PRENSA flash
REVISTA NOTICIAS Nº 1675 • MATERIA PSICOLOGÍA
Psicoanálisis y guerra
El conflicto armado, con la crueldad y la carga de destrucción que lo rodea, también fue motivo de la reflexión del psicoanálisis. La autora repasa la visión de Freud y autores posteriores sobre ese mal que aqueja a la humanidad desde hace siglos.
Por Silvia Ons*
Freud no vio a la guerra de lejos, ya que ella atravesó su vida: sus tres hijos participaron en las acciones bélicas, durante años su práctica como analista se vio condenada a la ruina y Sophie, la hija favorita, murió a causa de su vulnerabilidad a la infección provocada por los desastres.
En ninguna otra contienda en el mundo hubo una matanza semejante a la de Verdún entre los años 1914-1918. Su valor traumático se recorta aún más si se piensa en su acontecer luego de lo que se llamó el siglo de las delicias y también du grand ennui, del gran aburrimiento, del gran tedio y de la gran prosperidad de la clase media.
Hubo antes otras guerras que mostraron, sin duda, horrores difíciles de soportar, pero ninguna de ellas fue más mortífera y sangrienta, anticipando así, al estilo de las que le siguieron. Freud apela a diferenciarla de las guerras en la antigua Grecia en las que los griegos habían prohibido asolar las ciudades pertenecientes a la Confederación, talar sus olivares o cortarles el agua. Se respetaba al herido que abandonaba la lucha y al médico y al enfermero dedicado a la curación. Se consideraba a la población no beligerante, es decir, a las mujeres y los niños. Se preservaban las empresas e instituciones internacionales que habían encarnado la comunidad cultural de los tiempos pacíficos.
Mientras que la guerra de los albores del siglo XX fue mucho más brutal que las de otrora, el perfeccionamiento de las armas le dio más potencia de fuego y no tuvo miramiento por ningún linde, fue cruel, enconada y sin cuartel. Infringió todas las limitaciones a las que los pueblos se obligaron en épocas de paz, no reconoció privilegios ni para el herido ni para el médico, no admitió la diferencia entre los núcleos combatientes y pacíficos de la población.
Derribó, en definitiva, con ciega cólera todo lo que salió al paso, como si después de ella no hubiese futuro. Las atrocidades de la Primera Guerra Mundial marcaron no solo la vida de Freud, sino a su propia teoría.
Si bien el poder de la agresión no había sido un secreto antes de 1914, la guerra sella el descubrimiento de la pulsión de muerte. Son los sueños de las neurosis de guerra que retrotraen a los pacientes al momento traumático, los que lo llevan a Freud a reformular antigua tesis de que el sueño sea el cumplimiento de un deseo. La guerra, pues, como trauma al que se vuelve, más allá del principio de placer.
Ningún descubrimiento freudiano fue más rechazado por los propios analistas que el concepto de pulsión de muerte. Incluso después de la Segunda Guerra Mundial, ellos no le daban crédito, considerándola una noción biológica, cuando en realidad la biología no conoce nada de ella. Es incluso el propio Freud quien tardó en asimilar la idea, cuando le fue propuesta por la analista rusa Sabina Spielrein.
Antes de ser médica dedicada al psicoanálisis, ella había sido paciente y amante de Jung. Joven histérica, vive el desgarro producido por una pasión tormentosa con el que, además de ser su terapeuta, era un hombre casado que no abandonaría jamás a su esposa. No pudiendo tener con él al hijo anhelado, escribirá un trabajo sobre la destrucción como causa del devenir, que anticipa el descubrimiento freudiano. Interesa destacar de qué modo, el concepto de pulsión de muerte fue enunciado por vez primera por una mujer a partir del estrago de una relación amorosa, mostrando, hasta qué punto esa dimensión está presente no solo en la guerra.
Hoy en día, muchos psicoanalistas tienden a reducir la guerra a la pulsión de muerte, cuando en realidad Freud toma a la guerra –desde la clínica– para reformular el trauma y la pulsión pero, según pienso, no explica a la guerra por la pulsión sino por la manera en la que la cultura trata a la pulsión. En principio su posición es semejante a la de Thomas Hobbes: “el hombre es el lobo del hombre” (homo hominis, lupus). Recordemos que, ya en los albores de la modernidad, este filósofo había creado el concepto de “contrato social” para refrenar tal impulsividad que hace de la sociedad humana una formación de individuos dominados la por ambición de mando y de dominio.
En el Leviatán (1651) describe que “en su estado natural todos los hombres tienen el deseo y la voluntad de causar daño” de modo que hay –cuando menos en principio– una constante “guerra de todos contra todos” (bellum omnium contra omnes). El fin de dicho estado y con él las condiciones para que pueda existir una sociedad, surge mediante un pacto por el cual cesan las hostilidades y los sujetos delegan sus derechos, tal renuncia permite el establecimiento de una autoridad que está por encima de ellos, pero en la cual se sienten identificados. Sin embargo, como dice Eric Laurent, la cuestión es saber si el surgimiento del Estado elimina la presencia de la muerte. La esperanza de los racionalistas del siglo XVIII –como Condorcet– ha sido desmentida por los hechos. La guerra, –afirma Freud– trajo consigo una terrible decepción ya que ella muestra que el progreso de la civilización no ha moderado la violencia y tampoco ha ayudado para que ella se encauce hacia otros destinos. Por el contrario, el progreso tecnológico la dota de armas cada vez más poderosas, incrementando así sus alcances. Ya hace más de 40 años, Rusell se preguntaba si el hombre de la generación tecnológica no estaba condenado a desaparecer.
La guerra lleva a Freud a profundizar en la cultura, en su malestar, en el porvenir de sus ilusiones, en la psicología de masas. A propósito de este acontecimiento, escribe dos trabajos específicos, uno a poco de comenzar la guerra: “De guerra y muerte. Temas de actualidad” (1915), otro, mucho después mediando el descubrimiento de la pulsión de muerte “¿Por qué la guerra?” (1932) en respuesta a una carta de Einstein.
En el primer texto, Freud se refirió a la desilusión que trae consigo este suceso, y la resume en dos puntos: “La ínfima eticidad demostrada hacia el exterior por los Estados que hacia el interior se habían presentado como guardianes de las normas éticas, y la brutalidad en la conducta de individuos a quienes, por su condición de partícipes en la más elevada cultura humana, no se los había creído capaces de algo semejante”. Más esta desilusión descansa en la ilusión errónea de creer que los sujetos se habían elevado a un nivel ético, que habíamos sobreestimado. También cuando Freud alude a la ínfima eticidad demostrada por el Estado, indica que el Leviatán, montado para refrenar la violencia, la alberga en su seno.
Freud se pregunta cómo el individuo alcanza un nivel superior de eticidad. Primeramente rechaza de plano la idea acerca de la bondad originaria del hombre. Esta concepción que es la del mito del origen en Rousseau, conduce inevitablemente a una visión paranoica del mundo, ya que estima que el mal sólo proviene de la corrupción de las costumbres, a las que opone la inocencia natural. El mal sexual hundiría así sus raíces en un exterior amenazante, anidando en un universo foráneo al del cándido sujeto. Pero ese corazón propio bueno definido por Rousseau como “transparente como el cristal”, es un corazón maniqueo que ha divorciado sin dialéctica el bien del mal, mal que entonces queda expulsado en los confines de la alteridad. Más certero, San Agustín supera su propio maniqueísmo al reconocer que, cuando de joven robó las peras, no lo hacía simplemente para disfrutar de ellas, sino por el goce en la trasgresión misma, concluyendo en el engaño de recurrir a un poder impersonal del mal.
Hoy en día existe una tendencia cada vez más marcada en suponer que el mal está en el prójimo, siempre visto como enemigo. Nuestra época es una época paranoica, que como tal, incita a la violencia. Piénsese, por ejemplo en el auge que ha tenido el libro de “autoayuda” titulado “Gente tóxica”. La norteamericana Lilian Glass lo llamó Toxic people y rápidamente se convirtió en best seller en los Estados Unidos. Como indicador de la pronta asimilación de la mala cultura yanqui, no tardó en publicarse en nuestro país su réplica: “Gente tóxica”, de Bernardo Stamateas. La consigna se ha propagado con facilidad, y aún las personas que no han leído el texto gustan referirse a la toxicidad de los otros, estampándoles ese calificativo. Es muy fácil. Todo aquello que disgusta caerá bajo esa impronta y si de alguna molestia propia se padece, lo más sencillo será atribuir la causa a los demás. Páginas enteras encaminadas a asesorar a los lectores acerca de cómo reconocer a los sujetos “tóxicos” y gente ávida por encontrar la clave para poder identificarlos. Se trata de un manual que brinda pautas para divisar a aquellos que “roban los sueños” y entonces allí desfilan: el manipulador, el violento, el envidioso, el chismoso, el orgulloso etc. En la base subyace una concepción del sujeto, como víctima, y del otro, como enemigo. Claro que bajo este último rubro estarían todos los integrantes de la humanidad, ya que no existen seres sin síntomas, el goce de todos nosotros tiene algo de “tóxico”, ya que al ser humanos no somos almas puras. Cómo liberarse de los sujetos tóxicos sería pretender una humanidad sin síntomas… no es difícil entrever el costado letal de semejante aspiración. Hace 40 años Lacan predijo: “Nuestro porvenir de mercados comunes será balanceado por la extensión cada vez más dura de los procesos de segregación”. Conocemos estos procesos: la segregación de los judíos, de los negros, de los árabes, de los armenios, de los “bolitas”, de los chinos, para solo nombrar algunas de sus tantas figuras. Ahora la segregación se ejerce ya ni siquiera respecto de una clase, bajo el nombre de “gente tóxica” todo el mundo podría ser afectado. Claro que el dedo del acusador se cree “inocente” y nunca responsable, la culpa es la del otro.
Freud no creería jamás en esa inocencia. Y se pregunta qué hace la cultura frente a las inclinaciones del hombre. Se podría suponer que las malas inclinaciones del hombre le son desarraigadas y, bajo la influencia de la educación y del medio cultural, son sustituidas por inclinaciones a hacer el bien.
Sorprende entonces que en los así educados, la maldad aflore con tanta violencia. Freud explica este fenómeno con el argumento que la cultura fuerza a sus miembros a un distanciamiento cada vez mayor respecto de sus disposiciones pulsionales. Y Freud no duda en llamar hipócrita a quien reacciona siempre de acuerdo con preceptos, que no son la expresión de sus inclinaciones. Entonces, si los pueblos, los individuos rectores de la humanidad y los Estados abandonan las restricciones éticas en época de guerra, ello obedece para Freud a la incitación a sustraerse de la presión continua de la cultura, dándoles satisfacción a las pulsiones refrenadas.
Sin embargo, en la respuesta que le da a Einstein en su artículo “Por qué la guerra”, Freud concluye que “todo lo que promueva el desarrollo de la cultura, trabaja también contra la guerra”. Hay entonces culturas que, rechazando la dimensión pulsional, hacen que ella se acreciente llevando a la guerra, y otras que posibilitarían un destino pulsional diferente, que trabajaría “contra la guerra”. Esta cultura sería aquella que estimulase la creatividad, favoreciendo la capacidad sublimatoria de los individuos. No se trataría entonces para Freud de sofocar las pulsiones mediante la represión, ni de dar libre curso a la pulsión indomeñable.
Que Freud haya hecho una crítica a los imperativos culturales que pretenden extinguir nuestras pulsiones no insta entonces a que la pulsión, lejos de sufrir el destino de la represión, pierda toda sujeción. Por el contrario, su anhelo es el de crear un nuevo estado en el interior del yo, y ello es paralelo al imperativo ético que rige al psicoanálisis: “Allí donde era ello, yo debo advenir ”.
En “Análisis terminable e interminable” sostiene que en un análisis no se trata de intentar hacer desaparecer la pulsión –cuestión por lo demás imposible y no deseable– sino de domeñarla. “Domeñamiento” en alemán es Bändigung; Etcheverry señala, en una nota al pie, que Freud utilizó esta palabra en otros lugares, bien para enunciar que la mezcla de la libido con la pulsión de muerte torna inocua a esta última, bien para hablar –al inicio de su obra– del proceso por el cual los recuerdos penosos, a raíz de la intervención del yo, dejan de portar el mismo afecto. En uno y otro caso, un elemento deja de ser el mismo, a partir de la intervención de otro elemento. Reiteramos que tal transmutación no significa desaparición, ya que por el contrario, para Freud, la pulsión “es admitida dentro de la armonía del yo, es asequible a toda clase de influjos por las otras aspiraciones que hay en el interior del yo, y ya no sigue más su camino propio hacia la satisfacción”.
Podemos preguntarnos en qué se diferenciaría tal tratamiento, de aquel que da lugar a la creación del síntoma mismo como formación y satisfacción sustitutiva: transacción entre dos instancias. ¿Es que entonces en el interior del mismo yo acontece el síntoma, siempre vivido como una irrupción exterior a su campo? Este desplazamiento no deja de ser interesante, aunque, de todos modos, los procesos no son iguales, en el síntoma neurótico la pulsión no es admitida, ya que la defensa la rechaza haciendo que sólo pueda afirmarse por caminos sustitutivos, mientras que aquí, Freud no utiliza la palabra “defensa” sino “domeñamiento”, admisión de la pulsión y no represión, admisión que la torna asequible a los influjos y aspiraciones del yo.
¿Pero no habló siempre el creador del psicoanálisis de lo ineducable de la pulsión como uno de sus rasgos más constitutivos? ¿No es acaso el yo más bien siervo que educador? El texto indica que la pulsión será sensible a otros influjos a condición de ser acogida por un yo que se ha reconocido antes vasallo que señor: donde era ello, yo debo advenir. Un sujeto identificado a lo más real de su síntoma, es menos proclive a las lógicas segregativas. Enterado de la heterogeneidad que lo habita, puede albergarla, lejos de expulsarla como impropia.
Es muy interesante la manera en la que Einstein diferencia cultura de “intelectualidad”, diciendo que no estarían más expuestas al odio y a la destructividad las masas iletradas. Y afirma que, por el contrario es muchas veces la llamada “intelectualidad” la más proclive a las desastrosas sugestiones colectivas, ya que el intelectual ha perdido contacto con la vida. Es importante recordar que la fiebre bélica patriótica había atacado a novelistas, teólogos, poetas e historiadores.
El poeta alemán María Rilke celebró el estallido de las hostilidades con los “Cinco cantos” en los que veía al increíble Dios de la guerra. S. Zweig, más tarde pacifista, tuvo sin embargo posturas militares los primeros días de la guerra. Thomas Mann la vinculaba con la purificación, de la cual nacía la esperanza y Freud mismo experimentó al comienzo cierta credulidad partidista, vivenciando él mismo ese fenómeno de masa que describiría en “Psicología de las masas y análisis del yo”. En el grupo, dice en este trabajo, se borra lo diverso apareciendo lo uniforme, prevalece la identificación al líder y hay una inhibición colectiva de la función intelectual. Surge un sentimiento de potencia infinita, la multitud influible y crédula es proclive a todo tipo de sugestión, que puede arrastrarla a las mayores atrocidades. Cabe recordar aquí la diferencia, trazada por Bataille, entre el mal pasional y el mal infame. El mal pasional no es calculador, ni está legitimado por ningún poder. En cambio el mal infame sirve a un poder, creando incluso una buena conciencia, pues se sabe en concordancia con un objetivo oficial del Estado. No se trata de éxtasis nacidos del espíritu de revuelta, sino de los excesos de los espíritus serviciales.
Freud plantea que la masa se funda en lazos homosexuales y toma como ejemplo de masas artificiales a la iglesia y al ejército, lugares de exclusión de lo femenino. La guerra –como dice Jorge Yunis– se apoya siempre en certidumbres: la de la raza –es decir la sangre, la nacionalidad– es decir la madre tierra –y la religión– es decir la creencia, como certezas apoyadas en la exclusión de lo diferente. La guerra va dirigida a lo semejante en lo que tiene de diferente y a lo que tiene de semejante –ignorado en el sujeto– tiene el diferente.
Dice Freud: “El amor a la mujer rompe los lazos colectivos de la raza, la nacionalidad y la clase social y lleva así una importantísima labor de civilización”. Ruptura pues de las razones que han motivado toda guerra.
Tal amor representa la posibilidad de alojar lo diverso en lugar de segregarlo como hostil y como enemigo. Se podría decir que la mujer encarna no sólo lo heterogéneo del otro, sino lo otro del sujeto que le es ajeno. Son los preceptos universalizantes, las prescripciones válidas para todos, lo monotonoteísta de la religión –según una feliz expresión acuñada por Nietzsche– quienes siempre rechazan lo diverso.
Lo diverso que es el otro y lo diverso en uno mismo. Ser pacifista es poder atravesar las lógicas binarias que siempre dibujan la cartografía del amigo-enemigo. Lacan apeló a la topología con el afán de superar ese pensamiento dicotómico, vecino de la guerra y del conflicto.
*Analista miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis.
FIN
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