a la vida y a las personas?
Si todavía no han visto la serie inglesa
Black Mirror, les invito a hacerlo. Le mostrará, no sin inquietarle, la deriva
actual del capitalismo. Impaciente, en su desenfrenada carrera por obtener la
mayor rentabilidad en el menor tiempo posible, con la cifra como fetiche.
La serie le permitirá captar el impacto y
las consecuencias subjetivas y sociales que tiene esa impaciencia en la vida
cotidiana de las personas, sus efectos
de alienación, infantilización, desresponsabilización y desamparo. Parece
confirmar la tesis del sociólogo del trabajo Richard Sennet, que nos recordaba
que el capitalismo se estaba volviendo cada vez más hostil a la vida. Y que
Jacques Lacan anunciaba en los 70, sobre los efectos de la globalización que
generaba procesos cada vez más extensos de segregación.
Z. Bauman, a su vez,
mostró en sus textos, cómo los ciudadanos nos convertimos cada vez
más en consumidores (consumidores consumidos y consumibles al mismo tiempo),
empujados al trabajo máquina. Cómo los derechos de los trabajadores no son ya
sino un obstáculo, y cómo lo dinámico, versátil, y flexible acaban siendo
eufemismos de precariedad, fragililización, y segregación.
La trampa de esta
lógica, que Donald Trump no duda en usar sin pudor, a cielo abierto, es que el
otro -cualquiera, su vecino, un refugiado, finalmente vd. mismo- es siempre
deudor, culpable y en consecuencia desechable.
Este capitalismo impaciente, promueve una
concepción utilitarista de la vida que acaba convirtiéndola en una
psicopatología permanentemente a medicar, en donde los síntomas son
considerados trastornos mentales sin relación alguna con la subjetividad y la
responsabilidad, y las personas potenciales enfermos mentales crónicos.
Así, todo es susceptible de ser
gestionado como un programa, desde las emociones hasta las relaciones sociales
y laborales. Protocolos y evaluación, son considerados el sumun de la eficacia.
Se trata de la ilusión del “cero
defectos”, como ha señalado brillantemente Eric Laurent.
¿Qué lugar queda
entonces para aquellos que no siguen ese ritmo infernal? Afortunadamente la
realidad es más compleja que reducir el hombre y sus actos a una máquina
programable. Hay otra lógica posible para entender y operar con la fragilidad
humana. Otra manera de hacer con el trabajo, con la vida, en nuestra época tal
como hemos podido comprobar en una reciente investigación (Una pragmática de la fragilidad humana. Vida y
trabajo en el capitalismo impaciente. EdiUoc).
Se trata de una
experiencia en el marco de una empresa social, que toma muy en cuenta
la subjetividad de los que en ella trabaja, y que nos muestra cómo se obtienen
resultados económicos y al tiempo se construyen vínculos para la vida. Para una
“vida buena”, sabiendo que la vida es una elección que implica siempre una
pérdida. Aceptando por tanto que “no todo es posible” (a contracorriente del
imperativo feroz de los cantos de sirena del márquetin más agresivo como el
“Nothing is imposible”), y que ese imposible es la condición misma del deseo y
del aprendizaje.
Sabiendo también que el “buena”, se
refiere a la posibilidad para cada uno
de construir un lugar propio en la sociedad, alejándose de una concepción moral
de lo bueno, que estaría más bien del lado del hedonismo de masas de la “buena
vida”.
Se trata de una
pragmática, por tanto de una manera de hacer que incluye como punto de
orientación el valor de las diferencias, de la cooperación y la
corresponsabilidad.
La investigación -alrededor de lo realizado por la Fundació Cassià Just -en sus más
de 20 años de funcionamiento como empresa de economía social (Cuina Justa), y
con sus laboratorios sobre adolescencias y familias- nos ha enseñado que las
fragilidades es lo más profundamente humano. Tener “cura” de
ellas es el reto de una sociedad democrática que apuesta por hacer frente a la
exclusión de ese capitalismo impaciente, que no tiene espera para aquellos que
necesitan otro tiempo, el suyo propio.