I. La historia del libro
Como todo, este libro tiene su historia. Surgió a raíz de una conferencia, en enero de 1995, en el hospital José Germain de Leganés. Manuel Desviat me propuso que la escribiera en forma de breve monografía. Y la escribí, claro. Pero me tomé cuatro años para completarla. Al final le entregué más de cuatrocientas páginas, las cuales se publicaron inmediatamente con un prólogo de Fernando Colina. El libro se difundió y vendió muy bien. Como las alegrías duran poco en casa del pobre, medio año después el editor se vio obligado a cerrar y a suspender la distribución. Sin embargo, con el paso de los años, a través de distintas vías, el libro revivió y siguió distribuyéndose hasta agotar todos los ejemplares; creo que unos dos mil quinientos.
Pepe Eiras siempre lo había valorado mucho. De hecho, aunque nos conocíamos del Campo freudiano, nuestra amistad nació con él. Hace poco más de un año me propuso reeditarlo en la colección de La Otra psiquiatría. Así lo habíamos acordado cuando Vicente Palomera me tentó para publicarlo en Gredos. La tentación fue irresistible, naturalmente. Gredos, nada menos, donde publican Cicerón, Plutarco, Séneca, Marco Aurelio, Platón, Aristóteles… Me puse manos a la obra y decidí reescribirlo y ampliarlo. Y así lo hice, porque, aunque ha habido otros, este libro representa para mí algo especial. Todos los autores tienen su libro y éste es el mío.
II. ¿De qué trata?
El libro analiza la transformación de la locura tradicional en las enfermedades mentales actuales. Esa transformación ha acarreado diversos efectos, más positivos unos y más negativos otros. En especial, de lo que se ocupa es de mostrar los logros conseguidos en el terreno semiológico y de denunciar los forzamientos y artificios nosológicos y nosográficos, invenciones en el fondo que han consolidado la creencia en la existencia de enfermedades mentales como hechos de la naturaleza y no como construcciones discursivas. Según este parecer, el enfermo es alguien a quien le ha caído encima la desgracia de la enfermedad, una enfermedad que lo gobierna y determina, que lo convierte en un títere en manos del organismo enfermo. Ése es el resultado de la visión positivista de las enfermedades mentales. Lacan tenía razón cuando decía, en 1970, que “La ciencia es la ideología de la supresión del sujeto”.
Al incluir en el título el término “invención”, referido a las enfermedades mentales, he querido resaltar el hecho de tomar por verdadera una cosa que se inventa y también el hecho de idear algo hasta entonces desconocido, algo que se ha llegado a poner de moda. La trama argumental consiste en la articulación de la clínica clásica y el psicoanálisis, estableciendo entre ambos un nexo de unión y continuidad. En ese sentido, coincido con Foucault cuando afirma que la psiquiatría clásica confluye verdaderamente hacia Freud.
Los primeros cuatro capítulos analizan el proceso accidentado de construcción de la locura maníaco-depresiva, la paranoia y la demencia precoz-esquizofrenia. Con el quinto, dedicado al análisis de un caso paradigmático de locura, el del Dr. Schreber, he pretendido mostrar cómo una locura ejemplar da al traste con todas las construcciones, descripciones y teorías psiquiátricas destinadas a explicar las enfermedades mentales. En el último expongo mi opinión particular sobre la locura, tratando de aunar la psicopatología tradicional y el psicoanálisis de orientación lacaniana, de exponer una visión que conjunte la historia y la clínica. Por eso este libro, más que un ensayo de historia, es un tratado de psicopatología de la locura o psicosis.
III. Libro poliédrico y polivalente
Habrá quien, con sólo leer el excelente prólogo de Colina “Psiquiatría y cultura”, satisfará ampliamente su curiosidad y dará por buena la compra del libro. Puede que alguien se anime y lea el texto completo, los seis capítulos y la bibliografía, dando evidentes pruebas de verdadero tesón y paciencia. Pero el libro contiene también innumerables notas al pie, anotaciones explicativas y guías de lectura destinadas a cuantos quieran orientar sus pesquisas y explorar ámbitos contiguos, territorios para los que los ensayos académicos reservan las laboriosas anotaciones a pie de página.
También, por supuesto, el libro puede servir para alimentar el fuego, como en las novelas de Vázquez Montalbán; triste destino al que se exponen los autores polémicos o controvertidos. Y, dado su tamaño, se puede emplear como arma arrojadiza. De servir como instrumento de contienda, espero que contribuya al triunfo de las nobles ideas por las que combatimos.
IV. Novedades
¿Qué novedades incluye respecto a la primera edición? Aparte de su extensión, que supera al anterior –según mis documentos de Word– en unos doscientos folios, al reescribirlo me propuse darle una forma más sencilla, más acorde a mi disposición actual. Por eso incluí entre las citas de entrada una de Montaigne que alaba el gusto por el lenguaje simple y natural, suculento y vigoroso. A medida que maduro en edad y experiencia, más a rajatabla sigo la recomendación de Quintiliano: “La primera virtud de la elocuencia es la claridad”.
Junto al estilo, he querido dotar a las explicaciones y argumentos de un hilo de continuidad más evidente. Por esta razón se recuperan en el texto, cuando conviene, los polos del debate y las tesis que pretendo transmitir. Novedad respecto al anterior son asimismo los apuntes biográficos de los autores estudiados, en especial algunas anécdotas o instantáneas. En esto he seguido a Plutarco cuando, al comenzar la biografía de Alejandro, escribió: “Con frecuencia una acción insignificante, una palabra o una broma revelan el carácter de una persona mejor que los combates mortíferos, los grandes despliegues tácticos o el asedio de ciudades”.
El lector decidirá si estos propósitos se han conseguido. De ser así, quien valore este libro debe atribuir los méritos que corresponden a los tres lectores del borrador, cuyos cometarios, apreciaciones y correcciones no se agradecen lo suficiente con esta simple mención; me refiero a Alfredo Cimiano, Pepe Eiras y Rosa Nuñez.
V. Escribir
Quienquiera que escriba tiene que enfrentarse de continuo con la falta y la castración. Es un acto de valor saber mandarse a paseo de vez en cuando, es decir, tachar, corregir y tirar a la papelera muchas páginas. A desecharme me ha enseñando sobre todo Colina y Ramón Esteban; siempre me rondan en la conciencia cuando escribo. Durante meses tuve ante mis ojos un papelito, colgado de la pantalla del ordenador, en el copié una máxima de Horacio: “Borra a menudo, si quieres escribir cosas dignas de volver a ser leídas”.
También el que escribe es alguien necesitado. Hace unos días, al leer los Cuadernos de Paul Valery, encontré esta misma reflexión: “Escribir es necesitar a los demás. Una obra separada de alguien que la reciba es una pura posibilidad indeterminada”. La escritura es un acto solitario, el acto de suprema soledad aunque se lleve a cabo en medio del tumulto. Pero de este acto solitario surge, como por milagro, la amistad. Uno escribe algo y un buen día alguien lo lee. Puede incluso que de la letra surja un encuentro y una relación, como la de esta tarde, como la de algunos jóvenes en formación que se han acercado a nosotros porque habían leído algunos de nuestros escritos.
En el fondo, este libro sobre las enfermedades mentales es el que me hubiera gustado leer cuando empecé a estudiar en serio. Sé que para nuestros residentes no tiene el mismo valor que para mí; algunos de ellos, los más estudiosos, tienen ya su propio libro en la cabeza. Dentro de un par de décadas sabremos cuál es.
VI. Principio y fin
Concluyo mi intervención con la lectura de dos párrafos del libro, el que lo inicia y el que lo cierra. Creo que esas palabras transmiten mi deseo de que esta obra contribuya a revitalizar la investigación en psicopatología, a situar al psicoanálisis en la atalaya de las doctrinas que orienten nuestra práctica y a favorecer el trato con los alienados.
El primer párrafo dice así: “Entramada en la quintaesencia de nuestro pensar y sentir, la locura ha modulado los movimientos y destinos humanos desde la noche de los tiempos, acompañándonos desde entonces como lo hace nuestra propia sombra. Cuando han transcurrido ya más de dos siglos desde el nacimiento oficial de la psiquiatría en su más rudimentaria versión, el alienismo, nuestras prácticas parecen asentarse hoy en día sobre un confortable conocimiento de las manifestaciones y los mecanismos de esa otra cara de la razón que el discurso positivista ha delimitado bajo la rúbrica de las llamadas «enfermedades mentales». Bienestar, satisfacción, seguridad, optimismo, incluso petulancia son en la actualidad los sentimientos que predominan en nuestra comunidad de especialistas en salud mental. Amparado en las conquistas semiológicas y nosográficas de la clínica clásica, en los efectos derivados de los tratamientos farmacológicos y las técnicas psicoterapéuticas, sabedor de la estela de sentido que arrastra cada síntoma y al corriente también de las leyes que gobiernan el aparato psíquico tal y como fueron desveladas por la penetración psicoanalítica, el conjunto de nuestros conocimientos parece gozar, ciertamente, de buena salud. Apenas se contempla su historia, sin embargo, la visión contemporánea de la locura se revela parcial, quizás sesgada, pero indudablemente sujeta a forzamientos y espejismos cuyos logros y deficiencias resulta necesario rastrear, localizar y enjuiciar”.
El libro se cierra con estas palabras: “Si se quiere revitalizar la investigación psicopatológica es necesario salirse de los equívocos de la comprensión y destituirse de la posición de garantes de la realidad y de las ideas correctas. Para ello se precisa trascender esos fenómenos y seguir la estela del psicótico a una noble distancia, tratando de entender cómo le afectan a él, por qué son esos los que padece y qué le están aportando. El análisis del delirio nos enseña que detrás de esas ideas, tan raras como amadas, alguien bracea para aferrarse a la vida. «Nadie por sí mismo tiene fuerza para salir a flote –escribió Séneca–. Precisa de alguien que le alargue la mano, que le empuje hacia fuera». Nuestro cometido consiste en tenderle la mano e indicarle la buena dirección adonde dirigir sus esfuerzos”.
Gracias por vuestra atención y compañía.
José María Álvarez