Intervención en el Foro Autismo, Barcelona,
11/12/2015
Estamos en una época en la que los modelos clínicos para el tratamiento de las diversas enfermedades se suceden a una velocidad creciente. Y ello es debido en parte a los avances técnicos, tanto en el procesamiento de datos informáticos como en los nuevos equipos de observación no invasiva del organismo humano.
Pero los avances tecnológicos no siempre significan un avance en los conceptos que deberían orientar y ordenar la clínica. Más bien puede suceder al revés. Así, en el campo de las llamadas “neurociencias”, lugar de referencia habitual de dichos avances en el campo de la salud mental, se ha señalado con razón el estado más bien precario de la consistencia de los conceptos utilizados. Por ejemplo, y para dar sólo una de las múltiples referencias que hoy encontramos sobre este tema, dos investigadores del Neurocentre Magendie de Burdeos, (Michel Le Moal y Joël Swendsen), han señalado recientemente que “las neurociencias han progresado más sobre la base de avances tecnológicos que no sobre la base de avances conceptuales”. El recurso constante a las nuevas técnicas provenientes de otras ciencias, como las imágenes por resonancia magnética (IRM) o similares, “ha conducido [así] a una visión progresivamente reduccionista del cerebro y de sus funciones”. Por otra parte, tal como señalan los mismos autores, las construcciones psicológicas que intentan escapar a este reduccionismo dejan en el más oscuro misterio buena parte de las conductas individuales observadas: “de hecho —acaban diciendo— la separación entre estas dos aproximaciones nunca ha sido tan grande como ahora”[1]. Así, se constata un progresivo distanciamiento entre los instrumentos diagnósticos y la práctica terapéutica efectiva.
Dicho de otra manera: en este campo, cuanta más precisión existe en las técnicas de exploración, menos se comprende qué se está observando y qué relación tiene con lo que se acaba diagnosticando. Lo que es una muestra más de la creciente independización de la técnica y de sus nuevos recursos en relación a la ciencia que debería saber pensar y orientar su uso. Tal como señalaba Jacques-Alain Miller hace un tiempo en su Curso: “Nos damos cuenta hoy de que la tecnología no está subordinada a la ciencia, representa una dimensión propia de la actividad del pensamiento. La tecnología tiene su propia dinámica”.[2]
Esta dinámica propia de la técnica es la que, de hecho, está arrastrando desde hace unas décadas a la clínica a sus sucesivas remodelaciones. Con respecto a la llamada “salud mental”, y muy en especial en la clínica del autismo, no se trata ya de una remodelación del edificio sino de un cambio radical del propio modelo en sus fundamentos. El clásico manual del DSM, que ha ido extendiendo de manera tan ambigua el término “autismo” hasta transformarlo en ese “trastorno de espectro autista” cada vez más inespecífico, responde a un modelo de descripción estadístico que sus propios redactores están poniendo, como es sabido, cada vez más en cuestión.
No olvidemos que el manual del DSM tuvo de hecho sus primeras inspiraciones en los desarrollos de una clínica psicoanalítica en la que los postfreudianos habían perdido ya la brújula de la propia experiencia freudiana. El furor descriptivo y estadístico fue ganando así la partida hasta hacer hoy de este manual un pesado instrumento cada vez más inoperante para una clínica que, de hecho, despareció en combate ya hace tiempo.
Con respecto al autismo, el resultado es finalmente de lo más confuso. ¿Qué designa hoy el nombre autismo? Éric Laurent lo ha resumido de manera precisa en su libro La batalla del autismo. De la clínica a la política, donde leemos: “Se puede sacar en todo caso una primera enseñanza de los debates con respecto al autismo: un nombre excede a las descripciones de su sentido. Ya no se sabe muy bien lo que este nombre designa exactamente. Su función clasificatoria produce efectos paradójicos: la clasificación que resulta de ello se revela de lo más inestable”.[3]
Así, las marcas del autismo, en el sentido de los rasgos clínicos que lo definirían, se han vuelto cada vez más imprecisas hasta llegar a ampliarse a rasgos que pueden encontrarse también en el común de los humanos.
Por supuesto, esta circunstancia es una objeción de principio que no ha pasado desapercibida para los gestores de la salud mental y sus evaluadores. Ante esta confusión creciente, se anuncia ya una nueva clínica, que promete barrer con las imprecisiones y contradicciones de la clínica que parece destinada a pasar pronto a la historia, como la antigua clínica basada en el DSM. Aunque el debate entre las dos orientaciones se ha establecido ya a ambos lados del Atlántico, todo indica que el cambio de modelo será progresivo pero también profundo. Se trata, en efecto, no de una nueva remodelación de la fachada del edificio clínico sino de un cambio de sus fundamentos siguiendo el nuevo modelo de la hoy llamada “Precision Medicine”, la “Medicina de precisión”. Es la orientación marcada por el National Institute of Mental Health americano, que se propone de hecho substituir a la “Evidence Based Medicine”, la medicina basada en la evidencia o en los indicios, que requería de alguna forma de una interpretación de los rasgos clínicos. El modelo de la “Precision Medicine” no tiene por qué hacer ya un recurso al ambiguo testimonio de la palabra del propio sujeto o de sus familiares, palabra siempre equívoca en sus posibles y múltiples sentidos, o a las descripciones y observaciones que se multiplican de manera incesante. El proyecto Precision Medicine Iniciative, anunciado por el presidente Obama el pasado mes de Enero, cuenta con una nuevo instrumento, —además de un enorme presupuesto— , un instrumento absolutamente independiente desde su principio de la palabra y del lenguaje, igualmente independiente de la observación clínica clásica. Este nuevo modelo, bautizado como RDoc (Research Domain Criteria) cuenta con la técnica basada en los biomarcadores.
Un biomarcador es una sustancia que funciona como indicador de un estado biológico. Debe poder medirse objetivamente y ser evaluado como signo de un proceso biológico normal o patológico, o como respuesta a un tratamiento farmacológico. En el registro genético, un biomarcador puede ser una secuencia de ADN detectada como posible causa de un trastorno. Así, el mismo procedimiento que puede utilizarse para la detección y tratamiento de la diabetes o de distintas formas de cáncer, se piensa también utilizable para toda la serie de trastornos mentales, incluido por supuesto el autismo cuando se lo incluye en esta serie. Desde hace un par de décadas, los laboratorios de investigación se han lanzado a la búsqueda de biomarcadores de la más amplia serie de trastornos descritos, con un optimismo exacerbado por los lobbies de la industria farmacéutica y de ingeniería genética, con la promesa de descubrir los biomarcadores que determinarían dichos trastornos. Con respecto al autismo, no había día sin que apareciera un artículo en las revistas científicas con la hipótesis de tal o cual biomarcador, de tal o cual secuencia de ADN que estarían “implicados” —es el término que se suele utilizar— en la determinación del amplio cuadro definido como autismo o como “trastorno de espectro autista”. Hemos reseñado ya algunos en otra parte. El optimismo decrece y va dando lugar a un fundado escepticismo a medida que se encuentran más y más hipótesis imposibles de verificar para un número suficiente de casos. Más bien parece que a cada caso correspondería una configuración específica.
Se da aquí una nueva paradoja, señalada por nuestro colega Dr. Javier Peteiro, propio de la era de las tecnociencias: “Es llamativo que la Biología se haga determinista cuando la Física ha dejado de serlo. Un determinismo absolutamente infundado, genético o neurobiológico persigue dar cuenta no sólo de cómo es un individuo sino de cómo actuará en un contexto dado.”[4] Como reacción a este determinismo infundado, la nueva Biología llamada “de sistemas” sostiene por el contrario la continua interacción entre procesos que pertenecen a niveles distintos de la jerarquía biológica, que van desde lo molecular hasta la totalidad de los órganos, aparatos y sistemas que conforman el organismo.[5] Y en todo caso, esta interacción está lejos de explicar la respuesta singular que cada sujeto da a su complejidad.
En la carrera a la búsqueda de marcadores del autismo, los llamados “candidatos” no han faltado. Hace cinco años, un conocido y polémico artículo publicado por Helen V. Ratajczak, que había sido una de las principales científicas en un notorio laboratorio farmacológico, hacía una recensión de al menos 79 biomarcadores para el autismo, que podían ser medidos en los sistemas gastrointestinal, inmunológico, neurológico y toxicológico del organismo. Les ahorro la enumeración. La propia autora no deja de avisar de entrada sobre la enorme dificultad y complejidad a la hora de definir las condiciones tan heterogéneas que definen el autismo. Y termina afirmando que “no puede considerarse un solo biomarcador como específico para el autismo”, de modo que resulta absolutamente “inadecuado indicar marcadores únicos”[6] para este amplio espectro de trastornos. Por otra parte, muchas veces el autismo resulta sindrómico, es decir secundario con respecto a otros trastornos orgánicos, lo que hace todavía más complejas las hipótesis.
La lista de biomarcadores candidatos sigue, sin embargo, aumentando. El problema no es ya si puede existir o no un biomarcador para el autismo. El problema es que, siguiendo esta vía, no dejan de aparecer cada vez más, en una progresión que tiende infinitesimalmente a definir el conjunto de rasgos que configuran el organismo humano. De ahí el progresivo escepticismo en estas vías de investigación que, por lo demás, no han tenido la menor incidencia en el tratamiento y en la vida de los sujetos con autismo.
Cuando uno se aventura a explorar esta selva de referencias, de las que nadie puede tener hoy una visión de conjunto, se da pronto cuenta de la existencia de un problema de principio. Los investigadores que promueven y llevan a cabo estas investigaciones rara vez son clínicos, es decir, rara vez se han visto confrontados al tratamiento de personas con autismo. Peor aún: buen número de veces —como en el caso que comenté hace poco sobre un nuevo posible candidato situado en la proteína denominada Shank3— los datos han sido extrapolados a partir de la experimentación con roedores, ratones que han sido diagnosticados como autistas por el hecho de observarse en ellos conductas antisociales, o una “anormalidad en la sociabilidad”, después de haberlos privado de dicha proteína.
De más estaría señalar que la mera idea de diagnosticar a un ratón de “autismo” es un contrasentido absoluto, cuando no un insulto a una tradición clínica que ya tiene suficientes dificultades, como hemos visto, para ordenar el cuadro de fenómenos agrupados bajo este término.
La impresión, después de volver de esta selva de referencias, es que, tanto en los estudios más bienintencionados como en los más inverosímiles (como el que afirma que el plaguicida glifosato producirá un 50% por ciento de niños diagnosticados como autistas dentro de diez años), ya no se sabe muy bien qué es lo que se está buscando. El autismo es hoy una llave perdida y, como en el cuento de Wenceslao Fernández Flórez, es una llave perdida que se sigue buscando en la noche bajo el farol con la buena excusa de que ahí hay más luz.
Digámoslo así para recapitular: la multiplicación de hipótesis sobre biomarcadores y marcadores genéticos, lejos de arrojar alguna luz sobre la imprecisión conceptual que subyace en la noción de autismo, no hace más que oscurecer el verdadero lugar en el que conviene investigar, el que debe promover nuestro interés para tratar y hacer más soportable la vida del sujeto con autismo. El sujeto con autismo es, en primer lugar y a pesar de las apariencias, un sujeto que tiene algo que decirnos —así lo planteó Jacques Lacan de manera tan simple como subversiva—. Es un sujeto que vive y se debate en un mundo de lenguaje que le resulta tan inhóspito como a veces indiferente, pero que tiene sus leyes propias, leyes que debemos aprender a descifrar en cada caso. Y en este campo, en el campo del lenguaje en el que siempre tratamos al sujeto, las resonancias magnéticas, como suelo decir, sirven de bien poco porque de lo que se trata es de estar atento a las resonancias semánticas, a los sentidos y sinsentidos que atraviesan cada acto, cada momento de la vida del sujeto con autismo.
En este campo de juego del lenguaje el autismo se escabulle, en efecto, de todos los marcadores que queramos emparejarle, ya sea —si me permiten la analogía— con el sistema de marcadores por zonas o de un marcaje jugador a jugador. Y ello por la sencilla razón de que la verdadera marca del sujeto con autismo se encuentra no en su organismo sino en su objeto, en ese objeto que con el que suele acompañarse con tanta frecuencia, ese objeto que a veces nos parece tan inútil como ineficaz para vivir en el mundo, incluso molesto, aunque otras veces se muestre de una utilidad y de una eficacia asombrosas.
Permítanme aquí un testimonio personal sobre un episodio que sigue hoy muy presente para mí. A finales de los años setenta, tuve la suerte de empezar a trabajar en un centro de educación especial. Ahí me encontré con un niño de siete años, llamado José. Era un niño que no reconocía su imagen en el espejo, que apenas dirigía una palabra a nadie, que sólo gritaba palabras sueltas e incomprensibles, acompañadas de extrañas estereotipias repetidas una y otra vez. José deambulaba frenéticamente por las distintas estancias de la institución, intentando encontrar el perímetro de un espacio que parecía para él tan invivible como imposible de delimitar. Buscaba así desesperadamente un borde en el que alojar su cuerpo, un cuerpo que él mismo experimentaba, precisamente, sin borde alguno. Cuando me encontré con él, José mostraba en su cara dos marcas, dos inquietantes heridas, exactamente simétricas, en sus mejillas, dos marcas que él mismo se abría constantemente. Con estas dos marcas, José se movía de un lugar a otro sin sentido aparente, como si fuera arrastrado por las dos únicas palabras que gritaba a las paredes, dos palabras que eran una en realidad: “Tren-José”. Cuando a veces llegaba a detenerse, su actividad preferida era formar hileras con objetos de lo más heterogéneos, en un tren inmóvil que sólo se hacía un lugar añadiendo, de forma metonímica, un vagón más para llegar a ninguna parte. Quien haya tratado con niños con autismo reconocerá de inmediato este tipo de fenómenos. Son fenómenos de lenguaje a los que prestamos la mayor atención cuando nos orientamos en la enseñanza de Lacan.
Por mi parte, tardé más de seis meses en entender que el tren en cuestión no era para José un objeto exterior a él, no era un objeto constituido y representable fuera de su cuerpo, un cuerpo que carecía de los bordes simbólicos necesarios para distinguir un interior y un exterior. José venía cada día en tren con su madre al centro. Tardé más de seis meses en entender que ese “Tren-José” atravesaba literalmente su cuerpo de manera aterradora, que no había para él distancia alguna con el rugir del tren incrustado en él, que ese rugir seguía resonando en su cuerpo una vez el tren ya había partido. Y que atravesaba su cuerpo siguiendo las dos vías que aparecían exactamente marcadas en su rostro, sin imagen especular posible.
Con ese descubrimiento hubiera podido tal vez iniciarle en una serie de rutinas adaptativas destinadas a hacerle más soportable el viaje en tren con su madre, y tal vez parar un poco así su ritmo frenético con la esperanza de incrustarle por mi parte las llamadas “habilidades sociales” necesarias para convivir de la buena manera con sus congéneres. No hice nada de eso. Me permití únicamente acompañarle en su deambular frenético por la sala en la que estaba con él y aprovechar los momentos de detención para incluirme yo en la serie de objetos de su tren. Así apareció un buen día un nuevo elemento en el tren de vagón único de sus palabras y vino con un nuevo grito: “Tren-José-Miel”. Entiéndase “Miel” como un trasunto o como una dulce transcripción de mi nombre, si quieren. Lo importante es que ese nuevo vagón fue el inicio de una posible entrada en su vía cortada, el inicio de un extraño vínculo entre “mi” y “él”. Si esa contingencia, casi azarosa, como al pasar, no me pasó por alto fue sin duda porque yo transitaba ya los escritos y los seminarios de Lacan, aunque no lograra entenderlos del todo.
Lo que puedo decir hoy es que si yo hubiera tenido en aquel momento más formación en el Campo Freudiano habría tardado desde el principio no más de seis minutos en entender que en ese “Tren-José” se jugaba toda la estructura de lo que hoy llamamos el “objeto autista”, un objeto sin bordes y que no está localizado a partir de un interior y un exterior del cuerpo, un objeto que es, sin embargo, la vía regia para tratar la insondable decisión del sujeto de rechazar todo vínculo con el otro, todo vínculo que no pasara por esa vía extraña. De este objeto fundamental, principio de todo tratamiento posible, no hay marcadores, sólo marcas que a veces aparecen en el cuerpo, en la lengua o en la imposibilidad de construir uno y otra.
Para localizarlo, no hacía falta ningún escáner, ninguna resonancia magnética, ningún otro medio y presupuesto —entiéndase incluso en su sentido más económico— que haber entendido un poco al menos el aforismo lacaniano según el cual “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”, haber entendido que ahí reside finalmente la eficacia de un tratamiento posible siguiendo su orientación.
Este episodio me enseñó que el único marcador del sujeto, el más fiable, se encuentra en el lenguaje, y más todavía cuando la palabra se pierde en los laberintos de un cuerpo imposible de construir. El autismo sin marcadores es el autismo de la palabra, de la lengua privada que debemos aprender a escuchar y a descifrar en las marcas del cuerpo hablante.
Es un tema de suficiente importancia en la actualidad como para que la Asociación Mundial de Psicoanálisis haya creado un Observatorio sobre políticas del autismo, dedicado a investigar y a proponer acciones siguiendo esta orientación.
Es un problema de actualidad clínica, sin duda, pero lo es porque también es finalmente un problema de civilización, es decir de qué civilización queremos. O bien una civilización de sujetos reducidos a biomarcadores, o bien una civilización de seres de lenguaje que quiera descifrar su destino en una cadena de palabras, por simple que parezca, para tratar su malestar.
Notas:
[1] Michel Le Moal, “Sciences du cerveau : la longue route vers la maturité et le réductionnisme du temps présent”, in Comptes Rendus Biologies 2015. Disponible on-line: http://www.em-consulte.com/en/article/993264
[2] Jacques-Alain Miller, “Nullibieté”, Cours Orientation lacanienne, 14/11/2007 (inédito).
[3] Éric Laurent, La bataille de l’autisme. De la clinique à la politique. Navarin-Le Champ freudien, Paris 2012, p. 52-53.
[4] Javier Peteiro Cartelle, “Víctima. La presión de las tecnociencias: habitar o ser rehén del cuerpo”, en Freudiana nº 73, Barcelona, Abril 2015, p. 75.
[5] Ver al respecto, Denis Noble, La música de la vida. Más allá del genoma humano. Ediciones Akal, Madrid 2008.
[6] Helen V. Ratacjzak, “Theoretical aspects of autism: biomarkers —a review”, in Journal of Immunotoxicology, 2011; 8(1): 80-94.
O autismo sem marcadores
Intervenção no Fórum Autismo – Barcelona, 11/12/2015
Estamos numa época na qual os modelos clínicos para o tratamento das diversas doenças seguem em uma velocidade crescente. E isso é devido, em parte, aos avanços técnicos, tanto no processamento de dados informáticos quanto nos novos equipamentos de observação não invasiva do organismo humano.
Mas os avanços tecnológicos nem sempre significam um avanço nos conceitos que deveriam orientar e ordenar a clínica. Em vez disso, pode acontecer o contrário. Assim, no campo das chamadas “neurociências”, lugar de referência habitual de ditos avanços no campo da saúde mental, tem se observado com razão o estado precário da consistência dos conceitos utilizados. Por exemplo, e para dar apenas uma das múltiplas referências que hoje encontramos sobre este tema, dois investigadores do Neurocentre Magendie de Burdeos (Michel Le Moal e Joël Swendsen) observaram recentemente que “as neurociências tem progredido mais sobre a base de avanços tecnológicos que sobre a base de avanços conceituais”. O recurso constante às novas técnicas provenientes de outras ciências, como as imagens por ressonância magnética (IRM) ou similares, “conduziu [assim] a uma visão progressivamente reducionista do cérebro e de suas funções”. Por outro lado, tal como pontuam os mesmos autores, as construções psicológicas que tentam escapar deste reducionismo deixam no mais escuro mistério boa parte das condutas individuais observadas: “de fato – acabam dizendo – a separação entre estas duas aproximações nunca foram tão grandes como agora”[1]. Assim, se constata um distanciamento progressivo entre os instrumentos diagnósticos e a prática terapêutica efetiva.
Dito de outra forma: neste campo, quanto mais precisão existe nas técnicas de exploração, menos se compreende o que se está observando e que relação tem com o que se acaba diagnosticando. O que é mais uma mostra da crescente independência da técnica e de seus novos recursos em relação à ciência, que deveria saber pensar e orientar o seu uso. Tal como observava Jacques-Alain Miller há algum tempo em seu Curso: “Nos damos conta hoje que a tecnologia não está subordinada à ciência, representa uma dimensão própria da atividade do pensamento. A tecnologia tem sua própria dinâmica”.[2]
Esta dinâmica própria da técnica é a que, de fato, está arrastando desde algumas décadas a clínica a suas sucessivas remodelações. A respeito da chamada “saúde mental”, e muito especialmente na clínica do autismo, não se trata já de uma remodelação do edifício, mas de uma mudança radical do próprio modelo em seus próprios fundamentos. O clássico manual do DSM, que foi estendendo de maneira ambígua o termo “autismo” até transformá-lo nesse “transtorno do espectro autista” cada vez mais inespecífico, responde a um modelo de descrição estatístico que seus próprios redatores estão colocando, como se sabe, cada vez mais em questão.
Não esqueçamos que o manual do DSM teve de fato suas primeiras inspirações nos desenvolvimentos de uma clínica psicanalítica na qual os pós-freudianos já haviam perdido a bússola da própria experiência freudiana. O furor descritivo e estatístico foi ganhando assim a partida, até fazer hoje, deste manual, um pesado instrumento cada vez mais inoperante para uma clínica que, de fato, desapareceu em combate já faz tempo.
A respeito do autismo, o resultado é finalmente o mais confuso. O que designa hoje o nome autismo? Eric Laurent o resumiu de maneira precisa em seu livro A batalha do autismo. Da clínica à política, onde lemos: “Pode-se tirar, em todo caso, um primeiro ensino dos debates a respeito do autismo: um nome excede às descrições do seu sentido. Já não se sabe muito bem o que este nome designa exatamente. Sua função classificatória produz efeitos paradoxais: a classificação que resulta disso se revela da mais instável”.[3]
Assim, as marcas do autismo, no sentido dos traços clínicos que o definiriam, se tornaram cada vez mais imprecisas até chegar a ampliar-se a traços que podem ser encontrados também no comum dos humanos.
Seguramente, esta circunstância é uma objeção de princípio que não passou despercebida para os gestores da saúde mental e seus avaliadores. Diante dessa confusão crescente, já se anuncia uma nova clínica, que promete varrer as imprecisões e contradições da clínica que parece destinada a passar prontamente para a história, como a antiga clínica baseada no DSM. Ainda que o debate entre as duas orientações tenha se estabelecido já em ambos os lados do Atlântico, tudo indica que a mudança será progressiva, mas também profunda. Trata-se, de fato, não de uma nova remodelação da fachada do edifício clínico, senão de uma mudança de seus fundamentos seguindo o novo modelo da hoje chamada “Precision Medicine”, a “Medicina de precisão”. É a orientação marcada pelo National Institute of Mental Health americano, que se propõe de fato a substituir a “Evidence Based Medicine”, a medicina baseada na evidência ou nos indícios, que exigia alguma forma de uma interpretação das características clínicas. O modelo da “Precision Medicine” já não tem porque fazer recurso ao testemunho ambíguo da palavra do próprio sujeito ou de seus familiares, palavra sempre equívoca em seus possíveis e múltiplos sentidos, ou às descrições e observações que se multiplicam de maneira incessante. O projeto Precision Medicine Iniciative, anunciado pelo presidente Obama no último mês de Janeiro, conta com um novo instrumento – além de um enorme orçamento —, um instrumento absolutamente independente, desde seu início, da palavra e da linguagem, e igualmente independente da observação clínica clássica. Este novo modelo, batizado como RDoc (Research Domain Cristeria), conta com a técnica baseada nos biomarcadores.
Um biomarcador é uma substância que funciona como indicador de um estado biológico. Deve poder ser medido objetivamente e ser avaliado como signo de um processo biológico normal ou patológico, ou como resposta a um tratamento farmacológico. No registro genético, um biomarcador pode ser uma sequência de DNA detectada como possível causa de um transtorno. Assim, o mesmo procedimento que se pode utilizar para detectar e tratar as diabetes ou distintas formas de câncer seria também utilizável para toda a série de transtornos mentais, incluindo, é claro, o autismo, quando o incluem nesta série. Desde um par de décadas, os laboratórios de investigação tem se lançado na busca de biomarcadores da mais ampla série de transtornos descritos, com um otimismo exacerbado pelos lobbies da indústria farmacêutica e da engenharia genética, com a promessa de descobrir os biomarcadores que determinariam tais transtornos. A respeito do autismo, não havia dia em que não aparecesse um artigo nas revistas científicas com a hipótese de tal ou qual biomarcador, de tal ou qual sequência de DNA que estariam “implicados” – é o termo que se costuma utilizar – na determinação do amplo quadro definido como autismo ou como “transtorno do espectro autista”. Resenhamos já, alguns, em outro lugar. O otimismo decresce e já vai dando lugar a um fundado ceticismo na medida em que se encontram mais e mais hipóteses impossíveis de verificar para um número suficiente de casos. Em vez disso, parece que a cada caso corresponderia uma configuração específica.
Dá-se aqui um novo paradoxo, observado por nosso colega Dr. Javier Peteiro, próprio da era das tecnociências: “É chamativo que a Biologia se faça determinista quando a Física deixou de sê-lo. Um determinismo absolutamente infundado, genético ou neurobiológico persegue dar conta não só de como é um indivíduo senão de como atuará num contexto dado”[4]. Como reação a este determinismo infundado, a nova Biologia, chamada “de sistemas”, sustenta, ao contrário, a contínua interação entre processos que pertencem a níveis distintos da hierarquia biológica, que vão desde o molecular até a totalidade dos órgãos, aparelhos e sistemas que conformam o organismo[5]. E, em todo caso, esta interação está longe de explicar a resposta singular que cada sujeito dá a sua complexidade.
Na corrida para encontrar marcadores do autismo, os chamados “candidatos” não faltam. Há cinco anos, um conhecido e polêmico artigo publicado por Helen V. Ratajczak, que havia sido uma das principais cientistas num notório laboratório farmacológico, fazia uma recensão de pelo menos 79 biomarcadores para o autismo, que podiam ser medidos nos sistemas gastrointestinal, imunológico, neurológico e toxicológico do organismo. Poupo-lhes a enumeração. A própria autora não deixa de avisar, de entrada, sobre a enorme dificuldade e complexidade na hora de definir as condições tão heterogêneas que definem o autismo. E termina afirmando que “não se pode considerar um só biomarcador como específico para o autismo”, de modo que resulta absolutamente “inadequado indicar marcadores únicos”[6] para este amplo espectro de transtornos. Por outro lado, muitas vezes o autismo resulta sindrômico, isto é, secundário a respeito de outros transtornos orgânicos, o que torna ainda mais complexas as hipóteses.
A lista de biomarcadores candidatos segue, entretanto, aumentando. O problema já não é se é possível existir ou não um biomarcador para o autismo. O problema é que, seguindo esta via, não deixam de surgir cada vez mais, numa progressão que tende infinitesimalmente a definir o conjunto de traços que configuram o organismo humano. Daí o progressivo ceticismo nestas vias de investigação que, além do mais, não tiveram a menor incidência no tratamento e na vida dos sujeitos com autismo.
Quando alguém se aventura a explorar esta selva de referências, das que ninguém pode ter hoje uma visão de conjunto, se dá logo conta da existência de um problema de princípio. Os investigadores que promovem e levam adiante estas investigações raras vezes são clínicos, ou seja, raras vezes se viram confrontados com o tratamento de pessoas com autismo. Pior ainda: um bom número de vezes – como no caso que comentei há pouco sobre um possível novo candidato situado na proteína denominada Shank3 – os dados foram extrapolados a partir da experiência com roedores, ratazanas, que foram diagnosticados como autistas pelo fato de se observar neles condutas antissociais, ou uma “anormalidade na sociabilidade”, depois de tê-los privado de tal proteína.
Além disso, resta pontuar que a mera ideia de diagnosticar uma ratazana de “autismo” é um contrassenso absoluto, quando não um insulto a uma tradição clínica que já tem dificuldades o suficiente, como já vimos, para ordenar o quadro de fenômenos agrupados sob este termo.
A impressão, depois de voltar desta selva de referências, é que tanto nos estudos mais bem intencionados quanto nos mais inverossímeis (como o que afirma que o praguicida glifosato produzirá 50 por cento de crianças diagnosticadas como autistas dentro de dez anos), já não se sabe muito bem o que é que se está buscando. O autismo é hoje uma chave perdida, e, como no conto de Wenceslao Fernández Flórez, é uma chave perdida que se segue buscando na noite sob o farol, com a boa desculpa de que há mais luz.
Digamos assim para recapitular: a multiplicação de hipóteses sobre biomarcadores e marcadores genéticos, longe de lançar alguma luz sobre a imprecisão conceitual por trás da noção de autismo, não faz mais que obscurecer o verdadeiro lugar no qual convém investigar, o que deve promover nosso interesse para tratar e tornar mais suportável a vida do sujeito com autismo. O sujeito com autismo é, em primeiro lugar e apesar das aparências, um sujeito que tem algo a nos dizer – assim colocou Jacques Lacan de maneira tão simples como subversiva –. É um sujeito que vive e se debate num mundo de linguagem que lhe resulta tão inóspito como, às vezes, indiferente, mas que tem suas leis próprias, leis que devemos aprender a decifrar em cada caso. E neste campo, no campo da linguagem no qual sempre tratamos o sujeito, as ressonâncias magnéticas, como costumo dizer, servem de muito pouco porque do que se trata é de estar atento às ressonâncias semânticas, aos sentidos e sem sentidos que atravessam cada ato, cada momento da vida do sujeito com autismo.
Neste campo de jogo de linguagem o autismo escapole, de fato, de todos os marcadores que queremos emparelhar, quer seja – se me permitem a analogia – com o sistema de marcadores por zonas ou de uma marcação jogador a jogador. E isso pela simples razão de que a verdadeira marca do sujeito com autismo se encontra não em seu organismo, mas em seu objeto, nesse objeto com o qual costuma acompanhar-se com tanta frequência, esse objeto que às vezes nos parece tão inútil como ineficaz para viver no mundo, inclusive incômodo, ainda que outras vezes se mostre de uma utilidade e de uma eficácia assombrosas.
Permitam-me aqui um testemunho pessoal sobre um episódio que segue hoje muito presente para mim. Ao final dos anos setenta tive a sorte de começar a trabalhar num centro de educação especial. Ali me encontrei com um menino de sete anos chamado José. Era um menino que não reconhecia sua imagem no espelho, que apenas dirigia uma palavra a ninguém, que só gritava palavras soltas e incompreensíveis, acompanhadas de estranhas estereotipias repetidas uma e outra vez. José perambulava freneticamente pelas distintas salas da instituição tentando encontrar o perímetro de um espaço, que parecia para ele tão visível como impossível de delimitar. Buscava, assim, desesperadamente uma borda na qual alojar seu corpo, um corpo que ele mesmo experimentava, precisamente, sem borda alguma. Quando me encontrei com ele, José mostrava em seu rosto duas marcas, duas inquietantes feridas, exatamente simétricas, em suas bochechas, duas marcas que ele mesmo abria constantemente. Com estas duas marcas, José se movia de um lugar a outro, sem sentido aparente, como se fosse arrastado pelas duas únicas palavras que gritava para as paredes, duas palavras que eram, na realidade, uma: “Trem-José”. Quando, às vezes, chegava a deter-se, sua atividade preferida era formar filas com objetos dos mais heterogêneos, num trem imóvel que só encontrava lugar agregando, de forma metonímica, um vagão a mais para chegar a lugar algum. Quem quer que tenha tratado crianças com autismo reconhecerá de imediato este tipo de fenômenos. São fenômenos de linguagem aos que prestamos a maior atenção quando nos orientamos no ensino de Lacan.
De minha parte, demorei mais de seis meses para entender que o trem em questão não era, para José, um objeto exterior a ele, não era um objeto constituído e representável fora de seu corpo, um corpo que carecia das arestas simbólicas necessárias para distinguir um interior e um exterior. José vinha todos os dias de trem com sua mãe ao centro. Demorei mais de seis meses para entender que esse “Trem-José” atravessava literalmente seu corpo de maneira aterradora, que não havia para ele distância alguma do rugir do trem incorporado nele, que esse rugir seguia ressonando em seu corpo, uma vez que o trem já havia partido. E que atravessava seu corpo seguindo as duas vias que apareciam exatamente marcadas em seu rosto, sem imagem especular possível.
Com essa descoberta, talvez tivesse podido iniciá-lo numa série de rotinas adaptativas destinadas a tornar mais suportável a viagem de trem com sua mãe, e talvez parar um pouco, assim, seu ritmo frenético, com a esperança de incorporar nele, de minha parte, as chamadas “habilidades sociais” necessárias para conviver de boa forma com seus congêneres. Não fiz nada disso. Permiti-me unicamente acompanhá-lo em seu perambular frenético pela sala em que estava com ele, e aproveitar os momentos em que parava para me incluir na série de objetos de seu trem. Assim, apareceu um belo dia um novo elemento no trem de vagão único de suas palavras e veio com um novo grito: “Trem-José-Miel”. Entenda-se “Miel como um transcrito ou como uma doce transcrição do meu nome, se querem”. O importante é que esse novo vagão foi o início de uma possível entrada em sua via cortada, o início de um estranho vinculo entre “mi” e “él”[7]. Se essa contingência, quase casual, como ao passar, não me passou por alto foi sem dúvidas porque eu já transitava pelos escritos e seminários de Lacan, ainda que não conseguisse entendê-los de todo.
O que posso dizer hoje é que, se eu tivesse, naquele momento, mais formação no Campo Freudiano, teria demorado desde o começo não mais de seis minutos para entender que nesse “Trem-José” se jogava toda a estrutura do que hoje chamamos o “objeto autista”, um objeto sem bordas e que não está localizado a partir de um interior e um exterior do corpo, um objeto que é, entretanto, a via régia para tratar a insondável decisão do sujeito de rechaçar todo vínculo com o outro, todo vínculo que não passe por essa via estranha. Deste objeto fundamental, princípio de todo tratamento possível, não há marcadores, só marcas que às vezes aparecem no corpo, na língua ou na impossibilidade de construir um ou outra.
Para localizá-lo, não fazia falta nenhum scanner, nenhuma ressonância magnética, nenhum outro meio e pressuposto –entenda-se inclusive em seu sentido mais econômico– que haver entendido um pouco, ao menos, o aforismo lacaniano segundo o qual “o inconsciente está estruturado como uma linguagem”, haver entendido que aí reside finalmente a eficácia de um tratamento possível seguindo sua orientação.
Este episódio me ensinou que o único marcador do sujeito, o mais confiável, se encontra na linguagem, e mais ainda quando a palavra se perde nos labirintos de um corpo impossível de construir. O autismo sem marcadores é o autismo da palavra, da língua privada que devemos aprender a escutar e a decifrar nas marcas do corpo falante.
É um tema de suficiente importância na atualidade como para que a Associação Mundial de Psicanálise tenha criado um Observatório sobre políticas do autismo, dedicado a investigar e a propor ações seguindo esta orientação.
É um problema de atualidade clínica, sem dúvidas, mas o é porque também é, finalmente, um problema de civilização, isto é, de qual civilização queremos. Ou bem uma civilização de sujeitos reduzidos a biomarcadores, ou bem uma civilização de seres de linguagem, que queira decifrar seu destino numa cadeia de palavras, por simples que pareça, para tratar seu mal estar.
Disponible on-line: http://www.em-consulte.com/en/article/993264
[2] Jacques-Alain Miller, “Nullibieté”, Cours Orientation lacanienne, 14/11/2007 (inédito).
[3] Éric Laurent, La bataille de l’autisme. De la clinique à la politique. Navarin-Le Champ freudien, Paris 2012, p. 52-53.
[4] Javier Peteiro Cartelle, “Víctima. La presión de las tecnociencias: habitar o ser rehén del cuerpo”, en Freudiana nº 73, Barcelona, Abril 2015, p. 75.
[5] Ver al respecto, Denis Noble, La música de la vida. Más allá del genoma humano. Ediciones Akal, Madrid 2008.
[6] Helen V. Ratacjzak, “Theoretical aspects of autism: biomarkers —a review”, in Journal of Immunotoxicology, 2011; 8(1): 80-94.
[7] Miel, além de fazer significa ao nome Miquel, significa mel em espanhol. E a separação da palavra em “mi” e “él” quer dizer “eu” e “ele”.