Diario Perfil – BsAs
Eric Laurent es el delegado general de la Asociación Mundial de Psicoanálisis y un referente mundial en la materia. Una eminencia sin pelos en la lengua.
Eric Laurent es el delegado general de la Asociación Mundial de Psicoanálisis y un referente mundial en la materia. Una eminencia sin pelos en la lengua.
Eric Laurent, un hombre preciso, con palabras de rigor científico, pero también con una afable disposición a responder (en perfecto castellano) todo tipo de preguntas.
—¿Usted cree, doctor, que, en líneas generales, vivimos en una sociedad marcada por una fuerte depresión?
—Lo que me llama la atención es que se intente convencer a esta sociedad de que las cosas son así. ¡La depresión esboza un manejo muy amplio de las depresiones y resulta entonces difícil no estar deprimido! A tal punto, que se suscitan grandes debates dentro de la clínica psiquiátrica por saber (partiendo del momento en que una dolencia golpea a un 25% de la población) si esto obliga a replantear la noción de enfermedad. Puede pensarse que, a lo largo de una vida, se nos dan prácticamente todas las oportunidades para tener un episodio depresivo. Pero de todas maneras, esto replantea, como decía, el justificativo de un tratamiento como si se tratara de una enfermedad. Y ello abarca desde un hombre víctima de estados de tristeza bastante comunes, hasta un paciente preocupante, como puede ser el melancólico grave que es, sin duda, víctima de una enfermedad. Digamos que hay una creencia muy difundida por la cual la población se encuentra hoy frente a una nueva angustia, que es preguntarse: “¿Voy a deprimirme? ¿Acaso hay algo que me lo impida?”.
—La verdad es que ésa es una fea pregunta… —… que podría completarse con otra: “¿Qué voy a hacer cuando esto ocurra?”. Al mismo tiempo, le diría que hoy (y esto es una buena noticia) hay medicamentos que permiten remediar esa depresión. —A propósito de medicamentos, ¿es cierto que actualmente, en Europa, se receta Prozac a menores de 18 años? —Bueno, en Europa todo es complicado. Todo está reglamentado. El problema de los antidepresivos para adolescentes empezó en los Estados Unidos, donde tienen tendencia a medicar en forma muy amplia. Por ejemplo, la prohibición (que se mantuvo durante mucho tiempo) sobre medicar a los niños no ha sido barrera suficiente. En primer término, los americanos medicaron a adolescentes en forma masiva, por problemas de suicidio. El efecto de liberarse del peso de la depresión, de una triste inmovilidad, puede implicar el riesgo de una reacción opuesta. De allí la importancia de prestar atención al hecho de que no bastaba con recetar antidepresivos a los adolescentes para que volvieran a la normalidad. Era necesario ocuparse de ellos, sobre todo en los comienzos del tratamiento. Había que acompañar la medicación con psicoterapia. Las preguntas se plantearon, entonces, en muchos países: ¿hay que recetar? ¿Cuánto tiempo, y cómo? Hubo resultados contradictorios, y en los Estados Unidos surgieron las primeras advertencias. Por ejemplo, colocando en la cajita de los envases el anuncio de que ese medicamento podía ser peligroso. Se llega así a una impasse en la que tenemos la medicación milagrosa para la depresión, pero, al mismo tiempo, estamos obligados a advertir que es un medicamento peligroso. Aparece entonces la sociedad técnica, que apunta a decirnos: “Bueno, de ahora en más, considérese una máquina. Si está triste, es porque su nivel de serotonina no es lo suficientemente alto. Si lo corrige, se mejorará”. ¡Es considerar el cuerpo como si fuera un automóvil! ¡Cuando algo no anda bien, busquemos piezas de repuesto! ¡Fíjese usted! ¡Todos los adelantos de la biología permitiendo asegurar que la causa de nuestra tristeza existencial depende de la serotonina! ¡Y otro día será la dopamina!… —Indudablemente, la mirada hacia el cuerpo humano ha variado mucho. ¡Pensemos en lo que significaba un siglo atrás! —Por supuesto. Hace un siglo, por el contrario, se ponía el acento en el “vitalismo”. Es decir, la vida. Había todo un discurso, sin embargo, absolutamente compatible con las grandes carnicerías europeas que resultaron de las dos guerras mundiales, en las que hubo muchas matanzas. Es decir que esa mirada hacia el cuerpo estuvo marcada por una diferencia. No se lo consideró una máquina, sino un sujeto pasible de ser destruido. Llegamos así a la Shoá, al Holocausto que en Europa golpeó terriblemente, y que ha dejado una huella aún más estremecedora que la carnicería (y repito el término) de la Gran Guerra de 1914, en la que varias generaciones perdieron la vida. —Terrible guerra de trincheras… —Los jóvenes fueron enviados a la muerte y eso tuvo, sin duda, efectos depresivos sobre la generación siguiente, que intentó recuperar un poco de vitalidad a través de lo que significaron ciertos movimientos como el surrealismo, el arte moderno… Los años 20 fueron un intento de recuperar un poco de vitalidad después de esas matanzas. Entonces el cuerpo, ya no “carne de cañón” sino cuerpo-máquina, nos permite soñar desde un punto de vista técnico acerca de la vida y el mundo. —Convengamos en que el concepto de cuerpo-máquina es más bien triste.
¿Usted piensa que, por ejemplo, la droga puede ser una consecuencia de este enfoque?
—Si usted lo prefiere, la droga podría ser una especie de ironía terrible de lo que ya había intuido Karl Marx. El decía que a medida que el capitalismo invade todos los aspectos de la vida… Bueno, Marx vio esto con anticipación, cuando la famosa Exposición Universal de 1850 en el Cristal Palace, donde se exhibieron todos los objetos de la industria (incluso el cine, invento de los hermanos Lumière), y señaló allí el inicio del fetichismo de los objetos de mercado. Ciento cincuenta años más tarde, nuestra civilización (y hablo en plural, puesto que al caer el Muro de Berlín estamos incluidos en una misma civilización) se caracteriza por la pasión hacia el objeto. Esto destruye las tradiciones, una manera de vivir, todo aquello que luego culmina con el traslado de personas, increíbles migraciones forzosas que hacen que la gente se pregunte: “¿Cómo voy a vivir?”. Frente a esta angustia, aparece un impulso de vida que desea recuperar ciertas cosas y se manifiesta como consecuencia de estos traslados forzosos. Todo se devora, y la droga entra por todos lados. —En Argentina tenemos una grave situación de miseria, con una brecha entre la gente que trabaja y gana un salario, y aquellos que carecen de lo más elemental. No es el mismo cuadro que usted mencionaba, pero, entre nosotros, también la droga entra como una forma de olvido frente a esta situación desesperada. —Es un problema muy complicado. ¡Recuerde que los ricos son los principales consumidores de droga! Olvidar la miseria… Bueno, América latina abastece, a través de países como Colombia, a los Estados Unidos, que es una nación de consumo. Como le decía, los ricos fueron los primeros en consumir droga. Luego, a medida que se amplía la producción de droga, se produce un sobrante que consumen los pobres, que tratan de vivir con lo que les queda por vender. Es cierto que los pobres también se prostituyen, entran en la delincuencia y comercian droga, pero… el olvido –Laurent se detiene, pensativo–… la droga golpea a los sectores muy ricos. Por ejemplo, la penetración de la cocaína como droga de performance se da solamente en las capas más altas de la sociedad.
—¿Puede decirse, doctor, que la droga es una forma de hedonismo ?
—La droga es una forma de morir. Y de morir en pleno éxtasis. Por lo tanto, es un total hedonismo. Pero la droga revela, también, algo muy profundo, y es que se intenta hacernos creer que se puede construir una sociedad en base al hedonismo. Lo cual no es cierto. Una sociedad debe tener (y sin ello no puede sobrevivir) otras cosas que no sean el placer por principio. Freud vio en 1920 que el placer (como principio) abre la puerta a un más allá permanente. Es decir, un más allá en el que se busca sólo nuestro placer, y ¿qué encontramos entonces? Encontramos algo que Jacques Lacan tomó del vocablo francés clásico, “el goce”. Y el goce tiene la característica de ser cercano al placer, pero de ir más allá que él. Se empieza por tomar un poco de cocaína “por placer”, luego para “levantarse” un poquito, ¡y finalmente, es imposible parar! Es impresionante lo que revela la droga: ¡somos una sociedad globalmente adictiva! La adicción, el éxito… Es por eso que en el trabajo, por ejemplo, uno se hace adicto, por varias razones: para progresar, porque es un beneficio para toda la familia, porque uno tiene ideas brillantes, etc. Entonces nos convertimos en un workaholic (adicto al trabajo). ¡Trabajamos cada vez más y, si uno es japonés, acaba por morir en el trabajo! En una palabra, todo se vuelve una adicción y el cuerpo-máquina (del que se intenta decirnos que es una “gran promesa” y que cuando se gasten las piezas originales nos pondrán los repuestos) no va a funcionar nunca como una máquina. ¡De ninguna manera! Lo que ese cuerpo quiere es gozar y gozar cada vez más. Y lo que hay que saber es en qué punto es preciso detenerse. Estamos en una civilización que ha perdido la fórmula para saber en qué momento hay que parar. Hemos entrado en una carrera loca y adictiva. Como dicen los norteamericanos, estamos, en efecto, en una guerra contra la droga, pero que también es una guerra contra muchas otras cosas.
—¿Por ejemplo?
—Mire, algo se ha perdido. Y precisamente la función del psicoanálisis, desde que Freud lo creó, es recordarnos que el placer lleva a un más allá. Es necesario encontrar las reglamentaciones adecuadas, lo cual no significa una prohibición. La prohibición implica reglamentación, ¡pero ya nadie cree demasiado en eso, porque ya no hay muchas prohibiciones posibles! Esto es algo todavía más complicado. La prohibición en sí misma puede conducir a una sociedad loca por prohibir, como lo fue durante la época victoriana, a finales del siglo XIX. El término medio está en no caer en la locura de la prohibición, ni en el error de la permisividad convertida en una forma de locura en sí misma.—La complicación aparece, doctor, también en los resultados catastróficos de la sociedad por prohibir… —Yo considero que la sociedad victoriana nos condujo hacia la Primera Guerra Mundial. Esa carnicería liberó los más bajos instintos reprimidos por una así llamada también “moral victoriana”. Incluso, en aquellos años, se advirtió que existía una relación entre esos códigos estrictos y el desencadenamiento mortífero del que le hablo. Creo que hoy debemos ayudar a los que están apresados en un problema que nos atañe a todos. Hay que encontrar los medios para regular una convivencia que permita relaciones humanas. Ciertamente, no será entonces con las ideologías del cuerpo-máquina que podremos librarnos de los problemas que acarrea la droga bajo todas sus formas.
—Usted mencionaba recién a Jacques Lacan. Fue su analista, ¿no es cierto? Una experiencia muy importante…
—Efectivamente, fue interesantísimo para mí. Inolvidable. Yo era un muchacho y me apasionaban los problemas intelectuales. Esto ocurrió en 1967, un año antes del Mayo Francés. Yo seguía las clases de Althusser, que hablaba de reinventar el psicoanálisis, a través de Lacan, usando un lenguaje contemporáneo y moderno que permitiera comprender el punto en el que nos encontrábamos. Yo no me atrevía a llegar hasta Lacan. Pero finalmente lo hice, y él accedió a analizarme. Y esto se prolongó hasta su muerte, en 1981. Por supuesto que, en los últimos años, yo lo consultaba también sobre temas generales, pero, en efecto, la experiencia de ese análisis fue algo apasionante, porque implicaba simultáneamente el conocimiento de uno mismo y entender al mundo. Por otra parte, es así como debe ser enfocado el psicoanálisis.
—A propósito de vínculos, doctor ¿cómo ve usted, en la actualidad, las relaciones padre-hijo?
Los hijos ya no admiran a sus padres. Me parece que ese concepto se ha perdido o, en todo caso, se ha modificado notablemente. —Yo diría que la relación hijo-padre es de las más misteriosas, y sobre ella se ha deseado establecer ciertas tradiciones. Los padres despreciados… Mire, hay tradiciones y costumbres que han evitado eso. La cultura china, la cultura japonesa que han entrado en la modernidad… También la tradición judía… Allí se respeta a los padres con improntas aún mayores que en la tradición católica. Fíjese que, en la tradición católica, el padre siempre es sospechado (si es que puedo emplear esta palabra) de ser un padre adoptivo. Todo padre es un poco José (el padre de Jesús y esposo de María). En la historia de Cristo, tenemos las palabras: “Dejad que se acerquen a mí”, refiriéndose a lo quitado de las familias para convertir a sus hijos en apóstoles. Las órdenes monásticas eran extraídas de las familias. Por lo tanto, en el catolicismo hay siempre algo más marcado que en otras tradiciones entre el padre y el nombre del padre. —¿Esto ocurre también entre los protestantes? —Los protestantes no tienen esta posición del catolicismo. Hay una concepción diferente de Dios. —Pienso en las películas de Bergman, en las que aparecen siempre pastores terribles con sus hijos… —Sí, es una relación terrible, que Bergman ha sabido transmitir. Incluso casi hasta el momento de su muerte, él necesitó de todo su arte y su talento para suavizar los hechos de su niñez. Esa imponente presencia de un “Dios malo” que tanto aparece en sus películas… Fíjese usted que son tradiciones que se mantienen aun dentro de la modernidad y que, a través de esta relación, también son parte de la ciencia. ¡Porque la ciencia toca a las madres cuando son ellas las que eligen qué padre quieren para su hijo! O si no, cuando desean, a través de la ciencia, que no haya ningún padre conocido. Y también a través de ficciones legales o de dispositivos cada vez más complicados que permiten, por la fecundación asistida, tener varios padres. Se toma el óvulo de una mujer, se lo implanta en el vientre de otra… Todo se complica, y ya nada aparece como seguro. En el pasado, podía decirse que la madre era una sola y el padre podía ser putativo. Bueno, hoy ya no es el caso. Por lo tanto, el vínculo padre-hijo se vuelve cada vez más una ficción legal, un vínculo más tenue. —¿Cómo cree usted que esto afecta o complica a los jóvenes? —Bueno, ¡no sólo a los jóvenes, sino también a los padres! Eso complica a todos, porque es muy difícil saber dónde ubicarse. Los padres creían saber y conocer el oficio de padres, y ahora ya no entienden demasiado qué actitud adoptar. Ya no pueden ser los padres terribles y autoritarios de antaño. Esa autoridad ya no corre. Por esto es imperioso encontrar la manera de ser padres, porque ese papel puede reducirse a un vínculo legal y, al mismo tiempo, fuera de la tradición. Sin embargo, no deja de existir. Hay allí un enigma que subsiste. ¡El solo vínculo genético y biológico no permite reducir el tema a cuál fue el deseo que hizo que yo llegara a este mundo! ¿Quién puede responder acerca del deseo que me trajo al mundo? ¿Por qué se tienen hijos? ¿Por qué lo quisiste tú, que dices que eres mi padre? ¿Y qué esperabas de mí? Frente a la queja de la juventud… ¿decir que desprecian a sus padres? Yo pensaría más bien que no pueden creer tan fácilmente como antaño en el rol de la paternidad. Fíjese usted: el padre ya no es el dueño de la situación. Es un esclavo que trabaja. Como el resto de la sociedad. Tiene que producir, cumplir con sus 60 horas laborales por semana. Y si lo despiden de ese trabajo, se encuentra sin nada. Hay padres admirables, pero han perdido la majestad. Hay algo trágico también en la juventud. Algo como: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”. Los jóvenes tienen que arreglárselas con su sexualidad, con la droga, con su propio cuerpo. ¿En qué pueden apoyarse? Es una pregunta muy angustiosa para un joven, y él nos está pidiendo que no lo abandonemos frente a todos estos interrogantes.