TRES ENSAYOS SOBRE LA SEXUALIDAD MASCULINA
GRAMA EDICIONES, BUENOS AIRES, 2020
En la página 361 de De un Otro al otro, Lacan sostiene que “resulta divertido que después de setenta años de psicoanálisis no se haya formulado nada sobre lo que es el hombre. Hablo de vir, del sexo masculino”. Al parecer, y contrariamente a lo que se cree, el pretendido fundador de esa religión del goce femenino en la que el psicoanálisis lacaniano podría convertirse, no puso todos los enigmas en la cuenta de la mujer. Sin excepciones, los rechazos a las raíces freudianas del psicoanálisis, las sucesivas dimisiones que se iniciaron con Adler y Jung, tuvieron en común –siempre- el esfuerzo por desconocer lo real del sexo. Con ello nombro al falo. Negación que se hace hoy imperativa, de acuerdo con los ideales de la época. Lacan advirtió desde el inicio hasta el fin de su enseñanza, el peligro de la desexualización de la teoría analítica. Si se nos repite ad nauseam que no debemos convertirnos en garantes del orden conservador, no deberíamos ignorar que se nos invita a ser los garantes del orden moral progresista y su puritanismo. No es difícil comprobar con Freud y Lacan -freudiano a pesar de él- que la sexualidad tiene mucho menos lugar en el nuevo orden simbólico que el que le fuera reconocido por la Tradición. Tal vez Talleyrand tuvo alguna razón al sostener que la alegría se fue con el Ancien Régime.
No es por nada que Doris Lessing sostuvo que “la humillación del hombre ya forma parte de nuestra cultura”. ¿Dónde poner al hombre hoy? Ese desprecio se hace sentir en el hecho de que su posición sea identificada a la del amo, lo cual constituye, parafraseando a Jauretche, la zoncera madre que parió a todas las demás. Y lo cierto es que esa confusión está a la orden del día, pese a las advertencias de Lacan y J.-A. Miller. Pero lo que está en juego no es una cuestión retórica. La intelectualidad progresista soltó la mano de los varones jóvenes, y también de los hombres trabajadores, como bien vaticinó Richard Rorty. Hasta el mismo Chomsky advierte que la izquierda académica dejó atrás los conflictos de clase para ocuparse de las políticas identitarias, que es lo que vende. Los efectos de la formidable negligencia respecto de lo viril se hacen sentir en síntomas sociales que interpelan a nuestro tiempo. Esto se palpa en la paradoja de una creciente violencia contra la mujer en el seno de un orden patriarcal sin dudas declinante. La elevada tasa de suicidios que afecta a los varones, así como las toxicomanías y otras formas manifiestas o larvadas de la violencia, muestran la impotencia de una pedagogía que pretende tratar el malestar de los hombres sin tener en cuenta la especificidad del goce que los habita, y por lo tanto, de sus problemas. A ese goce se lo diluye en la descafeinada noción de “género”, o en la hipertrofia de un “goce femenino” que, por más “no-todo” que sea, es la explicación para todo.
Se paga un precio por estos deméritos, dado que la declinación de lo viril está íntimamente ligada a la de la vida erótica, cosa que no parece advertirse lo suficiente. Tal vez sepamos más del varón una vez que haya desaparecido. Por ahora deberíamos notar que la caída del mito, la de la posición viril, y la del deseo, son tres pilares de la sociedad moderna íntimamente vinculados entre sí. En este sentido hay que decir que el otro sesgo notorio que la masculinidad moderna va tomando es el del repliegue con respecto a la mujer y al hijo. Si Lacan lamentó que los hombres modernos esperaran a que las mujeres les bajasen los pantalones, es porque no previó un orden moral en el que toda iniciativa masculina será signada como violenta. La modernidad se sorprende ante el aumento de quienes se preparan solos su chocolate, y también ante el envejecimiento de la población, fenómeno demográfico sin precedentes. Y es que ella, la modernidad, no percibe su profundo rechazo hacia Eros, que es un dios tan vengativo como oscuro, y al que no se puede ofender impunemente. Por eso Lacan vaticinó lo que hoy es una evidencia, y es la ineptitud de las ciencias humanas y sus programas educativos ante la subida de los fenómenos de violencia que aquejan a nuestro infatuado tiempo.
En la presentación de este libro, nuestros colegas Nieves Soria y Claudio Godoy señalaron tres significantes de inspiración lacaniana que fijan el espíritu de su contenido. Lo nombraron como un libro indecente, inconveniente, y maldito. Tres rasgos propios del falo, de eso que pone en aprietos a algunos de nuestros colegas ante la inquisición feminista. Pero es un libro, además, y siguiendo la adjetivación de mi colega Nieves Soria, subversivo. Término ya contenido en la etimología de la palabra perversión, de eso que se hace presente para recordarle a los cada vez más ciegos hijos de Las Luces su deuda con el Aqueronte. Si éste es un libro subversivo, lo es sobre todo por volver a las fuentes originarias del psicoanálisis, dado que hoy ser progresista es ser un reaccionario, y la ortodoxia acaso sea la forma más lograda de la herejía. Porque el Seminario XXIII advierte que hay buenas y malas maneras de ser hereje.
Tomando a Freud, Lacan y J.-A. Miller como referencias permanentes, los tres capítulos titulados “El goce del idiota”, “La condición perversa” y “Edipo”, anuncian su linaje freudiano desde la rúbrica que los marca como tres ensayos. Con mayor o menor fortuna se esfuerzan por recoger el guante arrojado por Lacan en la cita nombrada al inicio de esta breve reseña, y del texto. Ese duelo reside en la lectura freudiana de Lacan, desde una transferencia sinceramente negativa, pero que por ser negativa no es menos transferencia.
Para concluir, y poniendo de manifiesto que lo que llamamos “masculinidad” es un animal del que no podemos decir que lo hayamos domado por haber decretado su extinción, citaré a Virginie Despentes en su ya clásico Teoría King Kong: “Son, sin embargo, mis cualidades viriles las que hacen de mí algo distinto de un caso social entre otros. Todo lo que me gusta de mi vida, todo lo que me ha salvado, lo debo a mi virilidad.”