Hay una relación estrecha entre la narración y el psicoanálisis. En las tragedias griegas, el héroe se encuentra atravesado, dominado, por una hybris, un exceso que lo lleva a realizar actos de los cuales se hace responsable, a pesar de no quererlos. Hay una relación siempre resaltada entre el héroe y la palabra que le viene del Otro, la palabra se le dirige aunque el sujeto no pueda darle sentido. En Sófocles, la función del oráculo es fundamental porque encarna, entre otras cosas, el enigma y el destino. Edipo es el descifrador de enigmas, el que investiga un crimen y al final descubre que el criminal es él. Tiene que reconstruir un relato ausente, el de su nacimiento, el de su vida. En la tragedia moderna también está presente esa relación. Lo que traumatiza a Hamlet es la palabra del padre. Lacan dice que “si hay alguien que es envenenado por la oreja, ése es Hamlet. Y lo que cumple la función del veneno es la palabra de su padre”.[1]
Las tragedias cuentan el modo en que el sujeto es traumatizado por palabras, y Jacques-Alain Miller, que se pregunta si podemos distinguir una literatura del fantasma y otra del sinthome,[2] nos conduce a lo que está más allá del Edipo y el sentido.
Sadismo y masoquismo recibieron sus nombres de dos escritores –el marqués de Sade y Leopold Sacher-Masoch– diferentes en el plano literario, en el filosófico, y en el modo de gozar. En un texto precioso titulado El erotismo,[3] Georges Bataille muestra la diferencia entre el hombre violento, que no habla ni se dirige al Otro, y el Marqués de Sade, que escribe y se dirige al Otro. Sade nos enseña –dice Bataille– el exceso que nos funda en calidad de sujetos. Entre los verdugos sadianos y sus víctimas no puede haber relación alguna. En el nivel del goce no hay comunicación. El respeto por el otro va en contra del propio goce y de la soberanía que los sujetos sadianos se aseguran en la razón. Los verdugos son fríos, y el placer se obtiene en los razonamientos. Todas las torturas infligidas a las víctimas deben ser argumentadas. El sádico es un instrumento del goce del Otro. Esto es lo que él ignora. Trabaja para introducir en el Otro el goce que le falta, dándole consistencia y existencia.
Lacan reconoce que Gilles Deleuze hizo el mejor análisis del masoquismo a partir de las novelas eróticas de Sacher-Masoch, tales como La venus de las pieles.[4] El masoquismo nos enseña la importancia del partenaire. Masoch es un pedagogo –dice Deleuze– porque tiene que formar a una mujer para que sea su partenaire “frío y cruel”. El masoquista dicta al verdugo las palabras que éste debe dirigirle, da al Otro la voz y obedece como un perro. De las perversiones, el masoquismo es la que llega más lejos.
Sadismo y masoquismo suplen con el fantasma la relación sexual que no hay. Por otro lado, la psicosis nos enseña que la escritura, como dice Éric Laurent, puede ser una invención, un tratamiento para vaciar el goce y al mismo tiempo fijarlo en una letra.[5] Pero un escritor también da testimonio, a su manera, del momento en que se encontró con la escritura y ésta devino necesaria. Paul Auster dice que, para él, escribir es un acto de supervivencia. Alejandra Pizarnik escribía para que no sucediera lo que temía, para alejar lo malo.[6] Escribir un poema, para ella, era reparar la herida fundamental, la desgarradura. El quehacer poético implica exorcizar, conjurar y reparar. La morada es la palabra, aunque persiste la sospecha de que lo esencial es indecible. Marguerite Duras escribe a partir de lo que no sabe, en una soledad construida para seguir viva. Su relación con la escritura es erótica, jamás da leer lo que está escribiendo, “del mismo modo que no se le dice al amante cómo somos amadas por el marido”.[7]
Todos escribimos, entonces, pero no todos somos escritores. La pregunta ¿Quién escribe? conduce a un atolladero, pues introduce los temas del ser, el sujeto, la identidad, y la diferencia entre enunciado y enunciación. Para salir de ese atolladero, podemos cambiar de pregunta: ¿Qué escribe?
Para trabajar la cuestión de la identidad, Derrida dice que los escritos autobiográficos son aquellos en los que se compromete el cuerpo y el nombre.[8] Nietzsche, a su vez, en el prólogo de Ecce Homo plantea lo siguiente:
Como preveo que dentro de poco tendré que dirigirme a la Humanidad presentándole la más grave exigencia que jamás se le ha hecho, me parece indispensable decir quién soy yo. En el fondo sería licito saberlo ya: pues no he dejado de “dar testimonio” de mí. Mas la desproporción entre la grandeza de mi tarea y la pequeñez de mis contemporáneos se ha puesto de manifiesto en el hecho de que ni me han oído ni tampoco me han visto siquiera. Yo vivo de mi propio crédito.[9]
Su propia identidad resulta desproporcionada con respecto a lo que sus contemporáneos conocen bajo el nombre de Friedrich Nietzsche. Este nombre entonces ocultaría al otro Friedrich Nietzsche. Ello nos induce a desconfiar cada vez que nos encontramos con su firma o cada vez que afirma “Yo, Friedrich Nietzsche”. Si su vida depende de un contrato consigo mismo y con algunos otros, el no reconocimiento de los otros hace que su vida pueda ser sólo un “prejuicio”: me basta hablar con cualquier persona culta para convencerme de que yo no vivo.
FN, Dionisio contra el Crucificado, Zaratustra: esta pluralidad de nombres trastoca la idea que podemos tener de la identidad, del relato de una vida, de la autobiografía. En Nietzsche hay una pluralidad de nombres que no se confunden con el nombre de su sinthome, que puede ser extraído de sus escritos. La repetición de lo mismo fue su tormento, lo real como imposible de soportar. Para su tormento, hecho de pasiones, Zaratustra encontró su solución: “el eterno retorno como diferencia”. Lo mortificante de la repetición encuentra su tratamiento en la “afirmación del instante, en el consentimiento a lo que acontece”, el decir sí transforma la repetición en diferencia. El eterno retorno es el nombre de su sinthome.
No todos somos escritores, pero a veces, en la contingencia de un encuentro afortunado, algo se hace letra. A su manera, cada uno atrapa, en una invención temporaria bajo transferencia, su minúscula y singular invención. Esta escritura no acontece en soledad: se escribe con un analista que acompaña, durante el tiempo que resulte necesario, hasta la próxima vez.
[1] Lacan, J. El seminario, libro 6, El deseo y su interpretación, Buenos Aires, Paidós, 2014, p. 449.