Manuel Fernández Blanco
Carreras ilegales
Lunes 18 de febrero de 2008
El pasado domingo, más de cien conductores estaban dispuestos para participar, en una carretera abierta al tráfico (la cuesta de la Sal, en la N-VI), en carreras ilegales con sus vehículos. En los bordes de la carretera, un público numeroso esperaba para contemplar el espectáculo. No me parece aventurado suponer que algunos de los presentes estuvieran preparados para filmar y facilitar la exhibición posterior de las carreras.
Se podría pensar que todo esto supone una burla a la ley y, tal vez, para algunos se trate de eso, de una satisfacción ligada al riesgo, pero también a la transgresión. Para otros, la ley, que es siempre un valor simbólico, puede resultar indiferente. Sea de una manera u otra, cuando la ley no supone un límite interno, el acto se impone. Estas carreras suponen un triunfo del no pienso, que aboca al tonto y loco acto que solo interroga a sus autores cuando ya las consecuencias en forma de muertes, accidentes y lesiones se imponen en lo real.
La abolición del pensamiento impone el privilegio de la imagen, del dar a ver y del impulso al que solo le pone límite la fractura del cuerpo. Como la ley no está interiorizada, la muerte se convierte en el amo absoluto a quien estos sujetos, lo sepan o no, rinden culto y sumisión. Por eso, solo detiene esta orgía mortífera la presencia física de los representantes de la ley. En este caso, fue la Guardia Civil la que, con su presencia real, impidió la celebración de este carnaval de la muerte.
Independientemente de su edad, los protagonistas de estas carreras, y quienes los jalean, son niños. Los niños solo renuncian a hacer lo que está mal o les perjudica, en presencia de sus padres o de quienes se lo prohíben. Tal vez le tengamos que dar la razón a Jacques Lacan, quien profetizó que cada vez sería más difícil encontrar un adulto de verdad. En la sociedad del bienestar asistimos, paradójicamente, al empuje a ir más allá del principio de placer, de la homeostasis. Por eso las diversas manifestaciones de la pulsión de muerte se extienden. Así vemos cómo se generalizan las conductas violentas y los consumos adictivos. En esta dinámica, el riesgo ha pasado a ser un objeto de consumo más para muchos sujetos que, por ignorar la muerte, la encuentran.
El pasado domingo, más de cien conductores estaban dispuestos para participar, en una carretera abierta al tráfico (la cuesta de la Sal, en la N-VI), en carreras ilegales con sus vehículos. En los bordes de la carretera, un público numeroso esperaba para contemplar el espectáculo. No me parece aventurado suponer que algunos de los presentes estuvieran preparados para filmar y facilitar la exhibición posterior de las carreras.
Se podría pensar que todo esto supone una burla a la ley y, tal vez, para algunos se trate de eso, de una satisfacción ligada al riesgo, pero también a la transgresión. Para otros, la ley, que es siempre un valor simbólico, puede resultar indiferente. Sea de una manera u otra, cuando la ley no supone un límite interno, el acto se impone. Estas carreras suponen un triunfo del no pienso, que aboca al tonto y loco acto que solo interroga a sus autores cuando ya las consecuencias en forma de muertes, accidentes y lesiones se imponen en lo real.
La abolición del pensamiento impone el privilegio de la imagen, del dar a ver y del impulso al que solo le pone límite la fractura del cuerpo. Como la ley no está interiorizada, la muerte se convierte en el amo absoluto a quien estos sujetos, lo sepan o no, rinden culto y sumisión. Por eso, solo detiene esta orgía mortífera la presencia física de los representantes de la ley. En este caso, fue la Guardia Civil la que, con su presencia real, impidió la celebración de este carnaval de la muerte.
Independientemente de su edad, los protagonistas de estas carreras, y quienes los jalean, son niños. Los niños solo renuncian a hacer lo que está mal o les perjudica, en presencia de sus padres o de quienes se lo prohíben. Tal vez le tengamos que dar la razón a Jacques Lacan, quien profetizó que cada vez sería más difícil encontrar un adulto de verdad. En la sociedad del bienestar asistimos, paradójicamente, al empuje a ir más allá del principio de placer, de la homeostasis. Por eso las diversas manifestaciones de la pulsión de muerte se extienden. Así vemos cómo se generalizan las conductas violentas y los consumos adictivos. En esta dinámica, el riesgo ha pasado a ser un objeto de consumo más para muchos sujetos que, por ignorar la muerte, la encuentran.