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La alarma que empieza a suscitar la actual gripe porcina se suma a una serie en la que encontramos otros temores vinculados a la salud, las catástrofes naturales o el terrorismo. En todas ellas, más allá de las causas específicas y de la gravedad real, el fantasma de la muerte planea sobre cada uno. Los historiadores dan fe de la presencia del miedo colectivo en las diversas épocas y de las reacciones que generaron. Para enfrentarlo, el hombre ha supuesto siempre una causa, tradicionalmente ligada al castigo divino por los vicios humanos. ¿Qué tiene de novedoso el miedo actual? Fue la ciencia y su progreso técnico quien nos liberó de esa teoría para hacernos « mánagers » de nuestro destino y prever así los obstáculos en nuestro camino. La fe y la confianza en ese progreso nos liberó, hasta bien entrado el siglo XX, del temor irracional, al precio de tecnificar nuestra vida, incluido el más mínimo detalle.
La prevención generalizada que forma parte hoy de lo cotidiano nos debiera asegurar la longevidad, la elección a la carta de la descendencia y su educación, el moldeamiento del cuerpo saludable, el evitamiento de trastornos mentales, detectados precozmente por sofisticados métodos (cuestionarios, imaginería cerebral)… Paradójicamente hoy somos una sociedad donde la confianza se ha vuelto un activo tóxico y esa idolatría del management (gestión) y la tecnología, ideologías revestidas de pseudociencia, descubren sus falsas promesas de seguridad. Una buena parte de sus cálculos financieros, políticos y sanitarios están seriamente cuestionados por la realidad misma.
Por supuesto, no se trata de demonizar los avances tecnológicos en todo aquello que facilitan nuestra existencia, sino de reconocer los límites propios de toda ciencia verdadera en los asuntos humanos. La técnica, entendida aquí como la monitorización protocolizada de la vida, en la que la palabra y la elección del individuo apenas cuenta, nos ha hecho más vulnerables. Derrocamos al Dios de la providencia y ahora vemos como los charlatanes pseudocientíficos nos reducen a un cálculo, una cifra de vulnerabilidad o un factor de riesgo, a tratar estadísticamente.
La pasión por el bienestar y la seguridad como valores absolutos nos hace consentir a una sociedad anestésica que propugna el olvido como solución, que no quiere saber nada de las razones de cada uno respecto a su sufrimiento estandarizándolo, y que prefiere como salida las respuestas adictivas (hipermedicación, drogas, comida…). Todo ello aumenta sin duda la inseguridad porque es una fórmula que renuncia a hacerse cargo de los propios miedos, profundamente humanos y por eso tan éxtimos.
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