis extra-territorial, y a la vez que la Escuela era una “base de operaciones” en el Malestar en la Cultura. Son términos que ustedes pueden captar como antinómicos: por un lado, no es extra-territorial, pero por otro lado, una base de operaciones implica de algún modo una cierta distancia con respecto a otro tipo de instituciones que, en cambio, forman parte del malestar en la cultura, o que incluso fomentan ese malestar.
Así, se ve perfectamente, algo que concierne a la existencia misma del psicoanálisis en este siglo: por un lado, si se queda fuera de los desafíos institucionales de las políticas públicas y de las llamadas demandas sociales que por principio, no tiene que satisfacer, puede caer, vamos a decir, en una situación de extra-territorialidad.
A la vez, si se entrega a la satisfacción de estos ejercicios sociales y quiere asegurar su lugar en el mundo, pero pierde su tensión con la cuestión de la Escuela y el Deseo del Analista, finalmente la conquista de su lugar en el mundo es, a la vez, su fracaso; éste parece ser al menos uno de los aspectos claves del debate que siempre se renueva e insiste de distintos modos a través de las épocas por lo cual, no es un debate sólo sobre cómo tratar a la des-inserción en los pacientes, sino que es un debate que remite a la propia inserción o des-inserción del psicoanálisis mismo. O sea, no se trata solamente de ver qué se hace con los “insertados o des-insertados”, sino que esto interroga al propio psicoanálisis con referencia a su propia inserción o des-inserción.
Y aquí empiezan las derivas. ¿Cuándo fue que estas preguntas se hicieron más acuciantes que nunca? ¿Cuándo empezamos a ver que, de alguna manera, estaba comprometida la existencia misma del psicoanálisis? ¿Cuándo empezó a aparecer en el horizonte que, tal vez, la práctica analítica, como muchas otras prácticas históricas, podía tener su finitud? ¿Cuándo empezamos a ver, con mucha más fuerza, que la práctica del psicoanálisis no era una práctica necesaria en este mundo, que era más bien una práctica contingente? ¿Cuándo se volvió patente que el psicoanálisis, a diferencia de otras profesiones liberales que tienen asegurado su ser en el mundo a través de distintas operaciones contractuales, el psicoanálisis, en cambio, precisamente porque está habitado por esta tensión que antes describíamos, no lo tiene?
Para aumentar el alcance de mi deriva, evoquemos estas descripciones: desde los sociólogos que empezaron a hablar de la “sociedad líquida”, inspirados en la famosa frase de Marx del Manifiesto, cuando afirmó que “todo lo sólido se iba a desvanecer en el aire”, y que por lo tanto los vínculos sociales, la religión, las tradiciones, la relación con el lugar, iban a desvanecerse “en las aguas heladas –dice Marx en El Manifiesto— del cálculo egoísta”.
Hay toda una tradición en las ciencias sociales que es tributaria de esta fórmula de Marx donde el paradigma sólido ya no se sostiene más, y entramos entonces en un tiempo de volatilización, fluidificación, licuefacción de todo lo que puede ser el Otro simbólico.
Estas descripciones, según los gustos y sensibilidades de las ciencias sociales, tienen distintos nombres y tratamientos posibles: la sociedad del riesgo, la corrosión del carácter, el declive del programa institucional –esto está muy teorizado en Francia por los sociólogos—, el hecho de que todas las instituciones históricas, ayuntamientos, universidades, iglesias, etc., perdieron su “aura” y han quedado confiscadas o secuestradas en la lógica del mercado, en donde la indistinción urbanística entre un ayuntamiento, una escuela o un supermercado puede dar cuenta de esto.
De este modo, toda la emblemática de la ley que acompañaba a las instituciones históricas se va desvaneciendo en el paisaje urbano por este declive del programa institucional. Además, a todos los pensadores de lo social no se les ha pasado desapercibido que junto con el declive del programa institucional hay una declinación de las autoridades o más bien del llamado “principio de autoridad”
Corrosión del carácter, declive del programa institucional, sociedad líquida, sociedad de riesgo: desde distintos lugares se señala que la modernidad no es el lugar fácil de una Universalidad conquistada para siempre, o del progreso teleológico hacia una superación, sino que en el mismo programa moderno existe algo trágico, una ruptura, algo que siempre puede hacer surgir todas las instancias de la escisión. Evidentemente, esto inauguró diversos problemas para el psicoanálisis, me permito situar uno de ellos como mero ejemplo: resulta que todos los conceptos, perspectivas, construcciones en la enseñanza de Lacan que hablaban de un fin del análisis donde había una des-identificación del sujeto, donde había un atravesamiento del fantasma, donde había un encuentro entre la división del sujeto con su “ser de goce” en el “objeto a”, probablemente tuvieran como condición un Otro simbólico determinado, el Otro de las operaciones de Alienación y Separación que no deben confundirse tan rápido con inserción y des-inserción, porque encontramos ahí un punto que habría que discutir con cierta atención. Pero lo que se fue percibiendo es que el psicoanálisis, en estas propuestas de acceder al propio ser del desecho, a la propia des-identificación, al ese recorrido por el cual la gramática del fantasma era por fin develada en su condición pulsional, exigían un Otro con cierta estabilidad, un Otro del Nombre del Padre, un Otro con cierto dispositivo, si ustedes me permiten la expresión, de “puntos de capitón”.
Estas propuestas, que le daban su especificidad a la operación analítica, y que hacían del discurso analítico el reverso del discurso del Amo, se volvieron problemáticas desde el mismo momento en que ese Otro estaba cuestionado en su propia raíz, pues, el “ser de objeto” ya lo estaba provocando la propia civilización en sus modos de producción de lo “ente” como Mercancía.
Por ello, no es de ahora que el propio Lacan en la Proposición del pase afirma que la Civilización tiende hacia la acumulación de desechos. Y no es de hoy que el propio Lacan sostuvo que el punto de fuga de las sociedades modernas es el campo de concentración, y no es de hoy que hay una anticipación de Lacan a todos estos sociólogos que hablan de la “corrosión del carácter”, “la sociedad líquida”, “el declive del programa institucional”, que es el célebre Discurso Capitalista del que tanto nos hemos ocupado y que ahora no sé si vale la pena comentar, pero en donde, si al menos reparamos (tiene muchas interpretaciones y lecturas ese quinto discurso sin reverso) en qué lugar Lacan sitúa al sujeto –recuerden ustedes que es un movimiento circular que, rechaza la castración y que no tiene corte alguno. Hay dos lecturas inmediatas: una, que entonces la Alienación y la Separación están seriamente objetadas en el Discurso Capitalista, porque efectivamente el sujeto ya no está bajo las condiciones lógicas de la secuencia significante S1à S2, y dos, que ese sujeto puede ser entendido o bien como “el sujeto consumidor neoliberal”, que tiene todo el tiempo un acceso al goce fuera de la Castración, o bien como un “desecho”, como un sujeto acéfalo que no tiene ya ningún tipo de identificación simbólica, que no está articulado a ningún significante amo, y que no tiene, en todo caso, otra ocasión para conjugar su propia identidad que su propio ser de goce. Son, como ustedes pueden apreciar, en principio dos sujetos absolutamente diferentes en cuanto su lugar en el Otro social, aunque incluso se puedan establecer entre ambos una relación de frontera y contaminación.
Por ejemplo, hablando con muchos trabajadores sociales de los fenómenos de las “villas miseria” en Argentina, nos instruían sobre como los sujetos no se articulan por la vía del significante, no hay construcciones identitarias que respondan a las lógicas simbólicas, y cada vez más hay sujetos coordinados a sus modos de goce, en la miseria, porque la miseria no es como pensaba Marx la “no-satisfacción de las necesidades materiales”, no es solo esto quiero decir, sino, tal como propongo en mi texto sobre la Izquierda Lacaniana, es estar a solas con la pulsión de muerte en el declive de toda la estructura simbólica. Esa es la verdadera miseria, es decir, “el crack”, “el paco”, las diversas drogas; donde los lugares de miseria son lugares de altísima condensación de goce.
Este es, efectivamente, un gran tema para discutir con los teóricos de las ciencias sociales, para discutirlo con humildad, y llegar a saber entonces, hasta donde el psicoanálisis puede fecundar una praxis social.
Entonces, efectivamente, todos sabemos que Las Escuelas se anudan en su “intensión y extensión”, y por lo tanto todas las categorías propias del discurso analítico se vieron afectadas, vamos a decir, por esta mutación que se dio en el interior de la modernidad y que, a mi juicio, el término “pos-modernidad” veló durante mucho tiempo porque fue un término vago, ambiguo, que no permitió ver ciertos problemas estructurales de la propia modernidad. Por ello publiqué un texto, “Lacan en la razón posmoderna”, Ediciones Miguel Gómez, donde intenté atravesar a los filósofos modernos con el filo lacaniano.
Pero no voy a entrar en todo eso porque nos llevaría a otro seminario. Lo que sí quiero decir es que el propio psicoanálisis en su especificidad como fin de análisis, se tuvo que interrogar sobre su propia finalidad, pues tal vez se estaban produciendo transformaciones en el propio campo en donde el sujeto alcanza su propia constitución, en el campo del Otro, hasta tal punto que se llegó a formular durante mucho tiempo una tesis que es la de ”el Otro que no existe” (Miller-Laurent). “El Otro que no existe” es la versión lacaniana de la mutación moderna a la que antes aludíamos, en alguna de sus versiones esta fórmula tiene un deslizamiento neoliberal que no apoyo, dicha versión se simplificaría del siguiente modo, estuvimos en la época donde cada uno atiende solo a su modo de goce, no dudo del valor descriptivo de esta cuestión, pero por muchos motivos me resulta insuficiente.
En esta pendiente, también se llegó a formular un tema clínico interesante, a saber: lo que es más propio para pensar en la lógica cultural del capitalismo tardío, en relación a la cura analítica es el “saber hacer ahí con el síntoma” más que la teoría del atravesamiento del fantasma. Es un debate que creo que tal vez haya que retomar.
Pero en cualquier caso sí creo que estamos en un tiempo donde al psicoanálisis la época se le vino encima. Por otra parte la época, da la sensación que se le ha venido encima a todo el mundo. No obstante el psicoanálisis quedó interpelado, como hacía mucho tiempo que no lo estaba, por su propia condición de posibilidad. Y esta interpelación es lógicamente distinta, al asedio de los poderes públicos y su normativismo delirante. Una es la interpelación que siempre enriquece al psicoanálisis, pues el psicoanálisis no puede vivir si ella, otra es el odio que la civilización siempre renueva hacia el programa del psicoanálisis.
Si durante un período parecía ser que las condiciones de posibilidad eran siempre evidentes, y es donde parece que este debate tiene su verdadero interés, si durante un período se pensó que los problemas que tenía la propia práctica analítica devenían de manera inmanente de la propia práctica, léase las resistencias del analizante, léase que el analizante no puede llevar hasta las últimas consecuencias su atravesamiento del fantasma, léase que el analizante tiene tales condiciones de goce que no permiten ir demasiado lejos en su elaboración de saber inconsciente, bueno, no, el psicoanálisis no estaba sólo asediado espectralmente, como diría Derrida, por su propia práctica, sino que descubrió que también, como toda práctica, exige condiciones de posibilidad, y que esas condiciones pueden ser favorables a una práctica o al revés, ir en una dirección en donde esa práctica tenga que estar cada vez más revisada, problematizada, indagada, y creo que es lo que está pasando.
Creo que a partir de que se percibió que en el Otro de la modernidad aparecía, vamos a decir, para decirlo rápido, toda esta inestabilidad, el psicoanálisis ha quedado bajo una fuerte interrogación sobre sus propias condiciones de existencia. Sin embargo, insisto también, en que esa interpelación le da al psicoanálisis su fuerza como experiencia incomparable. Habíamos dicho antes que el propio Lacan en referencia al discurso capitalista como una acumulación de desechos, lo había formulado en filigrana, entrelíneas, de distintas maneras. Así que ahora estamos entonces con el tema de la Inserción, de qué es lo que se hace con todas las personas que cada vez tienen más “precariedad simbólica”, que es una expresión que solo vale descriptivamente y que se usa coloquialmente, cuando se vuelve cada vez más urgente ver qué decisión se toma con el hecho de que todos somos en potencia candidatos a la des-inserción, todos somos candidatos a “precariedad simbólica”, y qué hace el psicoanálisis con eso, de tal manera que, por un lado, no quede afuera de este problema, pero a la vez no quede afuera del psicoanálisis mismo.
Esto es, por otro lado, lo apasionante del psicoanálisis, a lo que respondo en la entrevista: el psicoanálisis no sería atractivo si no estuviera siempre a punto de extraviarse, de arruinarse, de fracasar, de hibridarse, de no responder a lo que debe responder desde su propia ética.
Por supuesto que no creo que estos problemas se presenten exclusivamente cuando el psicoanálisis está en las instituciones, ya que estos problemas están en la propia práctica analítica. Creo que el discurso del Amo no se presenta sólo cuando se piden subvenciones, o cuando se trata de hacer una política pública, el discurso del Amo también está involucrado en el corazón mismo de la propia práctica analítica.
En relación a esto hay otro gran tema, que siempre me ha apasionado, que es el de la Ideología, que excede el problema del fantasma en este caso, y que es un tema que, como quedó en el desván de los recuerdos por su tradición marxista, no ha sido lo suficientemente pensado, por ejemplo, el hecho de que un sujeto pueda hacer una experiencia analítica, obtener de la misma las transformaciones que se esperan, y sin embargo el dispositivo de su ideología mantenerse intacto. Mas que ver a la ideología como un capítulo mas en la problemática del fantasma, teniendo en cuenta la perspectiva que presenta Lacan en su observaciones sobre la voz y la mirada, mas bien entiendo que la ideología sería el modo en que el fantasma juega su partida fuera de la experiencia analítica, como cierre del inconciente desde su interior, o como fantasma sin construcción posible. Tal vez no sea este un problema estrictamente analítico, pero si un índice del modo en que Lacan ofrece nuevas herramientas para otro modo de pensar el hecho social. Por ello, siguiendo mí propio camino, considero que “la voz y la mirada” juegan, precisamente por ser “objetos a” fuera de la lógica de la castración, un papel clave en la construcción ideológica de cada sujeto, es decir, es lo que le da a la ideología su fijeza y su permanencia inerte.
Esto es simplemente una disgresión para decir que no creo que estos problemas estén sólo situados en una oposición binaria: público-privado, como si pudiera perder su esencia como psicoanalista cuando va a lo público y la mantendría en la consulta; me parece que sería una simplificación extrema, el problema está en los dos lugares, porque también en las propias consultas el psicoanálisis siempre estuvo bajo la sospecha, por parte de las ciencias sociales y de otras prácticas, de ser una técnica de adaptación.
El propio Lacan construyó su enseñanza tratando de deconstruir todo lo que en la historia del psicoanálisis, desde la “ego psychology” hasta el “anafreudismo” y el “kleinismo”, se había vuelto una técnica de adaptación.
La adaptación como problema de la práctica analítica no necesitó que aparecieran ni los CPCT ni las políticas públicas. En el corazón mismo del psicoanálisis está el problema de si éste no será finalmente una estrategia de adaptación sutil del discurso del amo, sospecha que además la izquierda por su confusión prelacaniana, mantuvo siempre con respecto a la práctica psicoanalítica.
Entonces en esta deriva, un elemento que parece que sería interesante evocar frente a ustedes es el siguiente (como dije antes, presento distintos escenarios y ahora después vemos el sentido que tiene que yo presente esto para ir preparando mi culminación): hay un filósofo italiano que ha producido un gran atractivo entre los intelectuales, y que muchos de ustedes conocerán, que es Giorgio Agamben.
Es difícil entender qué quiere decir, pero si uno es lacaniano no va a retroceder porque encuentre a un filósofo esquivo o ambiguo. Es difícil saber, porque gusta de hacer muchos recursos a la etimología, porque tiene a veces un afán genealogista, es decir, la idea de que a través de la etimología uno puede leer las estructuras, que es una cosa que les gusta a los filósofos y que en cambio a los psicoanalistas no nos dice mucho. Tal vez este sea un capítulo de las relaciones diversas entre la neurosis obsesiva y la filosofía contemporánea.
Pero hay unas tesis de Agamben, que sabemos que en su día leyó a Lacan –por ejemplo en Estancias todavía lo citaba, después lo dejó de citar—, hay unas tesis de Agamben que tienen una resonancia particular con Lacan y que parece que deberían ser tomadas en cuenta en un debate sobre inserción y des-inserción, porque son unas tesis muy extremas; habría incluso que preguntarse por qué tuvieron tanto éxito.
La tesis de Agamben es que en las sociedades modernas, lo propio y específico de las mismas, el verdadero paradigma para pensarlas ya no son las ciudades, como ocurrió en muchos pensadores anteriores sino el campo de concentración, que lo propio de la modernidad es este carácter trágico, que lo moderno se tiene que pensar a partir del campo de concentración. Es bastante extrema la posición. Mas que en el Otro de “las Luces”, Agamben sitúa toda su indagación, en lo que Lacan denomina la”oscura autoridad del Otro”. Lo que caracteriza al poder Soberano en la modernidad es la capacidad de decidir sobre el excluido, que Agamben llama la “nuda vida” y que todos los traductores se han puesto de acuerdo en formularlo así; la “nuda vida”, en griego zoé, que a diferencia de la vida articulada al discurso, que es el bios, es vida desnuda de toda determinación.
Aquí es difícil entender a Agamben, pero haremos un esfuerzo de posible transmisión. Agamben dice que, a diferencia de lo que creía Hobbes, donde el estado de naturaleza era abandonado, “donde el hombre es el lobo del hombre” queda atrás, para llegar así a una relación contractual donde todos deponen sus instintos destructivos hacia los demás para ingresar al pacto simbólico contractual. Agamben sostiene que no hay tal naturaleza contractual del soberano, porque lo que distingue al soberano moderno es la capacidad de matar al excluido sin que eso sea un homicidio, y sin que eso sea tampoco sacrificable.
“La vida nuda” es esa vida que se puede matar sin que pase nada, y sin que sea sacrificio, porque si es sacrificio todavía hay Otro, todavía le estamos tributando; si hay sacrificio todavía se lo estamos ofreciendo a algún Otro. Si hay homicidio todavía estamos bajo el discurso jurídico, es decir, estamos todavía bajo las leyes de la ciudad. El soberano no se constituye ahí. El soberano necesita, dice Agamben, de un espacio de indistinción en donde no se sepa muy bien si realmente se está vivo o muerto, si uno está en la nuda vida o en su exterior; en definitiva, lugares donde no se pueda determinar si uno está en el interior o en el exterior. En cualquier momento uno cae de un lado, en donde el soberano puede decidir hacer lo que quiera, y además, no recibir por ello ningún castigo porque hace lo que quiere sin sancionarlo simbólicamente, lo cual no quiere decir que exista ahora un soberano que se dedica a matar gente por la calle. Se la mata, la gente se muere, pero lo interesante de Agamben es que no lo ve como una anomia ni como una anomalía de lo social, sino como el rasgo constitutivo del poder soberano, a saber: el estado de decepción
Que existan excluidos, que van desde “el musulmán del campo de concentración” al del estado comatoso donde su cuerpo ha quedado reducido a la nuda vida, y sin embargo se mantiene su nombre propio, hasta el extranjero exiliado que va de aeropuerto en aeropuerto mientras no encuentra jamás el lugar de inscripción simbólica, en fin, hay un montón de ejemplos de lo que él llama el homo sacer, la nuda vida, que –esta es la originalidad de Agamben— le es consustancial al Amo moderno. No es un elemento que sucede a pesar del Amo: el Amo no sería el Amo sin esta exclusión radical que hace a la vida matable, sin que sea homicidio ni sacrificio. Es decir, que se pueda matar sin que esto comporte nada. Para darle más calor a esta cuestión, recuerdo ahora lo que en su día Walter Benjamín llamo “la violencia pura, revolucionaria, de redención” donde también se abría una consideración en un sentido inverso pero simétrico: matar sin que haya crimen en nombre de la justicia revolucionaria, siempre distinta al Derecho instituido. Pero volviendo a nuestro tema, el que está en la nuda vida no puede ignorar, como dice Agamben, al bando soberano. Él está en el exterior absoluto, supónganse que es un homeless, está en el abandono total, vive en la calle, no tiene ningún tipo de atención, está en el desamparo, pero sin embargo el bando soberano lo puede tener en cuenta en cualquier momento, en un modo equivalente, a cuando Lacan sitúa a la mirada del Otro como algo frente a lo cual siempre estamos disponibles.
Él está fuera, pero a la vez está dentro, como en los textos de Kafka, es un anudamiento entre la ley y el estado de excepción. Porque lo que va a venir a decir Agamben aquí es que el estado de excepción –el campo de concentración es un ejemplo de estado de excepción— se ha vuelto la “norma” de la vida contemporánea. Tal vez valga la pena recordar que se dice la Norma y no la Ley. Como ustedes ven, Agamben es muy extremo, pero él piensa que, tendencialmente, la biopolítica de la que hablaba Foucault encuentra en esto su verdadera razón de ser, el hecho de que el soberano necesite cada vez más de la nuda vida para, precisamente, constituirse como bando soberano.
Es decir, el soberano actual no necesita los contratos, necesita el estado de excepción: necesita lugares donde no se sepa bien si uno está adentro o afuera, si está preso o libre, que uno no sepa bien qué techo simbólico lo protege.
Donde está verdaderamente su poder es en el hecho de que haya cada vez más personas que no sepan a qué atenerse, ni sepan dónde están; esto vuelve al poder actual “umhimlche”.
Entonces es un escenario, filosófico esta vez, que sería interesante tenerlo en cuenta en este tema de la inserción y la des-inserción. Trato aquí de transformar un escenario filosófico en un signo del malestar de la cultura propio de esta época, tal vez este sea un modo de ejercer la “antifilosofía”
¿Qué es lo que, a mi juicio, se le podría objetar a Agamben? Pero haciendo esta objeción a Agamben (y con esto termino) quisiera también introducir un debate respecto al psicoanálisis, y para esto tengo que remitirme a una historia personal del comienzo de mi formación, ya muy lejos en el tiempo, en los años ’70. Un debate respecto a la historia del psicoanálisis. En los años ’70 –creo que aquí hay algunos que van a recordar esto—, antes de que fuera derrotada a escala mundial la izquierda, se hizo muy fuerte la idea de que los enfermos mentales, los locos, los psicóticos, los desinsertados, los excluidos, eran “figuras del oprimido”. Tal vez esto hoy en día suene muy extraño a ustedes, pero quiero mostrar que esta sencilla caracterización introduce un cambio de perspectiva que, para mí, está ausente en el debate de la inserción y des-inserción y en todo lo que se dice actualmente sobre este debate.
¿Qué es lo que señalaba este pequeño detalle? El problema que teníamos en aquel entonces era que, realmente, el sujeto histórico que, objetivamente, por su posición en el aparato productivo, estaba destinado al proyecto de la revolución era la clase obrera, que por su lugar objetivo en el aparato productivo y por su relación con la explotación de la fuerza de trabajo, estaba destinada, con el trabajo político correspondiente de las vanguardias, al proyecto revolucionario.
Entonces los locos, las putas, los desinsertados, el lumpen, ¿qué se hacía con ellos? Entonces apareció la lectura de Franz Fanon, que también para ustedes puede ser muy extraño, pero que lo prologaba Jean-Paul Sartre, y que explicaba, precisamente, se podían establecer, como diría ahora Laclau, cadenas de equivalencias con todas estas figuras de la opresión.
De esa manera, fue ganando terreno en el campo de la Salud Mental de aquella época la idea de que la práctica de la salud mental era una práctica política, de tal manera que hubiera sido motivo de risa para todo el mundo hablar de precariedad simbólica, porque es como si se hubiera dicho: precariedad simbólica, ¿de quién? ¿De la burguesía, de los que tienen cuentas en el banco? ¿Fracaso escolar de quién?
Primero se hubiera preguntado: de quién, dónde y cómo, porque, efectivamente, como se aceptaba que había un antagonismo constitutivo de la sociedad –y creo que esto no choca con la idea de Lacan—, es decir, la división del sujeto es una división inherente también a la estructura colectiva, como se pensaba que había un antagonismo, la precariedad simbólica, el fracaso escolar, la des-inserción, todos estos términos exigían preguntarse en qué lugar de la estructura productiva estaban estos sujetos para que se pudiese llegar a la orientación político-clínica pertinente.
Obviamente se consideraba que no era lo mismo la precariedad simbólica teniendo 10 millones de euros en el banco que la cuestión de ser, por ejemplo, además de psicótico, un pobre y sin trabajo, y a la vez sin ningún tipo de contención social, como se decía en aquel tiempo.
Con esto quiero señalar que, aunque había una lectura demasiado “metafísica del antagonismo” –porque el antagonismo rápidamente se nombraba y se daba por hecho, y, gracias a Lacan hemos entendido que el antagonismo no puede ser nombrado tan rápidamente, y que además no se presenta de una manera positiva, ya dada, mas bien hay una dislocación real, el término es de Laclau, imposible de suturar, alrededor de la cual, eventualmente el antagonismo puede construirse, siempre y cuando el mismo se elabore políticamente. Lo cierto es que al estar presente en esa época la idea de antagonismo, tomaba mucha fuerza la idea de grupo, es decir, el psicótico, el lumpen, el desinsertado, el que no encontraba ningún lugar, el que estaba todo el tiempo realizando acting-out, el que se quedaba a cada rato sin trabajo, el que se quería suicidar porque no había obtenido los mismos logros que los de su generación, etc., encontraba o se intentaba que encuentre, en el grupo, la suplencia, precisamente, de esa des-inserción.
Pero ese grupo –por eso Pichon Rivière fue tan fuerte en ese momento, me refiero al caso argentino— tenía siempre algo que iba más allá de lo psicopatológico, tenía una tarea que se llamaba así “el esquema comunicacional referencial operativo”; tenía una vocación operativa, es decir, se trataba de situar a los sujetos en grupo porque, en definitiva, se trataba de volverlos a introducir en el único discurso que puede volver a articular a un sujeto al lazo social cuando ha perdido todo, que es la política, por supuesto no se trataba de la política que ahora se nos presenta como cálculo utilitario de los semblantes, se trataba de la política como invención de un “saber hacer ahí” con el malestar, pero dominada finalmente, y este fue su impasse por las lógicas identificatorias. La política era el único discurso que tenía un sujeto para poder volverse a inscribir en el Otro, cuando se había destruido todo, cuando interpretaba a la vez que esa destrucción le afectaba a él de una manera en donde él podía, sin forzar demasiado las cosas, hacer equivalencia con otras destrucciones semejantes que se daban en el orden social.
Entonces la política era la posibilidad simbólica que tenían los sujetos de re-articularse en un discurso, y sobre todo porque esta política tenía una función muy interesante, que si era por su acción que estaba fuera de la ley, fuera de la ciudad, estaba fuera de la ley de ellos, los enemigos. Se trataba de tener otra ley porque al estar todo inspirado en el antagonismo, como decía Walter Benjamín, además de las leyes del Estado y de la sociedad, estaban lógicamente las leyes de la revolución. Se intentaba en aquel entonces lograr que el estar fuera del circuito de los aparatos ideológicos del Estado y de la Burguesía no desembocasen necesariamente en ser un pobre diablo desinsertado que ya no tiene nada, aún quedaba reconocer su lugar en la estructura para un nuevo punto de partida y esa aventura era la política.
Evidentemente, todo esto llevó a un gran impasse: el más importante fue que la pasión por la política produjo una indiferencia sobre la clínica, y se politizó todo tanto que ya nadie sabía verdaderamente cuál era la diferencia entre un neurótico y un psicótico.
Se descuidó tanto la clínica que toda la causalidad comprometida en la emergencia de la psicosis se terminó por desconocer, porque solo llegaban siempre los ecos sociales del problema, y la simplificación sobre el sujeto, aquella reducción a su identificación política, terminó derivando en la peor simplificación de la política
En Italia Franco Bassaglia, y aquí en España Tosquell, y el propio Deleuze con su Anti-Edipo, viendo las virtudes revolucionarias del esquizoanálisis, fueron alcanzados por esta onda.
Evidentemente, es una onda, que desde la perspectiva histórica actual, nos permite hacer un examen, tanto del impasse de la política por desconocer al sujeto, como también un impasse de la clínica por también desconocer al sujeto. Es decir, los dos discursos quedaron entrampados en su represión de lo que era realmente el sujeto del inconsciente: la política forzaba las identificaciones, porque no había política sin identificaciones, y a la vez la clínica era cada vez más desconocida porque había que encajar como fuera a la figura del psicótico en la figura del excluido de lo social, del oprimido por la sociedad, el loco que desconocía su propio potencial revolucionario, como decía incluso el mismo Deleuze del esquizofrénico.
Efectivamente, no se puede desconocer lo que estoy admitiendo de inmediato: el impasse. Pero sin embargo, rescataría el elemento del antagonismo, es decir, aquello que falta al en el discurso de Agamben y en otros discursos contemporáneos.
Agamben ve un soberano que tiene cada vez más la tendencia de realizarse como soberano generando excluidos: zombies, vampiros en el mundo, lo que ustedes quieran, la “nuda vida”, algo que no podemos distinguir entre el animal y el humano, pero no existe en su discurso ninguna apertura hacia lo que podría ser una confrontación política, de carácter antagónico y con posibilidades de transformación.
Que el antagonismo ya no se pueda nombrar “burguesía”, o “clase obrera”, bien, pero aquí no hay una sociedad donde todos tienen los mismos intereses, y todos padecen de la misma manera los efectos del mercado o las consecuencias del llamado “estado de excepción”. Esta misma cuestión se puede remitir al debate sobre inserción y desinserción. Rescato de aquella época del grupo y de la politización de la práctica de la salud mental el elemento que permitía articular simbólicamente a los sujetos a un discurso político inspirado en el hecho de que había algo constitutivo en todo lazo social que era el antagonismo.
Creo que si uno quita el antagonismo su función, fracaso escolar, precariedad simbólica, desinsertados, ¿qué se va a hacer con ellos? ¿Y para quién, y en dónde? ¿Qué otra cosa que colaborar para que la cosa marche? Entiendo que esto no es solo un problema de los psicoanalistas, y que tampoco hay del lado de la política europea actual ningún proyecto de transformación que asuma el antagonismo como tratamiento del malestar.
Por lo tanto, tengo que volver a la vieja tesis de que el psicoanálisis fue muy fecundo en la medida en que fue “un síntoma de la izquierda”, encarnaba aquello que en la izquierda no se podía metabolizar políticamente. Claro, cuando no hay más izquierda, el psicoanálisis mismo entra en sus rumiaciones pequeño-burguesas, como por ejemplo hablar de precariedad simbólica, sin analizar aunque sea un instante de que precariedad hablamos. No digo que no se suicide un señor millonario, se están suicidando muchos ahora.
No digo que el sujeto rechazado que tiene una gran fortuna no se pegue un tiro por un delirio melancólico de ruina, no se trata de desmentir la clínica psicoanalítica en sus preceptos esenciales. Pero convengamos que si uno ve el ejército de fracasados escolares, los desinsertados de las escuelas secundarias, los psicóticos cronificados, vuelve a constatar lo mismo y mas aún que en los años ’70, que es un mismo sector social el que en general nutre todo, con alguna excepción.
Por lo tanto, creo que todo este debate, si se sustrae de una caracterización seria de cuál es el Otro social en el que estamos insertos, me parece que vuelve a un impasse ahora del otro lado.
En realidad, lo que sería verdaderamente un desafío es pensar lo común fuera del campo identificatorio. Lo que verdaderamente introdujo Lacan como problema político, a mi juicio, es hasta donde puede pensarse lo Común sin matar lo singular, o dicho de otro modo, un anudamiento entre lo común y lo singular en su mutua correspondencia.
Este sería verdaderamente el problema, y hay algunas pequeñas señales, porque como lo señalé en mi texto de La izquierda lacaniana, hay un cierto duelo marxista que se está haciendo dentro de la enseñanza de Lacan y al que creo que hay que atender, en los pensadores post-marxistas que toman a Lacan como lugar de elaboración del duelo, y que me parece que pueden tener en su horizonte este problema: lo común y lo singular.
Bueno, muchas gracias por escuchar estas derivas tan improvisadas.
[…]