no se baña jamás dos veces en el mismo Lacan: cada nueva lectura trae
su sorpresa. Lo comprobamos en cuanto reabrimos un libro del seminario, o
cuando tenemos la ocasión de escuchar a un colega su comentario sobre
una frase escogida.
Tal fue el caso durante el último encuentro Uforca
(sobre el tema “Padres tóxicos”) donde se trabajaron algunos breves
extractos del seminario VI. Entre esos comentarios, el de Philippe
Hellebois retuvo mi atención. He aquí la frase sobre la que él se
apoyaba: “Lo que hace la función de veneno para Hamlet es la palabra de
su padre”. La lectura de Hellebois pone en evidencia la toxicidad del
verbo y su efecto masivo de aniquilamiento del deseo. Pero señalaba que
la acusación venenosa del rey muerto no apuntaba tanto al criminal
impostor como a su mujer, Gertrude, la madre del héroe, culpable de “la
insondable traición del amor”. Esta acusación enciende en Hamlet una
turbación, que ya estaba allí instantes antes, que le hace decir al
Príncipe de Dinamarca, ante el encuentro del Ghost: “Fragilidad, ¡tu
nombre es mujer! ”.
Este
tema es un hilo rojo de las tragedias de Shakespeare y su expresión más
precisa se encuentra en la boca de Edgar, personaje del Rey Lear, quien
amedranta, lo que él identifica precisamente como “el campo ilimitado
del deseo femenino”.
Pero
otra obra lleva hasta la incandescencia esta forma de “recusación de la
feminidad”, este* Ablehnung des Weiblichkeit que Freud definió como
roca de la castración, para los dos. Pienso aquí en Otelo donde esa
turbación toma la forma del rechazo radical y desemboca en el
asesinato. También en este drama, el héroe está envenenado por las
palabras que le susurran en la oreja. Desdémona, sin duda, más incluso
que Ofelia, paga los platos rotos de la sospecha y del oprobio echado
sobre el goce femenino. Si
Ofelia es odiada como potencial portadora de la vida y como encarnación
de la fecundidad, Desdémona es vista en el goce sexual mismo.
los que hemos leído el drama de Otelo desde ese sentido, Stanley Cavell
se distingue, a mi parecer, por la fineza del análisis a través de una
sutil atención al manejo del significante por Shakespeare. Su estudio
de la escena 3 del acto III, evidentemente, momento bisagra de la pieza,
no tiene nada que envidiar a lo que diríamos nosotros mismos del uso
equívoco y los poderes de la palabra. Es necesario, en efecto, hacer
sonar cómo Lago destila alusivamente y de paso su veneno, alegrándose
de poder repetir en eco una palaba pronunciada por Moro, de tal manera
que germina en su espíritu la idea inversa a la que él formula. El oro
de la adoración es así transformado en plomo de odio. El veneno es,
más bien, lo que le dice, en la oreja al sujeto, su doble maléfico,
su inconcebible, su éxtimo, siendo Lago para Otelo lo que Ghost para
Hamlet; de la sospecha a la certidumbre la sustancia mortal no es otra
que el odio de la mujer y su goce, el carácter indomable y sin ley de
eso que vive en la carne de Gertrude, de Ofelia y de Desdémona.
Para
Cavell, a lo que Otelo no puede llegar es a la alteridad de su pareja:
el Otro, es lo que el Moro rechaza. De ahí el desenlace horroroso que se
impone: destruir este goce inaceptable para encontrar la pureza del
amor. Viva, la joven esposa testimonia de esta parte indomable, ya
reconocible en el hecho de que ella ha amado a su hombre contra el
Nombre del Padre. Su elección (su fuga y su matrimonio secreto) está
hecha en contra de toda ley y de lo que el propio padre ha podido decir
sobre que toda traición era esperable de la que había traicionado su
nombre.
Desdémona es goce. Muerta, retorna a lo que ella era: el icono sagrado,
objeto de culto, soporte inmaculado de una adoración embalsamada. En el
fondo, el encuentro sexual es un momento de imposibilidad. Ese momento
que la guerra y los otros no dejan de entrever, ese donde la
idolatrada adoración debería dejar lugar al deseo y a su objeto causa.
El improbable abrazo (en esa noche nupcial que no estamos seguros haya
tenido lugar) solapa el amor apasionado de Otelo y desnuda, bajo el
ideal, el fantasma que lo atormenta, en el que se unen desfloración,
violación, prostitución y asesinato. Caído, del cielo de los ángeles y
de los seres virginales, al agujero del lecho nupcial, la amada deviene
demonio y puta. El infierno (Hell) de Otelo es la única cosa cierta
cuando es precipitado al encuentro de un insoportable real: la carne
palpitante deja el lugar a la frialdad marmórea, objeto de una pasión
necrófila.
Notas:
* Rechazo de la Feminidad (Nota de la traductora).
Llegamos entonces a un sitio extraño. Nos estacionamos delante de un muro en una calle bastante deteriorada. En la acera había mucha gente apoyada contra el muro, algunos hablando, otros apartados. Daban la impresión de estar errantes, perdidos y solos, incluso en los momentos en que interactuaban entre ellos. En el borde de esta acera había montones de basura y desechos, entre los cuales algunos de ellos iban a hurgar a veces, recogiendo trastos que parecía interesarles.
Habíamos bajado de la camioneta y comenzábamos a caminar cuando nos dijeron: «es muy peligroso, vuélvanse y guarden sus bolsos en la camioneta, nos vamos a pie hasta el lugar». Pensando que iríamos a instalarnos en una habitación para trabajar, saqué de mi bolso el texto a comentar, mi cuaderno y mi bolígrafo Montblanc. Comenzamos a andar y después de subir una pequeña montaña, de repente y sin aviso, llegamos a la entrada de la favela. Me dije que el lugar debía ser allí, en la favela, y que seguramente esta era parecida a la Favela Mare, de Río, a la cual me había invitado Marcus André Vieira en el 2007. Noté que todos los participantes llevaban un bolso de tela de donde sacaban preservativos que le entregaban a los hombres, creando una especie de vínculo cordial con ellos.
Algo que me cautivó fue la sonrisa y la prestancia de las mujeres, en un lugar donde el horror ante esos cuerpos perdidos y estragados por el sufrimiento era lo que me había impresionado inicialmente. En la entrada de la favela me sorprendió la imagen de lo que nombré especies de cadáveres vivientes, los cuales parecían estar en intensa expectativa, en una tensa calma, lista a explotar. Había mucha gente en esta entrada, esperando a los traficantes de drogas. Se apreciaba claramente que para algunos lo que estaba en juego era vital, y que bastaba una mínima cosa para que sus cuerpos estallaran. Yo no me sentía bien, y me decía apurémonos en llegar a ese lugar, donde me sentaría tranquilamente a hacer por fin la supervisión. Pero yo me encontraba ya en la súper-visión, es decir implicado en un asunto de ver y mirar, con el extraño sentimiento de ser mirado también. Una cierta paranoia comenzaba a invadir mi ser. Mientras, estas mujeres estaban totalmente ocupadas en otra cosa: dar preservativos, y sobre todo en conversar con cada uno de estos hombres, como en un plan de conocerlos.
Encontramos a Fernando, una especie de guardián. Él expresó gritando, en el momento en que pasábamos: “Normal”. Pero debo confesar que nada de lo que ocurría ahí me parecía normal, al contrario, y mi paranoia no se calmó.
Me presentaron a Fernando como un francés. Nos comentó que no comprendía porqué los discriminaban: “Yo no muerdo”, dijo, expresando que no era un perro sino un ser humano. Él no entendía porqué el Estado no hacía nada por ellos, dejándolos abandonados a su suerte, obligados a drogarse para sobrevivir. Según nos comentó, “Normal” quería decir que la puerta estaba abierta. Qué tranquilizador, lo normal era que la puerta del infierno estaba abierta para nosotros también.
Me ofrecieron hablar con un adolescente, el cual se mostraba algo tímido al principio, o más bien pensativo. Él se tomaba su tiempo para responderme, como si las palabras fueran algo muy serio.
Conversando con él le comenté que la vida no era fácil. Él me respondió que a él le iba bien, y que de todas formas uno escoge su vida. Estas palabras resonaron en mi cuerpo y humanizan esta entrada tan traumática. En ese momento, en lo más cercano de esta puerta, de esta boca abierta del monstruo de la favela, vi convertirse a nuestros Ángeles. Fue la expresión que me vino, no del cielo sino de mi pensamiento embrollado, “¡son Ángeles!”. Continué mirando a mis extraños ángeles hablando. Ellos habían bajado, no del cielo sino de la camioneta conmigo, para entrar en este infierno al encuentro de estas almas errantes de cuerpos fatigados, de cuerpos delgados, tensos, sucios, de gestos lentos, con bocas desdentadas y huellas de violencia bastante marcadas en sus rostros o en su cuerpo. Zombis que portaban una mirada intensa, sorprendente. Miradas que se animaban cuando los ángeles les hablaban. Pensé entonces que estaba viendo, en vivo y en directo, lo que Lacan aconsejaba a sus alumnos, no retroceder frente a la psicosis.
Aquí lo que aplicaban nuestros ángeles era un no retroceder frente a lo que se les presentaba contra el muro. Apoyarse en ese muro, en el cual esos cuerpos perdidos se sostienen, para hablarles, de pie, junto a ese otro que de pronto comienza a conversar. Me impactó percibir una cierta alegría por el encuentro inventado. Era como si ellas le hubieran dado un impulso a su lengua, para que esta lograra por fin surgir, viva, de esos cuerpos agotados y drogados, al límite de la muerte. No hay preservativo para la lengua, es esto lo que me enseñaron mis ángeles decididos.
Y yo con mi cuaderno en la mano, esperando siempre ir al lugar de la consulta. Había notado que contra el muro había tres personas que se distinguían por su elegancia, por el tipo de ropa que usaban. Hablaban entre ellas. Eran tres travestis. Nuestros ángeles les ofrecieron preservativos y hablarles, me los presentaron.
Una de ellas, Isabel, se preguntaba: “Pero ¿por qué ustedes vienen a nosotros, por qué se interesan en nosotros? Esto es un misterio ¿es por amor?” De pronto comprendí mejor la función de nuestros ángeles: más allá del preservativo ellas les ofrecían a través de él algo esencial, su presencia. Es esto lo que Isabel llamaba amor, es decir dar al otro lo que no se tiene. Ella había entendido que lo más importante no era este objeto preservativo sino la presencia, en lo más cercano a ellos, en el muro de la lengua. Mis ángeles estaban sin preservativo de su ser, siendo su ser lo que ellas ofrecían, seres de palabra. Derribar el muro de la segregación, ese del cual Fernando hablaba en la entrada.
Estando ahí, ellas les daban lo que no tenían, ese algo indecible encarnado en su presencia, el deseo del Otro, deseo de ofrecerte cuerpo perdido contra ese muro, ese objeto que se llama la palabra. Ellas les ofrecían una palabra posible en el lugar donde ellos se sentían más rechazados,contra el muro de la lengua. Se entiende aquí el famoso “¿Qué me quieres?”, el Che voi del cual habla Lacan y que le permite al sujeto preguntarse: “¿Pero qué soy yo para ti?”, o sea: “¿Qué soy yo entonces?” Una apertura hacia una subjetivación del misterio de su existencia es posible incluso para ellos.
Ese misterio que ellas encarnan para Isabel, es el misterio del deseo del Otro que por un instante les separa de su condición de puro objeto de goce, de ser un cuerpo reducido a exigir su complemento de ser, o sea la droga. De hecho es más bien la droga la que los consume, reducidos a ser esos objetos que ofrecen el goce de su cuerpo perdido a ese Dios Obscuro de goce que es la droga.
Ellos, que no tienen la dignidad de un cuerpo amable, es decir amado, tienen por solo Otro la droga, que bajo la imagen de la muerte, deviene su partenaire. Su Otro se nombra en ese lugar de infierno: la Droga. Es la droga, como rostro de la muerte lo que se intercambia en esa entrada como una boca devoradora, lista para consumirlos a todos. Es por ello que encontrar a los ángeles que conversan en la calle es importante, para hacerle barrera a este devorar de los cuerpos por el Dios droga.
Y yo andaba todo el tiempo con mi cuaderno, preguntándome “¿cuándo llegaremos al Lugar, a esa habitación donde nos sentaremos tranquilos a hablar de los casos de la supervisión?”
Me dijeron que nos íbamos, ya que la consulta de calle acababa de realizarse, ahí frente a mis ojos. Entonces, preguntándoles si ellas no disponían de una habitación en una casa de la favela, comprendí, con mi cuaderno y mi bolígrafo Montblanc, ¡que yo era un idiota!
Antes de irnos un joven vino a nuestra camioneta e hizo una improvisación en vivo, una especie de conjuro de goce en el cual él dirige a Dios, en su lengua, una singular plegaria.