Anfitriones de las VI Jornadas de la NEL
Bogotá 1947
Gabriel García Márquez
En aquella época todo el mundo era joven. Pero había algo peor: a pesar de nuestra juventud inverosímil, siempre encontrábamos a otros que eran más jóvenes que nosotros, y eso nos causaba una sensación de peligro y una urgencia de terminar las cosas que no nos dejaba disfrutar con calma de nuestra bien ganada juventud. Las generaciones se empujaban unas a otras, sobre todo entre los poetas y los criminales, y apenas si uno había acabado de hacer algo cuando ya se perfilaba alguien que amenazaba con hacerlo mejor. A veces me encuentro por casualidad con alguna fotografía de aquellos tiempos y no puedo reprimir un estremecimiento de lástima, porque no me parece que en realidad los retratados fuéramos nosotros, sino que fuéramos los hijos de nosotros mismos. Bogotá era entonces una ciudad remota y lúgubre, donde estaba cayendo una llovizna inclemente desde principios del siglo XVI. Yo padecí esa amargura por primera vez en una funesta tarde de enero, la más triste de mi vida, en que llegué de la costa con trece años mal cumplidos, con un traje de manta negra que me había recortado de mi padre, y con chaleco y sombrero, y un baúl de metal que tenía algo del esplendor del santo sepulcro. Mi buena estrella, que pocas veces me ha fallado, me hizo el inmenso favor de que no exista ninguna foto de aquella tarde.
Lo primero que me llamó la atención de esa capital sombra fue que había demasiados hombres de prisa en la calle, que todos estaban vestidos como yo, con trajes negros y sombreros, y que, en cambio, no se veía ninguna mujer. Me llamaron la atención los enormes percherones que tiraban de los carros de cerveza bajo la lluvia, las chispas de pirotecnia de los tranvías al doblar las esquinas bajo la lluvia, y los estorbos del tránsito para dar paso a los entierros interminables bajo la lluvia. Eran los entierros más lúgubres del mundo, con carrozas de altar mayor y caballos engringolados de terciopelo y morriones de plumones negros, y cadáveres de buenas familias que se sentían los inventores de la muerte. Bajo la llovizna tenue de la plaza de las Nieves, a la salida de un funeral, vi por primera vez una mujer en las calles de Bogotá, y era esbelta y sigilosa, y con tanta prestancia como una reina de luto, pero que quedé para siempre con la mitad de la ilusión, porque llevaba la cara cubierta con un velo infranqueable.
La imagen de esa mujer, que todavía me inquieta, es una de mis escasas nostalgias de aquella ciudad de pecado, en la que casi todo era posible, menos hacer el amor. Por eso he dicho alguna vez que el único heroísmo de mi vida, y el de mis compañeros de generación, es haber sido jóvenes en la Bogotá de aquel tiempo. Mi diversión más salaz era meterme los domingos en los tranvías de vidrios azules, que por cinco centavos giraban sin cesar desde la plaza de Bolívar hasta la avenida de Chile, y pasar en ellos esas tardes de desolación que parecían arrastrar una cola interminable de otros muchos domingos vacíos. Lo único que hacía durante el viaje de círculos viciosos era leer libros de versos y versos y versos, a razón quizá de una cuadra de versos por cada cuadra de la ciudad, hasta que se encendían las primeras luces en la lluvia eterna, y entonces recorría los cafés taciturnos de la ciudad vieja en busca de alguien que me hiciera la caridad de conversar conmigo sobre los versos y versos y versos que acababa de leer. A veces encontraba a alguien, que era siempre un hombre, y nos quedábamos hasta pasada la media noche tomando café y fumando las colillas de los cigarrillos que nosotros mismos habíamos consumido, y hablando de versos y versos y versos, mientras en el resto del mundo la humanidad entera hacía el amor.
Una noche en que regresaba de mis solitarios festivales poéticos en los tranvías, me ocurrió por primera vez algo que merecía contarse. Ocurrió que en una de las estaciones del norte había subido un fauno en el tranvía. He dicho bien: un fauno. Según el diccionario de la Real Academia Española, un fauno es « un semidiós de los campos y las selvas ». Cada vez que releo esa definición desdichada lamento que su autor no hubiera estado allí aquella noche en que un fauno de carne y hueso subió en el tranvía. Iba vestido a la moda de la época, como un señor canciller que regresara de un funeral, pero lo delataban sus cuernos de becerro y sus barbas de chivo, y las pezuñas muy bien cuidadas por debajo del pantalón de fantasía. El aire se impregnó de su fragancia personal, pero nadie pareció advertir que era agua de lavanda, tal vez porque el mismo diccionario había repudiado la palabra lavanda como un galicismo para, querer decir agua de espliego.
Los únicos amigos a quienes yo les contaba estas cosas eran Álvaro Mutis, porque le parecían fascinantes aunque no las creyera, y Gonzalo Mallarino, porque sabía que eran verdad aunque no fueran ciertas. En una ocasión, los tres habíamos visto en el atrio de la iglesia de San Francisco a una mujer que vendía unas tortugas de juguete cuyas cabezas se movían con una naturalidad asombrosa. Gonzalo Mallarino le preguntó a la vendedora si esas tortugas eran de plástico o si estaban vivas, y ella le contestó:
-Son de plástico, pero están vivas.
Sin embargo, la noche en que vi al fauno en el tranvía ninguno de los dos estaba en su teléfono, y yo me sofocaba con las ansias de contárselo a alguien. De modo que escribí un cuento -el cuento del fauno en el tranvía-, y lo mandé por correo al suplemento dominical de El Tiempo, cuyo director, don Jaime Posada, no lo publicó nunca. La única copia que conservaba se incendió en la pensión donde yo vivía el 9 de abril de 1948, día del bogotazo, y de ese modo la historia patria hizo un favor por partida doble: a mí y a la literatura.
No he podido eludir estos recuerdos personales leyendo el libro encantador que Gonzalo Mallarino acaba de publicar en Bogotá: Mafla, historias de caleños y bogoteños. Gonzalo y yo estábamos al mismo tiempo en la facultad de Derecho de la Universidad Nacional, pero no éramos tan asiduos en las clases como en el cafetín universitario, donde sorteábamos el sopor de los códigos intercambiando versos y versos y versos de la vasta poesía universal que ambos podíamos decir de memoria. Al final de las clases, él se iba a su casa familiar, que era grande y apacible entre los eucaliptus. Yo me iba a mi pensión lúgubre de la calle de Florián, con mis amigos costeños, con mis libros prestados y mis tumultuosos bailes de los sábados. En realidad, nunca se me ocurrió preguntarme qué hacía Gonzalo Mallarino en las muchas horas en que no estábamos en la universidad, dónde carajo estaba mientras yo daba la vuelta completa a la ciudad leyendo versos y versos y versos en los tranvías. He necesitado más de treinta años para saberlo, leyendo este libro ejemplar, donde él revela con tanta sencillez y tanta humanidad esa otra mitad de su vida de aquellos tiempos.
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