Freud entendió muy bien que la cultura, en el llamado Occidente, ha inhibido la expresión agresiva de la pulsión de muerte. Se traduce en una severidad del superyó, que se expresa en sentimientos de culpa y en una necesidad de castigo inconsciente. El Eros, favorable a la sociabilidad, ha corrido un destino distinto. La vida licenciosa de la modernidad lo atestigua. El ideal de hoy es pacifista, sensible, feminista, ecológico, no agresivo, radicalmente hoplofóbico. La culpa y la deuda siguen su acumulación. Continentes, pueblos, generaciones, culturas, religiones, etnias, siglos enteros de víctimas, señalan acusadoramente a las metrópolis del capitalismo, la ciencia, el arte y la corrupción moral. Es el fantasma de un estado pre-apocalíptico.
En el Otro lugar las cosas son el reverso. La severidad aplasta las conductas eróticas, las prohíbe, las regula matrimonialmente. Las mujeres son vigiladas y castigadas redobladamente. Pero hay un camino libre para la pulsión destructora, cuando se dirige al « infiel », al apóstata: la guerra santa. Incluso con la espada. La gramática pulsional que nos enseñó Freud viene al caso: amo al Occidente corrupto; no, no lo amo, lo odio; el Occidente me odia.
El diagnóstico social en « Occidente » está afectado por sus represiones y sus debilidades. Calcula la economía, hace contabilidad, mira la distribución y concluye en que la injusticia está allí. La política se concibe, Lenin dixit, como la economía concentrada. Soslaya la dimensión del poder como un fin en sí mismo. Si Freud, en su Psicología de las Masas, destacó el papel del líder y la identificación, esto se relega como secundario, hasta irrelevante, en la causalidad moderna y posmoderna. Cuando Lacan dice que la Iglesia toma sangre nueva del marxismo, reconocemos el sentido de las palabras del Papa: detrás de la guerra santa está el dinero y el poder. Permanece en el terreno del principio del placer, y de su aplicación, el principio de realidad. El psicoanálisis ve un « más allá ».
Cuando la malla simbólica se rompe, cuando el tejido del sentido imaginario se agujerea, Lacan advierte la aparición de la figura feroz del superyó (Escritos 1). Esta es la interpretación que se puede encontrar en la fábula del sultán pornógrafo y la bailarina desollada: el cuerpo de la belleza desgarrada da a luz el signo mortífero de la calavera.
La licuefacción posmoderna del tecno-capitalismo global, de la civilización occidental, no prosigue indefinidamente. El contragolpe viene con las máscaras del racismo, el fascismo, los odios étnicos y religiosos, y por último, el reconcentrado antijudaísmo que apunta a Israel, el pequeño Satán incrustado en la tierra santa del Islam.
Un colapso de cualquier lugar en el campo de la modernidad capitalista, democrática y liberal, no verá la aurora emancipatoria, ni de una « multitud », ni de un « pueblo ». Sólo el encumbramiento de un amo, uno de verdad, lo cual también es una mala noticia para los psicoanalistas.
El Uno absoluto y el Uno de la diferencia absoluta: El otro ateismo
Tenemos una condición que no ha sido suficientemente pensada respecto al Islam. J.A.Miller la detecta cuando nos dice que esta religión no tiene un Dios-Padre, a diferencia del judeo-cristianismo. No hay padre, no hay una historia de pecado y redención, no hay un hijo que salva y se sacrifica sufriendo. El Dios-Padre del judeo-cristianismo escucha y perdona. El teólogo protestante Jacques Ellul atribuye a esta divinidad una interlocución amorosa, mientras que el Corán pone por delante la sumisión al Uno impersonal, a la « soberanía solitaria de Alá ». Paul Berman rastrea el Uno hasta Plotino, buscando las raíces del « Tawhid » del Estado Islámico. El carnaval que celebraba la caída del padre se ha interrumpido con la sorpresa de un Dios-Uno, que retorna con « su pasado funesto ».
El paraíso de los yihadistas les promete 72 vírgenes. Freud interpreta la Medusa, con su cabeza de abundantes serpientes como un signo de la falta, de la castración. El Islam sabe secretamente que La Mujer no existe, hay que arreglarse con una. Su oferta de 72 mujeres lo delata. El mártir tendrá que armar, sin esperanza, este puzzle con 72 piezas para hallar a La Mujer. Que La Mujer no existe es la versión lacaniana del ateísmo.
La discordia básica del mundo la fabula también Freud, apelando a El Rey Lear, de Shakespeare. Separado de su madre el hombre busca en una mujer lo que ha perdido y sufre la decepción de un arreglo imposible. Sólo la madre tierra en la muerte acoge al sujeto en un matrimonio perfecto. El mártir islamista, sin soportar la vida, culpable de su fascinación por la infiel adúltera y prostituta, se embarca en la legión del lazo sublimado homosexual y guerrero.
El Uno del Islam, el Uno absoluto, el agujero no del inconsciente sino de la muerte (Lacan, Carta a la Escuela), el Dios oscuro sin reverso paterno, ¿qué quiere? El clero asesino, como lo llama J.-A. Miller, hace hablar al Dios: quiere sacrificios humanos, autoinmolaciones. Los yihadistas son objetos desechables, pedazos de carne.
Por la vía de la transferencia analítica se va a otro absoluto. No el de todos, ficción de un Uno ideal siniestro, sino el que hace la diferencia absoluta del goce de un sujeto. Uno-por uno. El analista, que ocupaba el lugar del objeto, al final será el mediador que se desvanece. El cineasta David Lynch pide algo con lo que estaría de acuerdo Lacan: hay que concentrarse en la dona, no en el agujero. Sabiendo que está allí.