UANTIQUETUQUENTAQUI
En memoria de Hilario Cid
Nada puede darse por supuesto, y es poco probable que una certidumbre logre mantenerse sin el auxilio de la ilusión. Ninguno de nosotros habría imaginado que nuestro querido amigo y compañero Hilario sería golpeado por una rara y cruel enfermedad que puso fin a su vida después de un insidioso proceso. Solo el honor que con su inaudito coraje supo hacerle a su mitológico apellido logró mantener a raya la desesperanza de ser, hasta el último día, un testigo lúcido de su propio deterioro. Al final, apenas el torpe movimiento de una mano le permitía seguir en contacto con el teclado de su ordenador, y desde allí con algunas personas que quisimos acompañarlo en este último viaje.
No tenía yo con Hilario una amistad previa, y solo me vinculaba a él, más allá de nuestra común pertenencia a la comunidad analítica y a la Escuela, el ocasional intercambio de saludos en algún Congreso o Jornada. Conocía, desde luego, sus contribuciones al discurso del psicoanálisis, y en especial sus testimonios y elaboraciones sobre el pase. Pero la vida no nos había dado la oportunidad de otra cercanía, y fue la contingencia de su terrible prueba la que nos permitió inaugurar una proximidad diferente. Gracias al recurso técnico de Internet, mantuvimos en los dos últimos meses un intercambio diario, y no fueron necesarias más que unas pocas líneas iniciales para que el humor nos confabulara en una risueña alianza contra la fatalidad que en ningún momento quisimos disimular. Con la consabida gracia que todos le hemos conocido, me bautizó como el Doctor Dessugar, y, transmutado él en el Doctor Pitt, nos enfrascamos en un diálogo sobre las grandes preguntas de la vida, sobre el sinsentido radical del vivir, sobre la sorpresa de descubrirnos y de convertirnos en inesperados interlocutores. Pese a la inminencia de la muerte, su “duro deseo de durar” puso alas a su imaginación e hizo reverberar la mía, y no sabría encontrar las palabras para decir lo mucho que su digno y chispeante coraje me ha enseñado en estos meses. Celebro al hombre que incluso en la más trágica adversidad supo extraer la fuerza con la que pulsar las teclas de su ordenador, hasta el último minuto, y regalarme la enseñanza de que morir puede ser también una sabiduría.
Hace unos cuantos años, tras una cena en la que coincidimos, Hilario nos deleitó a algunos con un chiste inolvidable, y cuya transcripción escrita no podría jamás recrear el sabroso estilo de su decir:
“Un andaluz radicado en los Estados Unidos llama por teléfono a su primo malagueño para invitarlo a su boda. El primo, agradecido, declina el ofrecimiento explicando que jamás ha salido de su tierra, y que sin saber inglés no se atrevería a ir tan lejos. El otro insiste, y le explica el sencillo procedimiento que debe seguir: ‘Tu te coges un avión pa´la Norteamérica. Una vez que te bajas, te diriges a una taquilla y pides “Uantiquetuquentaqui”. Así de fácil. Apúntatelo bien en la cabeza: “Uantiquetuquentaqui”.
El pobre hombre sigue las instrucciones, compra su billete de avión para USA, y durante las 9 horas de vuelo no deja de repetir para sus adentros, temeroso de olvidarlo: “Uantuiquetuquentaqui, uantiquetuquentaqui”. Una vez en tierra, se apresura a una taquilla y pide: “Uantiquetuquentaqui”. El empleado levanta la vista y pregunta:
“On the bus?”
“Y pues dónde voy a ir. ¡A la boda de mi primo!”
Quienes lo escuchamos, no olvidaremos nunca esa desternillante holofrase con la que Hilario nos deleitó aquella noche. Para mí, su nombre ha quedado indisolublemente ligado a ese recuerdo, que en uno de mis correos le evoqué como paradigma de su gracia.
Querido amigo, finalmente llegó tu hora de sacar ese ticket para el Quentaqui del que no se vuelve, y al que todos viajaremos más tarde o más temprano. Demasiado temprano para ti, sin duda, que nos has privado de tu alegría de la lengua, cuando todavía quedaba mucho por hablar.
Gustavo Dessal