¿Cómo puedo estar segura de que no estoy soñando? Podría ser que, ahora mismo, lo que creo que es realidad no sea más que un sueño. Podría ser que la realidad sea producto de mi alucinación.
Lacan, a diferencia de Descartes, localiza la certeza del lado de lo real. En los sueños, lo real nos convence de que no todo son imágenes, velos y fantasmas. El sueño, como realización alucinatoria de deseos, es una vía regia al inconsciente que cifra el problema del deseo del sujeto. Pero esta perspectiva ¿es la única?
La pulsión es el índice que nos hace distinguir entre la realidad y lo real. Dentro de la escena onírica, ella se inserta en el objeto a: “eso se muestra”. Tal incidencia es lo que despierta, cuando ese objeto cobra un carácter ominoso. El goce no miente,[1] y tampoco miente el sueño en su cara real.
Los analizantes resaltan la importancia de los sueños, que impulsan su análisis y también muestran en qué punto de éste se encuentran. En los sueños es posible pescar indicios de nuevos arreglos o invenciones que marcan giros en la cura –salidas de la novela familiar, atravesamientos del fantasma– y que el inconsciente plasma al modo de un chiste. Hay un despertar distinto al de la angustia, un acontecimiento que marca un antes y un después. En esos sueños, el objeto a pierde el encanto de sus formas sustanciales.
El inconsciente es la hipótesis de que no se sueña solamente cuando se duerme. Si el sueño no puede mantener el dormir, despertamos para seguir soñando. No es lo mismo descifrar la verdad de un sueño a partir del inconsciente freudiano, que “atrapar” en la contingencia lo real en juego. No es cuestión de evitar las pesadillas –por otra parte, ello es imposible–, sino de enseñar a leer, a desembrollarse del sentido, para servirse del sinthome sin olvidar lo que en los sueños despierta.
Hay despertar y despertares. En el Seminario 24, Lacan nos recuerda que en el laboratorio los animales no resultan lesionados, sino “despertados” porque no comprenden lo que queremos de ellos. Puede parecer excesivo decir que los seres hablantes despertamos por no comprender lo que el SARS-CoV-2 quiere de nosotros. La finalidad de los discursos, observa Lacan, es tratar de suplir la no-relación sexual. Con la excepción del analítico, sirven para ordenar, tienen una intención, un imperativo de sugestión. Bajo la forma de un cuento o la de unas consignas, nos duermen como a niños.
La interpretación, en cambio, puede ser un “despertador”, una verdadera jaculación, y así tener un efecto de sentido real, producir un vacío subjetivo. Un significante nuevo, sin sentido, puede entonces ser nuestra “peste psicoanalítica” contra esos discursos que hipnotizan a los seres hablantes y de ese modo atentan contra su vida.
Si bien Freud pensó el sueño como guardián del dormir, un sueño puede ser chistoso, y en el chiste el texto mismo produce, mediante el juego de los significantes, un plus de goce –a diferencia de lo que ocurre en el humor, que depende de la actitud del humorista, es decir, de la posición del sujeto y echa sal en la sosa regla universal.[2] En esos sueños, el despertar puede llegar acompañado por la risa y vivificar el cuerpo.
La vida no es trágica, es cómica,[3] y es curioso que Freud no haya encontrado nada mejor que designar lo que está en juego en el asunto por medio del complejo de Edipo, o sea, una tragedia. No se ve –dice Lacan– por qué Freud, pudiendo haber tomado un camino más corto, designó aquello que liga lo simbólico, lo imaginario y lo real mediante algo distinto de una comedia, pues lo cómico conlleva el saber de la no-relación sexual,[4] y por eso, en los sueños, conserva su dignidad.
[1] J.-A. Miller, Sutilezas Analíticas, Buenos Aires, Paidós, 2011, p. 259.
[2] Cf. J. Lacan, “Kant con Sade”, Escritos, Buenos Aires, Paidós, 2009, t. 2, p. 731.
[3] J. Lacan, El seminario, libro 25, “Momento de concluir”, clase del 15 de noviembre de 1977 (inédito).
[4] J. Lacan, “Televisión”, Otros escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, p. 540.