Por Germán García
De alegre soledad dulces despojos.
Quevedo
Yo pido un análisis y lo que me retorna es ello, algo impersonal en lo que no quiero reconocerme puesto que yo fui quien lo rechazó.
Algunos terapeutas, piadosos, ofrecen la primera persona del plural: nosotros. Pero cobijarse en ese nosotros no dura demasiado, ya que si somos nosotros los que hacemos el trabajo porque usted cobra y (una vez más) yo pago. Es que esa asimetría se establece por ello que, según Sigmund Freud, realiza sus mandatos a través del superyó.
Si yo ofrezco mi amor se me exige un saber que no tengo y que, al parecer, habla cuando yo hablo. Porque yo no sólo tengo la pasión del amor sino que padezco de esa otra pasión que es la ignorancia: no quiero saber nada. Y en especial, nada de nada. Y cuando, al fin, creo saber, algún sueño – ese vector inesperado de la palabra – viene a decir que ignoro ese goce que al fin es revelado y velado por el jeroglífico visual que intento relatar de la mejor manera. No, mejor relatarlo de cualquier manera. Incluso, no hace falta que yo relate nada y hasta puedo olvidar.
¿Qué hago yo con ese amor rechazado, con esa ignorancia que sabe y ese saber que ignoro? ¿Qué hago con ese goce que no me causa placer? Yo tengo otra pasión, el odio. Puedo odiar a quien se encuentra sentado en el infierno y al parecer no se quema.
A repetición
Yo digo y repito porque lo único que no se repite es la repetición misma; algo así fue dicho por alguien que sabía de estos asuntos. No soy yo.
Yo junto mis tres pasiones: el amor, el odio y la ignorancia. ¿Y qué hago? No puedo escribir un tango, ya están todos escritos. Podría escribir una novela de amor, en particular con un varón derrotado por los enigmas de la existencia de una mujer; caería bien entre tantas lectoras que gozarían de ese espectáculo. Yo no soy escritor, tampoco soy un budista zen que haría de las tres pasiones el nudo de un deseo ilusorio que tendría que extinguir.
Yo digo lo anterior y muchas cosas más. Incluso digo que odio a mi analista, quien estará seguro de que se trata de transferencia negativa porque tiene el psicoanálisis para tramar tanto sus respuestas como sus silencios.
Yo hablo de lo que estudio y deslizo que no sólo se trata de individuos (es evidente, exclama). Ahí afuera se lucha (por supuesto) y se acabó la sesión.
Yo puedo decir que no se trata del pasado y ser invitado a decir algo sobre el presente, el futuro o la eternidad. Qué más puedo esperar. Espere lo que desea. Yo diría que no basta. Así es.
Yo, los otros
Yo lo cuento a otros que me sugieren que cambie de analista, que algunos te orientan y te contienen como el tonel contenía a Diógenes.
No tienen el mal gusto de despedirte a mitad de una frase, exclamar cosas que no se sabe a qué de lo que uno dice responden. Hay analistas que se ocupan de sus pacientes con verdadera paciencia. Que no aplican teorías, que son humanos.
Yo respondo que algunas veces, no siempre, algo me orienta y cuando me angustio la calma de otro – que no es indiferencia – me calma. Yo me cayo porque ello (s) parecen preguntar de qué me quejo.
El odio apunta al ser del otro, a ese semblante (perdón por la palabra) que se sustrae a la verdadera comunicación, que mantiene una vacilación calculada, que se sostiene en el malentendido, que una palabra cualquiera le parece preciosa y otro día no se interesa por ninguna de ellas. Lo que se dice ahora se entiende después. Yo quiero sacarle algo, nada que ver son la sabiduría porque sus opiniones no van a cambiar mi vida. Con las contingencias del pasado y un poco de libertad presente, inventar un futuro necesario. Muy bonito.
Yo, alguna vez, lloro lágrimas que valen oro pero no es un argumento.
No es que sólo se trate de ello porque yo dejo de asustarme de la angustia y algunas veces cambio la culpa por la vergüenza, es decir, tengo otras pasiones que me sacan de la espera.
Una salida que es dos.
Dejar de esperar, andar sin pensamientos; como dice un tango que yo gustaba escuchar antaño, cuando andaba con pensamientos. Yo pensar, nada habita ese infinitivo y nadie piensa ahí.
Yo me analicé dos veces: la primera entre 1968 y 1973; la segunda entre 1982 y 1991. Fueron dos análisis muy diferentes, con dos analistas también muy diferentes. Yo era el mismo, pero no tenía las mismas inquietudes.
Cada uno de esos analistas respeto y creo entender que es porque respeto la experiencia realizada.
Más allá de los atolladeros del amor, el odio y la ignorancia se puede vislumbrar que yo es otro – como escribió un poeta – que la intimidad es exterior, que alguien puede orientar hacia una salida, pero que sólo se puede salir si uno camina. Es un hecho simple que tiene sus alegrías, aunque uno sea incurable.