Es habitual escuchar cuando se tratan cuestiones preocupantes y candentes de la actualidad -adicciones, violencias de todo tipo, fenómenos migratorios-, la siguiente pregunta dirigida a los expertos o a los políticos: “¿Qué solución tiene usted a este problema?”. Al mismo tiempo que se escuchan también las respuestas azoradas, sobreactuadas o claramente defensivas de éstos, acorralados por la obligación de tener que dar la solución pedida de manera inmediata, aún sabiendo que como tal no la hay.
A menudo tal pregunta y respuestas, tienen algunas consecuencias que conviene desvelar, puesto que no siempre sitúa la cuestión en los buenos términos. Incluso en cierto modo, y en lo que concierne a la eficacia de las respuestas, puede producir el efecto contrario. Me explico.
Lo que subyace a esta pregunta, es una lógica del tipo ¡acción, reacción! Y es bajo este imperativo que se hacen, o se pretenden hacer, las políticas sociales. Y no es una cuestión retórica lo que hay en juego, puesto que se trata de una lógica que convoca al prejuicio, es decir al juicio previo sin comprender. Que de paso a la impotencia del que responde, a veces recurriendo -cuando ya no tiene “soluciones”- al abandono del otro o incluso al sadismo, como maneras de sacarse el “problema” de encima.
Es una lógica, pues, que conduce directamente a la segregación. En el extremo, a la eliminación del problema aunque eso implique eliminar a la persona que para cierta mirada lo representa.
Así lo ha mostrado brillantemente el lingüista francés Jean-Claude Milner, en su libro Las pendientes criminales de la Europa democrática, cuando señala las terribles consecuencias de la aparición en el nomenclator nazi de la palabra Judenfrage (problema judío), y que no fue otra que la Endlösung (solución final), es decir el exterminio.
Y así lo entendieron hace unos años los medios de comunicación cuando plantearon un código ético donde proponían, por ejemplo, hablar del fenómeno de la inmigración en lugar del problema de la inmigración. No parece, por cierto, que hayan tenido mucho éxito, más bien todo lo contrario.
Y es curioso observar que cuanto más compleja es una situación, más soluciones simples e inmediatas se exigen.
La alianza entre lo tiránico de la opinión publicada, el furor y triunfo de las estadísticas (que todo lo explican y lo aplanan) y una manera de hacer política dedicada al consumidor o al electorado más que al ciudadano, tienden a eliminar lo poliédrico de lo humano, que es su valor diferencial. Haciendo de la simplificación, o del simplismo tendríamos que decir, un ideal que abre, casi sin danos cuenta, la vía del fanatismo. Y el fanatismo no da lugar a la vida.
Vean sino como una Marine Le Pen, un Donald Trump o un Erdogan, con diferentes estrategias, simplistas sin duda, hacen aparecer lo más oscuro de lo humano, el odio y la xenofobia, en beneficio de lo peor.
Un clásico como Doce hombre sin piedad de Sidney Lumet, tan actual a pesar de los años que han pasado de su estreno, tan demoledor, y tan contrario a la banalización de la vida, ayuda a entender, entre otras cosas, sobre la relación entre simplismo y fanatismo.
Ahora bien, otra lógica más acorde al lazo social -que no olvidemos está en riesgo en el tiempo del capitalismo impaciente- es posible: la lógica cuestión-respuestas.
Una lógica que en lugar de pensar las cuestiones humanas como un problema, las piensa como un interrogante, que es la condición misma de cualquier rectificación o aprendizaje; que convoca a la ética (es decir a la relación de cada persona con lo que hace) más que a la moral (que dice de lo bueno y lo malo, y donde lo malo siempre es supuesto al otro).
Una lógica entonces, que no habla de soluciones, sino de respuestas que apuntan a explorar las imposibilidades, a la responsabilidad y a lo profundamente ciudadano, que lo es porque se fundamenta en un lazo social que sí incluye las diferencias, en lugar de eliminarlas como si fueran el problema. En ello está comprometido el psicoanálisis de orientación lacaniana.