Lacan ya nos lo dijo: si una obra de arte nos conmueve, es por su capacidad de sacudir nuestro inconsciente, de hacer resonar en cada uno resortes olvidados y perdidos en los callejones lejanos de nuestra infancia, mucho más allá de lo que somos capaces de comprender.
La galardonada película de Lynne Ramsay, En realidad, nunca estuviste aquí, está a la altura de dicha definición. El titulo mismo apunta ya a ese montaje, puesto que, la trama de una obra de tal envergadura siempre se despliega en un doble plano: está lo que sucede en la “realidad”, la historia que cuenta, y a su lado, en otro plano mucho más silencioso, su estructura, aquello que habla al espectador. De la conjunción de ambos emana su fuerza poética. Y es que quizás, finalmente, una producción artística solo es merecedora de ese nombre, si consigue emular un poema.
FILMAFFINITY la presenta de este modo: “Joe (Joaquin Phoenix), ex marine y antiguo veterano de guerra, es un tipo solitario que dedica su tiempo a intentar salvar a mujeres que son explotadas sexualmente. No se permite ni amigos ni amantes y se gana la vida rescatando jóvenes de las garras de los tratantes de blancas. Un día recibe la llamada de un político porque su hija ha sido secuestrada”.
Joe es el anti-héroe de esta tragedia contemporánea; un ser frío y brutalmente cruel, que asesina sin pestañear con un martillo de colgar cuadros. Vive con su madre, sobreviviente de la barbarie, único ser humano con el que tiene relación. El mundo post-apocalíptico en el que se mueve, es el correlato de los nubarrones de su propia historia, que empezarán asediarlo desde el momento en que acepte el encargo de rescatar a una niña de una trama de prostitución infantil para políticos de altas esferas.
Nuestro protagonista, este extraño ser parecido a un zombi, más muerto que vivo, tiene, no obstante, un síntoma: la asfixia. Ese ahogo tan particular, es a la vez, lo que él mismo se provoca, como aquello de lo que quisiera librarse. Los flash-back a su infancia muestran cómo lo construyó: en las escenas de violencia entre sus padres, mientras su madre se escondía bajo una mesa, él se encerraba en el armario e introducía su cabeza dentro de los plásticos que protegen la ropa de los ácaros. Allí, sin aire, sin ruido, trataba de hacerse una burbuja que lo aislara del mundo… y esa solución, a su vez, le provocaba la asfixia.
La última misión, no obstante, va a cambiar el rumbo de nuestro hombre. Si bien ésta empieza como cualquier otra, -con una compra de material para la masacre en la tienda de bricolaje y el reguero de muertes instantáneas propinadas con un martillo-, esta vez, en el último paso, algo falla: con la víctima rescatada de las garras de sus violadores, no puede concluir la entrega. El padre de la niña se ha suicidado. Acto seguido, una panda de mafiosos asesinos, le arrebatan de los brazos a la niña que se aleja gritando su nombre.
A partir de ese momento, la vida de Joe se pone realmente a prueba: quizás no lo sepa, pero ahora hay algo propio en juego para él. Ingresamos en ese instante, en su tramo más brutal, onírico y poético. Después de hallar asesinada a su propia madre, Joe corre asfixiado, se hunde en las aguas con su cadáver en brazos. ¿o es el de la niña? y casi al tocar fondo, se desprende del cuerpo, y vuelve a la superficie. Hermosa imagen de la extracción del objeto a, de la doble operación de alienación y separación que anuncia de este modo el surgimiento del sujeto.
Así, una vez sacudido y despertado abruptamente a nuestro héroe de su sueño eterno, la película prosigue entrelazando la historia de la niña, con la del niño que él fue, añadiendo a cuenta gotas, delicados detalles a la escena imborrable de la infancia; esa que determinó su ser, y allí a ras de suelo, vemos arrastrarse la sombra del padre: un par de piernas grises, con un martillo colgando del brazo.
En esta maravillosa película, podréis encontrar la rescritura de obras de arte inmortales: la sed de venganza de Hamlet, o su lazo casi incestuoso con la madre, que a su vez le provoca la fantasía continua de acuchillarla, como en la Psicosis de Hitchcock. Revisitamos la soledad y el cansancio del héroe trágico, como sucedió a Edipo en Colona, ese que siempre parece estar exhausto al final del camino. También Joe, igual que hiciera Antígona, rehúye someterse a las leyes de los hombres para estar bajo la de los dioses, aunque éstos hayan decidido abandonarnos para siempre.
Pero si hay algo memorable, es su escena final, en tanto ésta puntúa un comienzo. Joe y la niña sentados en una cafetería a punto de emprender un viaje a ninguna parte. Una ensoñación última tienta a Joe al suicidio, pero despierta con la sonrisa de su pequeña acompañante anunciando un día de sol radiante; y por esa brecha de luz, vi asomarse a una Lolita contemporánea, cuyo lazo al otro está listo para reinventar una nueva versión del amor, más allá del suicidado padre, pero no sin su cadáver.
Esta película arranca una forma de un mundo inexistente habitado por la ausencia de toda prohibición, por la inoperancia de cualquier ley, lengua o creencia. La consumación del capitalismo ha transformado la vida en un infierno de aburrimiento de un mandato continuo de goce en bruto, y eso siempre desemboca en el hastío y el odio a sí mismo más profundos. El exceso, la barbarie y el crimen gobiernan el planeta, por eso este héroe es una especie de santo, un niño que, transmutando el dolor de su humana existencia, puede soltar al fin el martillo del padre, e iniciar el camino de reinventar el amor, ése que le señala su castración: sendero que necesariamente tendrá que construir alejándose de las herencias y las promesas recibidas y esperadas.