Blog AMP enero 2019
Hacia una normalización del Eros
El número de síntomas que constituye la unión de dos seres es indefinido. Y ello mucho más en tanto, en los tiempos actuales, el número de esos síntomas no cesan de crecer y de multiplicarse: consumo de parejas diversas y variadas, concubinato, unión libre, coparentalidad, matrimonio laico o consagrado por la Iglesia, relación episódica y errática, y muchas más. Todas esas modalidades de la pareja existen hoy. Pero el matrimonio queda como un síntoma normal como lo apunta Jacques-Alain Miller. Esa institución permanece en efecto como una institución de importancia en varios países del mundo. Los debates que han rodeado el matrimonio para todos en Francia, un tipo de unión del cual se discute aún en las mediaguas prueban bastante de ello.
Pero hetero u homo, ¿qué es lo que verdaderamente está en juego en el matrimonio? Son numerosas las parejas que se aman bastante como para tener hijos y unirse a ese título por la eternidad por el sesgo de una progenie que compartirán toda la vida, rehusando completamente unirse por el lazo del matrimonio. Lo que está en juego en el matrimonio no es entonces la unión eterna, pues el divorcio constituye una vía de salida muy empleada hoy. Pero lo que está en juego en el matrimonio no se resume sin embargo tampoco a “un [simple] pedazo de papel”, como lo pretenden aquellos que miran a ese síntoma con un ojo crítico, los mismos que lo recusan muy a menudo en nombre de que el matrimonio sería una institución muy normal, justamente.
Aquellos que recusan el matrimonio a ese título nos revelan no obstante una cierta verdad en cuanto a la pareja. Mientras que el matrimonio es un contrato legal que liga voluntades conscientes, la pareja casada (o no), es de otro orden: liga síntomas que consuenan[1], modos de gozar que compaginan como ladrón en feria. Y es justamente esa verdad de la pareja, un goce de la pareja, que no se deja reabsorber en el marco legal que ofrece el matrimonio. Si el matrimonio se resumiera no obstante a un pedazo de papel, no se haría tantas galas, ni para casarse, ni para no hacerlo. Es lo que está en juego lo que constituye la elección de casarse (o de no hacerlo) que da finalmente una idea del carácter eminentemente sintomático del matrimonio. Pero si avanzamos sobre lo que es lo que está verdaderamente en juego en el matrimonio, avancemos aún más para saber lo que es.
Ninguna relación, pero casi
Con algunas excepciones aproximadamente, el matrimonio incluye, en nuestras tierras, la dimensión del amor. Aquellos que se casan, lo hacen, aunque ya supongan que, entre ellos, no hay relación[2]. Ustedes me dirán que hace un momento hice valer lo contrario afirmando que, en la pareja, los individuos encuentran una suerte de armonía inconsciente en la consonancia de su síntoma, esa armonía vivida bajo el modo de la queja perpetua del Otro de la pareja. Eso no impide que los dos Unos de la pareja casada (o que prescinden de ello) no tienen fundamentalmente relación, justamente más acá del amor, a menudo teñido de reproches y a veces aun de odio, que experimentan el uno por el otro.
La prueba de ello es palpable justamente en esa queja que suscita el Otro de la pareja y que se la confía al analista en la esperanza de encontrar una salida al síntoma que la pareja constituye. Esa queja es lo que atestigua de la no-relación, del hiato, de la hiancia entre dos personas que forman una pareja, mientras que la longevidad de su pareja, la satisfacción que sacan de ello para hacer durar esa pareja atestigua de la seria suplencia que encuentra esa no-relación en el amor, y eventualmente en el matrimonio que le da un marco legal y normado. En efecto, la no-relación funda el lazo entre hombre y mujer, pero también entre mujer y mujer, u hombre y hombre, y como tales, los homosexuales son también tan elegibles al matrimonio como los heterosexuales.
Así, a partir de que el amor es invitado al matrimonio, aquel pasa del síntoma de la no-relación entre dos seres al síntoma de su amor. Además, el amor siendo él mismo el síntoma de la no-relación sexual, el matrimonio se convierte desde entonces en el síntoma del síntoma, síntoma al cuadrado. Síntoma del amor, él mismo síntoma del real de la pareja, el matrimonio se funda en la alianza entre el orden simbólico en el cual el matrimonio se sella y aquel del goce en el que una pareja encuentra su armonía disonante. Si el matrimonio era de antaño hecho para excluir el hecho de que “el amor es hijo de la bohemia, que nunca, nunca ha conocido ley”, como lo dice Carmen, desde que se casa por amor, el matrimonio (y el PACS también) no excluye ya ese goce del amor fuera de la ley de su marco legal.
¿A qué nos casamos verdaderamente?
La conjunción del amor y del matrimonio, que remonta al Papa Inocente III[3], permite justamente esposar aquel o aquella que se ama o con quien eso resuena auténticamente, lo que abre también una vía a la posibilidad de casarse con todos y con cualquiera, con tal que se goce de ello más y mejor que del resto. En Japón, una mujer se casó consigo misma en presencia de su madre, dando así un marco legal a la armonía que encuentra en su propia companía.
Si el matrimonio de amor humaniza el orden simbólico que enmarca el goce de la pareja, también revela lo que de antaño el matrimonio hacía olvidar, a saber que el cónyuge verdadero de una existencia no es siempre la persona “a quien le unen los lazos de matrimonio, ni tampoco la persona con la que comparten [vuestro] lecho”[4]. En efecto, que se piense solamente, como nos invita Lacan y Jacques-Alain Miller, en el matrimonio de André y Madeleine Gide, matrimonio en el cual André Gide escribiese su correspondencia como intermediaria, cartas que él atesoraba más que a la mujer a quien se dirigían. Es por ello que Madeleine Gide, quemando la correspondencia de su marido para castigarlo por haberse ido lejos, no se equivocó. Su acto interpretaba a su marido cuyo verdadero partenaire era su correspondencia amorosa mientras que su esposa no era, en cierto sentido, más que una oportunidad de escribir esa correspondencia.
¡Que viva la novia!
La ceremonia del matrimonio prescribe entonces un acuerdo simbólico entre seres fundamentalmente sin relación el uno con el otro[5], sostengamos que es justamente lo que el lujo de la ceremonia -cualquiera que sea el grado- intenta hacer olvidar con más o menos júbilo. Y en lo que participa en esa pompa, situemos el foco en la piedra angular de todo el edificio, a saber, el traje de la novia, ese vestido que tomará tal vez un estilo rock, ese vestido que será talvez más rojo que blanco, ese vestido que se hará tal vez pantalón, incluso blue-jean, ese vestido simple, o sofisticado al gusto, todo el mundo lo contemplará como sea, así como contemplará su ausencia si falta. Ya que ahí se trata de un semblante eminente, en los matrimonios heterosexuales ciertamente, pero también en los de lesbianas, aunque ese semblante tome prestado a veces otras vías.
Ya que, para el gran día, la novia será vestida con un traje que corta con su estilo vestimentario cotidiano y lo sobrepasa. La laicización del matrimonio y la pluralización de los trajes en los cuales se dice “sí”, nos interrogan paradojalmente sobre la permanencia del vestido de novia, vestido otrora reservado para las pompas de la unión consagrada. La importación del vestido blanco en los municipios, su permanencia a pesar de los tiempos que cambian, su laicización, en resumen, son prueba de que la novia debe ser bella, muy bella, ¡y tal vez aun la más bella”! Que entonces esté en vestido blanco o en jean, es necesario que sobresalga, entre tantas otras mujeres invitadas a la boda y con ella misma, sobre todo rompiendo con su estilo cotidiano.
El matrimonio es tal vez entonces la única ocasión en la vida en la que una mujer debe ser más bella (al menos en derecho) que todas las otras mujeres sin que ese “más bella” no sea en relación con una rivalidad femenina cualquiera. Así, es sabido, que las otras mujeres que asisten al matrimonio no pueden competir con la novia. Y si la elegancia de las invitadas está hecha para honrar a sus anfitriones, es conveniente que las invitadas calcen con el estilo de la novia, de manera tal de vestirse de acuerdo con el “ánimo” del matrimonio, sin sobrepasarla en elegancia. Invitadas a un matrimonio con o sin dresscode, es conveniente entonces, para las mujeres especialmente, no estar ni over ni underdressed bajo pena de hacerse ver con malos ojos. En esa circunstancia una atención tal a los semblantes vestimentarios es hecha especialmente para hacer honor a los novios al mismo tiempo que se participa en el hacer resplandecer a la novia.
La imagen de una mujer más bella ese día en relación con todos los otros los días de su vida, es sin duda algo que relacionar con lo que se juega para ella, íntimamente, cuando se compromete con un hombre, así como con lo imposible. Se nos replicará que el hombre se compromete en el matrimonio, se compromete también con una mujer, así como con lo imposible. Ciertamente no es falso. Pero precisamente, el semblante vestimentario nos indica bastante que al comprometerse el uno con el otro, así como con lo imposible, hombres y mujeres no se afrontan al mismo real, o más bien, que la modalidad de los semblantes que convocan para la ocasión, no responde de la misma manera al real en juego.
Mientras que el novio no sobresaldrá a menudo sino por la elegancia de su traje del cual otros hombres presentes en la boda no tomarán prestado sino eventualmente los códigos (mismas corbatas para el novio y sus allegados -padre, hermanos, testigos…), la novia implica ser ella misma más bella como nunca lo ha sido, usando con su traje, un semblante a la altura del real en juego, y distinguiéndose de todas las mujeres presentes ese día[6].
Ese uso de los semblantes específicos del matrimonio alcanza su paroxismo en los Estados Unidos donde, como un gran número de comedias románticas y de series made in USA lo demuestra, es costumbre vestir a las mujeres jóvenes allegadas a la novia con un vestido a la vez sobresaliente a menudo por su color vivo, pero que todas lo usarán idénticamente, confundiéndose así las unas con las otras.
La novia se compromete así sola con un hombre[7] en el régimen del no-todo, mientras que, en los Estados Unidos, sus amigas forman un todo del cual ella se desprenderá del modo más explícito, por ende. Si se tiene la costumbre de oponer el hecho de estar sola a aquel de ser la única, ese día la novia es precisamente la única entre las mujeres que asisten a su dicha de experimentarse tan alegremente sola, es decir, justamente lista para encontrar al Otro desde su propia inconsistencia así experimentada.
En efecto, he allí una especificidad del matrimonio la de presentar al mundo, en un momento marcado por la intensidad, la decisión de un compromiso llamado a durar -en derecho, al menos. Así se aclama siempre a los recién casados -y especialmente a la novia- con esa interjección debida al cuidado que habrá tomado en entrelazar lo real y los semblantes ese día con un sonoro: “¡Que viva la novia!”.
Conclusión
Cualquiera que sea la forma que toma finalmente toda suplencia a la no-relación sexual, el agujero sobre el cual la pareja toma apoyo llama al compromiso sobre un fondo de incertidumbre, incluso de imposible. El sí que se proclama así en la ceremonia del matrimonio, ese sí performativo por el cual dos seres se unen, ese sí está ahí para hacernos escuchar la dimensión de la afirmación en la cual ninguna certeza a priori podría ser garante[8]. Es justamente lo que produce, hasta nuevo aviso, la fuerza de su compromiso ante los testigos, compromiso que desafía como tal cualquier norma, para lo peor sin duda, pero también -¿se lo dice lo suficiente?- ¡para lo mejor!
Tradução Patrício Moreno Parra
Revisão Ruth Gorenberg