El Bloc-Notes de Bernard-Henri Lévy
París, 15 de octubre 2009
FRANCE TELECOM, MANUAL DE INSTRUCCIONES
Por supuesto que un suicidio es un misterio. Por supuesto que nada es más azaroso, peligroso, incluso odioso, que querer interpretar, a posteriori, actos a menudo sin palabras y que eligen, en esos casos, ocultarse tras su propio secreto.
Y por supuesto que, en ese misterio, el sufrimiento más subjetivo, personal, íntimo, indecible, inconfensable, tiene siempre, y forzosamente, su parte.
Lo que no obsta.
Esos ya famosos suicidios de empresa que enlutan France Telecom (pero también los de aquél banco, los del Renault o Peugeot, o los de la Educación Nacional…) son un fenómeno nuevo, aflorado hace diez años, y que tiene, por definición, unas razones y una lógica nuevas.
Lo poco que sabemos, lo poco que nos dicen los primeros resultados de las encuestas hechas sobre el terreno por los médicos, los investigadores o los sociólogos del trabajo que se han ocupado de esos dramas, indica que los 24 desesperados de France Telecom no eran ni particularmente vulnerables, ni oficialmente deprimidos, ni notoriamente desgraciados en su familia, en sus hogares, o en el amor.
Pero es que, además, podemos tomar el problema por el cabo que queramos, suicidarse así, elegir ir a morir, no en un puente, no en una estación de tren o tras la puerta cerrada de su dormitorio, sino en su oficina, matarse pues, literalmente, en el trabajo, ondear el propio cadáver delante de su empresario y hacerle así un último y envenenado regalo, inmolarse sobre el altar de una entidad colectiva a la que se le ha consagrado una gran parte de la existencia y que se ha convertido, para él, en un monstruo nuevo y frío que, como los dioses de Anatole France, están sedientos de la sangre de sus adeptos— hace que el mensaje sea bastante nuevo y que, en algunos casos, cuando el suicida deja una carta, sea lo bastante explícito y claro como para que nos tomemos la molestia y terminemos de una vez de hacer la política del avestruz.
Son tres cuestiones lo que, en verdad, revela esta epidemia de suicidios:
1. Una forma de presión – los asalariados lo llaman acoso moral o gestión por el estrés y el miedo – que no existía sin duda en el mismo grado en el mundo hasta ahora.
2. La importación al universo de la empresa de una cultura de la evaluación acerca de la que hemos sido algunos, con Jean-Claude Milner y Jacques-Alain Miller (¿Desea ser evaluado?, Miguel Gómez ediciones, Málaga, 2007), Agnès Aflalo (L´assassinat manqué de la psychanalyse, Ed. Cécile Defaut, 2009) o bien Charles-Yves Zarka (Cités, número 37), los que hemos advertido, desde hace años, que se trataba, literalmente, de una cultura de la muerte y para la muerte.
3. La caída, en fin, de los sistemas de solidaridad que, en otros tiempos, hacían de almohadilla y que esta ideología de la evaluación, es decir la de las competencias individuales, es decir, la del « cada uno a lo suyo » y la del « camina o revienta », ha desvastado metódicamente: ¿cuántos obreros desmoralizados, debilitados, desfallecidos eran protegidos antiguamente por los compañeros?, ¿a cuántos holgazanes les han dicho los compañeros « está bien, has bebido mucho, no vayas esta mañana, haremos lo tuyo »?, ¿cuántos empleados, hasta hace unos años, han estado a punto de abandonar pero se han mantenido a toda costa en el circuito gracias a una cadena de amistad y de ayuda mutua?, todo eso ha volado en pedazos por el doble golpe de la agonía de los sindicatos y del poderoso ascenso de la cultura del egoísmo; nada de eso funciona ya en la nueva cordada social basada en la movilidad furiosa y la parcelación de los puestos de trabajo; se está tan solo así, tan desesperada y definitivamente solo, como lo estaban antiguamente los campesinos cuando eran ellos lo que tenían el triste record del número de suicidios en el trabajo.
Entonces, lo repito, tenemos que evitar interpretar de más.
Tenemos que resistir a la tentación de encontrar un solo y único culpable cuya designación, como por encantamiento, lo resolvería todo. Y aunque hayan sido pronunciadas palabras innobles, y aunque la fórmula del patrón de France Telecom que reduce esta ola de suicidios a una « moda » (a pesar de haberse excusado), sea, evidentemente, incalificable, tenemos que evitar hacer de quien sea un chivo expiatorio.
Porque tenemos ahí un problema que es obvio y que, con la crisis de las subprime y otros hedge founds, nos obliga a preguntarnos por nuestro modelo económico y social.
Después de todo, la sociología moderna nació, con Durkheim, a partir de una reflexión sobre el suicidio.
Un libro sobre el suicidio, el de su discípulo Maurice Halbwachs, fue el que medio siglo después, puso las bases de las representaciones de la sociedad en las que vivimos hoy día.
Y no veo por qué nos tendríamos que privarnos, en la serie de Durkheim y de Halbwachs, de una reflexión sin concesiones sobre el nuevo malestar social, sobre un malestar cada vez mayor en la civilización de la que son testimonio, se lo quiera o no, estas tragedias en serie.
Lo peor sería no decir nada y trivializar sobre ello.
Lo peor sería considerar este fenómeno como formando parte de los riesgos del oficio o, más horrible todavía, ahogarlo en las estadísticas de la « mortalidad nacional » tan absurdas como indecentes.
Desdeñar el espejo en el que nos reflejan, sería matar otra vez a los muertos de France Telecom.
Traducción de Jesús Ambel, con la gentil autorización de autor, a través de los buenos oficios de Agnès Aflalo