La verdad es que la fascinación de Vila-Matas por los fragmentos es justamente la constante de su obra, alcanzando el cenit en Bartleby, y compañía que siempre « prefería no hacerlo » donde habla de esa larga lista de escritores que sólo publicaron un libro o que en un momento dado dejaron de escribir.
Me recuerda la fascinación que hubo un tiempo por el efecto Zeigarnik, (que toma nombre de la psiquiatra soviética, Bliuma Zeigarnik) que habla de que recordamos más lo que ha fallado, lo incompleto. La aplicación más gloriosa ha sido incorporar al final el cartel de Continuará que mantiene en vilo al espectador, hoy atrapado por los guionistas inteligentes en el actual fervor por las series, paradigma de lo incompleto. Amamos las series porque no terminan nunca, temporada tras temporada. Y cuando por fin lo hacen nos decepcionan los finales ideados por los guionistas: porque cada espectador tiene su propio final.
Esa columna de Vila-Matas, de quien he procurado devorar toda su obra a medida que la ha ido publicando, y que ha titulado “El sueño eterno”, evoca a muchos autores en muy pocas líneas, desde Unamuno a Chandler, sin olvidarse de nuestro admirado Robert Walser, para dictar una sentencia brillante: «La fascinación que tenemos por fragmentos ininteligibles de libros y películas quizá provenga de nuestra sospecha de que dicen la verdad», para terminar citando la idea de Einstein de que lo incomprensible de nuestro mundo es que pretendamos hacerlo comprensible.
Si en vez de comprendernos tanto, nos escucháramos más, nos iría un poco mejor. Y si en vez de tratar de encontrar un sentido completo a todo, nos conformáramos con aceptar el sin-sentido, un nudo se aflojaría en nuestro vivir.
Lacan dejó escrito que “el entendimiento no me obliga a comprender”, porque para comprender al otro preciso de identificarme con él, es decir, lo que nunca hay que hacer.