|
Parece acompañar a la humanidad hasta el punto de que parece constituir por sí solo la esencia del lugar social. Pero no es universal, ni en todo momento ni lugar. Nace con la invención de la agricultura y se asocia al modo de vida social que esta inicia.
Desde las Luces, después de algunas etapas, y la llegada de la democracia moderna, pareciera que los hombres querían pasar esta página sangrante, romper con esta aparente imperiosa necesidad y adoptar otros modelos de regulación social. Cierto es que la elevación de la “viuda” o “navaja de afeitar nacional”, que domina, en la sombra, el tiempo del Triunfo de la Razón, relativiza esta esperanza.
Los acontecimientos recientes -caída del patriarcado y retorno de Dios con su pasado funesto- obligan a reconocer que lo que había sido echado por la puerta grande vuelve por todas las ventanas. Por eso se puede escribir, encabezando el porvenir: Sacrificio, ¡el retorno!
El retorno del sacrificio supone que algunos elementos se junten. Es necesario como telón de fondo una creencia. La que funda y legitima el proceso. Creencia en una figura transcendente que reclame esta práctica. Es la que, por ella y en ella se juega la partida, es necesario satisfacer o en la que es necesario tranquilizar la ira. La diosa Tanit no es extranjera al linaje, que abraza a los padres furiosos, a los dioses vengadores y a las madres destructivas.
Esta creencia es la lógica del sacrificio, se encuentra estructurada por un discurso: relato cosmogónico, leyenda de la caída y de la falta original o explicación del mundo. El sentido hinchado.
También es necesario un sacrificador, un oficial (una o dos personas, poco importa), que porte el discurso y haga de mediador con el ser al cual se dirige el sacrificio. Es siempre el que soporta el acto y su rito.
¡Pero todo eso no sería nada sin la víctima! ¿Quién es ella y qué es lo que la designa? ¿Se trata aquí de las primicias, de la cosecha o del rebaño (ya que no hay más sacrificio que después que hay agricultura)? En todo caso, el animal, cuando lo es, es un prójimo, es un semejante, sustituto metonímico del ser humano.
Pensemos en los jóvenes y las vírgenes que reclama el Minotauro, a Iphigénia o a Isaac, sea el niño amado u odiado, o en los hijos de Dios incluso. El sacrificio de si mismo no difiere sobre el fondo de la elección hecha de dar la muerte al otro -la lógica es la que Lacan ha descrito en el asesinato a propósito de Aimée.
Ese escenario configura una estructura cuyo parentesco con lo que Lacan define como fantasma sadiano es, para los lectores de “Kant con Sade”(1), evidente. Algunas cuestiones, que se plantean cada vez que la actualidad llama al sacrificio, encuentra aquí sus respuestas. ¿Dónde está el sujeto? ¿Cuál es el estatuto del objeto? ¿Quién goza? Tales son las interrogaciones despertadas por todos los comentadores, tanto a propósito de los escenarios imaginados por el “Divino Marqués” como de las ejecuciones iterativas sobre el Terror, o las actuales puestas en escena macabras de Daesh o cualquier otro grupo terrorista.
No es necesario decir que la reaparición del sacrificio a la que asistimos está directamente unida al retorno de lo religioso (bajo forma necesariamente extremista, integrista y fundamentalista) y a la resistencia puesta por el patriarcado al declive social de la imago paterna, consumado en Occidente.
Es este aspecto, reactivo en tanto reaccionario, el que explica tanto la violencia del fenómeno como su aspecto caricatural y su ausencia de futuro. Freud pudo demostrar cómo la figura del padre en el Edipo aleja del sujeto las sombras maléficas de la madre toda poderosa y voraz, como las del padre obsceno y gozador de la horda. Las figuras que retornan hoy día no son las del un dios del amor, sino más bien las de dioses feroces y ávidos de sangre.
En cuando a la credulidad disponible para que esas viejas lunas se sirvan, nos hace constatar que nada de eso sería posible sin que lo aprueben un número considerable de sujetos contemporáneos, para quienes el mundo que les proponemos -con su apología ad nauseam de la “marchandización” del cuerpo y su pornografía general- no es más que fuente de aburrimiento, de soledad y de desesperanza. Su conversión -porque siempre hay una- re-configura “el mundo”, saturándolo de sentido y de orden.
Ese desbordamiento devastador prolifera en la gran vida hipermoderna, ofreciéndose como un anudamiento monstruoso, cuyo maestro es la muerte. Poco les importa, pues fuera de los ritos nada tiene sentido, y es el resultado de la necesidad de pagar la deuda que para cada uno supone el hecho de vivir. Lacan aquí incluso nos aclara: “El Otro no existe, no me queda más que tomar la falta sobre el yo, es decir, creer en lo que la experiencia nos conduce a todos, teniendo a Freud en la cabeza: al pecado original”(2).
Es ese exilio del sujeto vuelto sobre sí mismo y a su sólo anclaje en el goce, el que aboca a los candidatos a la muerte. Vomitan el mundo laico y profano de la época del Otro que no existe.
Saben intuitivamente lo que dice la etimología de la muerte sacrificial: sacer facere, o sea, producir lo sagrado. Es un Otro no barrado, que esperan reanimar por el humo de los holocaustos. A la voz que susurra “No, la vida no vale nada/nada vale la vida”, oponen la voz del sacrificador y del martir: “¡Hay algo más precioso, más allá de la vida!” Así protestan de la dignidad que procura a cada sujeto el significante amo a su sed de S1 y hacen siniestramente eco de lo señalado por Freud: “La vida se empobrece, pierde su interés desde el instante en el que a los ojos de la vida, ya no es posible la apuesta suprema: la vida misma”(3).
Notas:
|