De tanto tropezar en la búsqueda por asir su propio sujeto, después de haberlo construido y desconstruido más de una vez, los feminismos parecían disolverse en la teoría de género, que desplazaba el acento hacia los “cuerpos que importan”(1), es decir, todos aquellos excluidos por la norma heterosexista, con el efecto de multiplicar identidades, que no por queer resultan menos segregativas. Pero además, esos cuerpos eran “cuerpos de papel, sin ningún verdor” (2) o, más precisamente, eran cuerpos–texto, y unos textos que cada quien podría editar o resignificar a su antojo, sin que medie obstáculo, privilegiando una subjetividad voluntarista y autobiográfica que resonaba cómodamente con el “empresario de sí mismo” del formateo neoliberal.
El movimiento feminista en Argentina avanzó contra esa lógica, desplazando la cuestión al menos por tres vías.
Bajo la consigna “Ni una menos” hizo irrupción una corporalidad según la cual cada cuerpo cuenta, uno por uno, radicalmente, al punto de que no es aceptable ni una menos. Dicho de otro modo: los cuerpos cuentan como serie y no como clase, prevaleciendo la lógica del no-todo, frente al “paratodeo” (3) que inexorablemente excluye algunos cuando afirma un universal, especialmente en clave identitaria.
El efecto inmediato fue una manifestación sin precedentes, en la que los cuerpos se arrojaron a la calle a sabiendas de lo inédito de la convocatoria. En el apretujamiento que se produjo cerca del Congreso de la Nación, una señora mayor que pugnaba por avanzar hacia la plaza exclamaba “¡La pucha que cuesta hacer Historia!”.
Pero además la vindicación “Ni una menos” –que en este punto conserva el género por más que paralelamente impulse el lenguaje inclusivo– hizo visible el odio a lo femenino, cuya forma más atroz fue por fin nombrada en su especificidad bajo la figura jurídica del femicidio. Es la vida lo que está en juego, la vida de las mujeres, asesinadas por su condición de tales. Entonces, esos cuerpos que cuentan, una por una, cuentan en tanto que vivas.
Según Jean-Claude Milner (4), hay una noción cuerpo, la del psicoanálisis, que a diferencia de las versiones religiosas y filosóficas, no supone un cuerpo creado o deducido, sino un cuerpo quenace, y en ello radica su real. Y es allí, cerca de la animalidad donde comienzan los derechos, que no son los del Hombre, ni cualquier otra entelequia, sino los derechos de los cuerpos hablantes, una por una.
Sucede además que esos cuerpos que nacen –y esta es la segunda cuestión, traída a colación con el debate por la despenalización y legalización del aborto– son cuerpos que nacen de cuerpos que gestan. Con el sintagma “cuerpos gestantes” no se trata de la idealización de la maternidad en la que había incurrido el feminismo de la diferencia –contra el que se alzó la teoría de Judith Butler–, sino de poner el acento sobre la condición particular de unos cuerpos que, a diferencia de otros, pueden, si así lo desean, gestar otros cuerpos. Entonces, de los “cuerpos que importan” a los cuerpos que gestan, se produjo otro desplazamiento radical, que va de la encerrona identitaria –figura de la “Yocracia”, al decir de Lacan (5)– a la hendidura que hace entrar el deseo como condición humanizante, tan incalculable como incoercible, con el añadido de hacer visible la faz más brutal de la explotación ejercida sobre los cuerpos que gestan.
Pero la cosa no acaba allí, porque poniendo la desigualdad económica en el centro de la demanda por el aborto legal, seguro y gratuito, la reivindicación pretende conectar el deseo, la elección, con las condiciones materiales para su ejercicio. “Conmigo no cuenten”, o “no voy a pagar tu aborto” son consignas que resumen bien la retorsión neoliberal del contrato social, según la cual los individuos podrían disponer del dinero del Estado, arrasando con lo público, pero también con cualquier noción de colectivo, de la índole que fuere. A contrapelo, el movimiento de las mujeres no sólo se inscribe entre las tradiciones que tienen por horizonte la igualdad de derechos, sino también entre aquellas que demandan la equidad de acceso a los recursos como parte intrínseca de la vida en comunidad. En el duro escenario global actual, ello implica situarse frente a una derecha feroz en su discurso y despiadada en sus métodos. Sin embargo, tampoco lo convierte automáticamente en un movimiento de izquierda, sino que interpela y horada las categorías tradicionales de partido, ideología y clase social.
Sirviéndose de la coyuntura, la gesta de los cuerpos que gestan logró anudar una genealogía –“hijas de los pañuelos blancos, madres de los pañuelos verdes”– con una estética de marea verde en las calle, los cuerpos cantando y bailando, ajenos a las “pasiones tristes” ¿acaso haciendo lugar a un real como goce de la vida?
Ese goce de la vida hace de contrapeso del derecho al goce (del Otro) que conduce directamente al tocador sadeano y sus variaciones contemporáneas convertidas en técnicas de gobierno. Quizás sea aquello a lo que aludía Spinoza cuando decía “que nadie sabe lo que puede un cuerpo”. Entonces, si “la chispa de un deseo puede cambiar a un sujeto, a una comunidad, a un país” (6), los efectos incalculados e incalculables de lo gestado por las mujeres argentinas todavía están por verse.