Como dice Pascal Bruckner en “La tentación de la inocencia”, la modernidad celebró la liberación del yugo de la tradición. Esta alegría de la libertad, sin embargo, pronto reveló su cara de tormento. Todo quedaba a cargo del propio sujeto. Al menos antes, cuando uno se sentía desgraciado, podía culpar a su sujeción a la autoridad. Pero hoy ¿a quién culpar de mis desgracias? Paradójicamente, cuanto más libre se presenta el sujeto moderno, más tiende a invocar la culpabilidad de un otro responsable de que uno no haya gozado de todo lo que podía, de la sensación de haber sido estafados y decepcionados en lo más profundo. La vida del hombre libre tiene estructura de promesa, y cada uno de nosotros está sujeto a pensar que se merecía algo mejor y que debería recibir una compensación.
Un conocido eslogan publicitario, “te lo mereces, y lo sabes”, presenta a cada uno como sujeto de un derecho previo a haber hecho nada por merecerlo. Si existen los derechos y yo me veo privado, puedo reclamar el estatuto de víctima.
Así ha sido leído por muchos el propio psicoanálisis freudiano, que entró en la cultura de masas entregando a cada cual un plantel de disculpas y pretextos para la propia conducta o frente a la imposibilidad de encontrar la felicidad: mi infancia desgraciada, mi madre mala, etc…
Freud es su artículo “Los de excepción” habla del carácter de aquellas personas que a raíz de alguna enfermedad o desgracia padecidas en la infancia se creen exentos de las obligaciones del común de los mortales. Consideran que ya han sufrido lo suficiente y la vida les debe una compensación.
En realidad, dice Freud, en cada uno de nosotros encontramos una idea de haber sufrido un atentado en nuestra infancia. Lacan habla de la castración que introduce el lenguaje cuando golpea el cuerpo. Es un hecho de estructura.
La neurosis, sin embargo, consiste precisamente en encontrar preferible creer en un Otro omnipotente que nos esclaviza antes que saber que lo más fundamental de nuestra existencia tiene que ver con una contingencia sin sentido, con un momento inaugural en el que algo del exceso pulsional no pudo ser pasado por el aparato del sentido y quedó “sacrificado” para poder constituirse como ser hablante. Una de las acepciones del término sacrificio en el diccionario de la Real Academia Española es “persona o animal destinado al sacrificio” . Sabemos que hay un sacrificio estructural, inherente a la constitución del sujeto como sujeto del lenguaje: la pérdida del goce mítico, total. Pero podríamos decir que hay también un segundo sacrificio al que también consentimos, pero del que podríamos prescindir en el mejor de los casos: es el sacrificio ligado al intento de reparar la incompletud del Otro para hacer de él el garante de un orden simbólico al que nada escaparía: todo estaría ordenado por el lenguaje, por la razón. Con el sacrificio el sujeto cede la causa de su deseo al Otro: tengo que sufrir/gozar porque el Otro falla, no porque yo goce de eso. Al mismo tiempo, se entrega a la pasión de la ignorancia, a cultivar su yo, su identidad de víctima que desconoce su goce. Ese goce privado del que no quiere saber nada el sujeto se lo sacrifica a sus dioses oscuros, dice Lacan en el Seminario 11: “El sacrificio significa que, en el objeto de nuestros deseos, intentamos encontrar el testimonio de la presencia del deseo de ese Otro al que llamo aquí dios oscuro”. Esta es la tentación del sacrificio. Y el sujeto, eternizado en posición de objeto de goce de ese Otro completo es el estatuto de la víctima. Identificado en ese lugar encuentra un falso descanso a su angustia, al precio de perder su deseo.
El psicoanálisis rompe con la idea de inocencia y de excepción que caracteriza a la víctima. No se trata de desconocer el sufrimiento que implica una situación de violencia, pero nos orientamos mejor si en lugar de compadecer, adoptamos una posición “inhumana”: la de buscar la posición del sujeto frente a su goce.
En realidad cada uno de nosotros es una víctima porque uno tiene más remedio que alienarse a los significantes del Otro, porque la civilización exige sacrificar algo del ser para entrar en ella y porque necesariamente uno afrontó en su infancia el encuentro con aquello que no tiene representación, es decir, con algo del orden del horror ante lo cual tomó una cierta posición. Ese goce dejó una marca y el sujeto está, a partir de entonces confrontado a una cierta repetición del encuentro con ese innombrable. Eso sí, una repetición mediada por la pantalla del fantasma, que le permite no saber que es él mismo quien busca esa repetición y ofrecerse a sus particulares servidumbres voluntarias. Deshacer esto es el trabajo de un análisis: acceder a saber que de lo que uno es realmente víctima es de su propio goce, que es lo más íntimo y a la vez lo más ajeno. Saberse víctima de una marca de goce sin por eso sentirse víctima de ella, hacer un mejor uso de esa marca personal, ponerla al servicio de la propia causa.
Para el psicoanálisis no hay lo común de la víctima. Lo que para uno es un trauma no tiene porqué serlo para otro, y si lo es, no lo es por las mismas razones. Esto va contra la pretensión pseudocientífica de ser todos iguales y susceptibles de poder ser evaluados, prevenir los daños y garantizar nuestra seguridad, pretensión loca donde las haya, porque el goce, ese resto que queda por fuera de la operación del lenguaje sobre el cuerpo, ni se educa, ni se legisla, ni se previene. Sólo se puede encontrar un saber hacer con ello, a ser posible sin demasiado sufrimiento.
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