El COVID-19 [1]es un nuevo nombre de lo real, eso que de entrada no tiene todo el sentido ya que no sabemos exactamente de qué se trata y aunque tratamos de compararlo con lo anterior (otros coronavirus), siempre queda un resto desconocido. Es lo que nos angustia y el resorte del pánico colectivo. De momento, es un significante que campa solo –COVID 19 o Coronavirus- al que le falta la segunda parte: el relato completo que lo explicaría, lo localizaría y de esta manera lo pondría “bajo control”. Ese relato aún lo estamos construyendo, no sin dificultades, ya que en medio de la crisis la narrativa está trufada de fakes, datos parciales, alertas a veces justas, otras desproporcionadas. Cuando el relato avance y sepamos quién es de verdad, cómo actúa y como lo podemos prevenir, el pánico caerá…hasta el próximo desconocido.
Las consecuencias son, por tanto, algo imprevisibles pero algunas las podemos avanzar: el mundo está cada vez más en cuarentena, algunos se ponen en ella por prescripción médica y otros por prevención o pánico, o incluso por modus vivendi. Algunas empresas empiezan a notarlo en la subida de su cotización: Zoom, Netflix, Facebook, Amazon o Slack. Todas ellas permiten el teletrabajo o el ocio doméstico. Las que dependen de suministros o mano de obra directa y presencial están cayendo. El capitalismo, como siempre, encuentra el beneficio de toda crisis.
Hace ya un tiempo que todos estamos un poco en cuarentena, resguardados en las series y las redes sociales, alejados del contacto con el otro, la fobia social de la que Freud hablaba hace ya un siglo. Ni siquiera una necesidad tan básica como el comer requiere que abandonemos el fortín casero, para ello están los riders y sus plataformas en auge.
Una nueva brecha digital parece dibujarse entre aquellos que pueden resistir al virus, aislados en sus casas, y los que no tienen otra opción que hacerle frente cuerpo a cuerpo. La paradoja es que muchos de esos mismos que pueden protegerse más fácilmente del enemigo hostil sustrayendo el cuerpo, a través de sus avatares digitales, son los que luego –pasado el tiempo de excepción- podrán pagar los cuidados presenciales (maestros/as que les hablen, médicos que los exploren, personas que les cuiden). Para los otros quedarán los cuidados virtuales (aprendizaje remoto, teleasistencia, diagnósticos por máquinas) más baratos y universalizables. Pronto, el contacto cuerpo a cuerpo, cara a cara, en condiciones saludables será un lujo al que muchos no podrán acceder.
El COVID-19 –y cómo dice el chiste viral vendrá el 20 (y otros)- ha venido a recordarnos nuestra fragilidad, ahora que empezábamos a creernos dueños absolutos de nuestro propio destino, creyentes del poder sin límites de la tecnología. Lo cierto es que todavía habitamos un cuerpo.
[1] Publicado originalmente en el diario La Vanguardia, viernes 12 de marzo de 2020.