Un abrazo para Oscar Sawicke
Por Jacques-Alain Miller
Con nadie hablaba con mayor confianza del Campo Freudiano. Mas allá de la amistad, del rol que había jugado en la creación de la EOL, una afinidad electiva me unía a Oscar, como un lazo simpático, que se debía a su gusto por la discreción, a su modestia. Uno no sentía que su ego se interpusiera entre él y su interlocutor. Conmigo, su discurso sobre las cosas institucionales era fluido, liviano, límpido, siempre parco y preciso. Cuando no estaba de acuerdo, sabía la manera de decírmelo y de hacerse escuchar. No pedía nada para sí mismo (sólo lo hizo una vez), tenia una idea elevada del interés común, una gran memoria del pasado, una visión amplia del presente, una reflexión estratégica sobre el futuro. Yo no iba a buscar en él entusiasmo, bien que no es escaso, sino mesura, cierta distancia, propicia para los razonamientos sutiles. En público, se escurría, le gustaba borrarse; en un grupo reducido, ocupaba su lugar; pero es en el cara a cara donde afloraba. Lo llamaban Cacho, no sé de donde le vino ese sobrenombre- en francés, yo escuchaba Caché (escondido). Incluso detrás de su bigote era Cachotier (amigo de disimulos), pero no conmigo, creo. Entre nosotros, sabíamos que no era amigo de todo el mundo, pero sabía poner sus compromisos personales entre paréntesis para informarme y ayudarme a orientarme. Yo sabía que estaba enfermo, gravemente, y durante mi estadía reciente en la Capital federal hubiera querido tener con él una gran conversación, pensando que tal vez sería la última: él se escabulló, y me dio un abrazo apenas más sostenido que el habitual.
Paris, 4 de septiembre de 2008