Acabamos de constatar en la secuencia anterior algunas
incidencias clínicas de la crisis económica, con viñetas que nos han
mostrado las coyunturas subjetivas de estas incidencias. En la perspectiva de las nuevas formas del discurso capitalista, la
crisis y su desarrollo se reducen de hecho a una gestión de la pérdida y
de la deuda, una pérdida de goce que es contada siempre en alguna parte
como una deuda, y por lo tanto, como una ganancia de goce del Otro
lado. Lo que supone que existe en ese lugar del Otro, siempre “en alguna
parte”, una contabilización de la deuda y del goce. Así mismo, esto
supone que debe haber en alguna parte una suerte de contador general de
las transferencias y de las fluctuaciones de la libido, del goce de los
bienes, y que debe haber también “en alguna parte” un Gran Amo que está
ahí para gestionar todos estos movimientos. En su Seminario sobre “La ética del psicoanálisis”, Jacques Lacan
encontró un bello ejemplo de esta función del Gran Amo, siempre
fantasmática, de la que se nutre el “servicio de los bienes”, para
retomar las mismas expresiones que utiliza él en esta época. Se trata de una secuencia de la película de Jules Dassin, “Never on Sunday”, Nunca en domingo (Potetin Kyriaky en griego). El personaje, representado por Jules Dassin mismo, es un americano ingenuo que tiene como misión la reeducación de una amable mujer pública,
representada por la inolvidable Melina Merkuri. Veamos como Lacan
contaba esta secuencia: “[Ese personaje] que nos es presentado como
maravillosamente unido a la inmediatez de sus sentimientos pretendidos
primitivos, en un pequeño bar del Pireo [en Atenas] se pone a romperles
la cara a los que le rodean por no haber hablado convenientemente, es
decir según sus normas morales. En otros momentos, se toma una copa para
marcar el exceso de su entusiasmo y satisfacción y la estrella contra
el suelo. Cada vez que un estrépito así se produce, vemos agitarse
frenéticamente la caja registradora”.(1) Lacan había encontrado esta escena de la caja registradora muy bella,
con su ruido repetido por la señal de la campanilla en el momento de
contabilizar el precio de la satisfacción del sujeto. La había
encontrado muy bella “e incluso genial” –precisa él– para situar la
estructura de eso de lo que se trata en la relación del sujeto al goce y
a la falta, al deseo y a la culpabilidad. Esta caja registradora que no cesa de contabilizar el goce “es la
suposición de que todo lo que ocurre de real es contabilizado en alguna
parte”. Esta caja tiene una relación estrecha con la instancia moral del
superyó, con el imperativo de goce que acosa al sujeto de nuestro
tiempo, e incluso con ciertas situaciones de crisis. La caja
registradora, contabilizando el goce en el lugar del Otro, puede
calcularlo todo, puede contarlo todo, con excepción de ese plus de gozar
que el personaje de Never on Sunday hace presente con su exceso de
satisfacción, bien real, un plus de gozar que hace mancha en la escena
de los pescadores del pequeño bar del Pireo. Cuando ese plus de gozar aparece, la crisis se desencadena, la crisis
del sujeto americano que se pone así en ridículo, pero también la
crisis de todo el sistema moral en el que se fundó la contabilización
del goce en ese pequeño bar del Pireo, el goce sexual que está en el
centro del argumento de la película. Se podría incluso decir que esta
secuencia dice algo de la estructura de la crisis actual. Basta con que
alguien la nombre como tal, como un grito de alarma, para que se
desencadene. La crisis es aquí uno de los nombres, inscrito en el lugar de ese
Otro que es la caja registradora universal, de lo que es una pérdida de
goce, una pérdida irreparable que no puede llegar a ser contabilizada
por el Otro en ese “alguna parte” supuesto. No puede ser contabilizada
como una ganancia, como un plus de gozar, como una plusvalía para
decirlo con el término de Marx. La crisis se desencadena en el momento en el que lo simbólico de la contabilidad no puede dar cuenta de una satisfacción real. Retomando una indicación de Guy Briole en una reciente interlocución
en Barcelona a propósito de la crisis, yo diría que la crisis como un
nombre del trauma es “una crisis de lo simbólico, una manifestación de
lo real, una fisura en lo imaginario”. Del lado de lo real no hay, de
hecho, crisis posible. Añadamos que la experiencia de la crisis muestra aquí dos vertientes:
una vertiente significante que responde a la máquina más o menos
compleja de la caja registradora, y una vertiente libidinal que es una
fractura, un fracaso de ese principio de placer que Freud señaló como el
principio económico del funcionamiento del aparato psíquico. En lo tocante a la vertiente significante, estamos en un momento que podría parecer homólogo a la gran crisis económica, el gran crash
de 1929, que comenzó como una crisis bursátil en Nueva York y que marcó
el principio de la Gran Depresión para el mundo entero (todo el mundo).
Los efectos del pánico general que siguieron a esta gran crisis
prosiguieron hasta la segunda Guerra Mundial. El conjunto de estas
consecuencias no terminó de hecho sino con un acuerdo final, una suerte
de punto capitón que hizo existir al Otro de la garantía, los acuerdos
nombrados como “los acuerdos de Bretton Woods”, debatidos y firmados en
1944 por 44 naciones aliadas, acuerdos económicos que dibujaron las
grandes líneas de un nuevo sistema financiero y monetario internacional,
un orden fundado de hecho en una nueva confianza en las leyes internas
de los mercados. Esos acuerdos han funcionado como un punto de capitón en la
experiencia general de la crisis desencadenada en 1929 y nutrida después
de la Guerra, han funcionado como el punto de capitón que da una
significación al sinsentido de las pérdidas y a los daños anteriores, a
la gestión de la deuda como un nuevo objeto financiero; han hecho
existir a un Otro de la significación y a un Otro de la garantía, la
garantía de que eso no se repetirá más. Resumiendo, estos acuerdos han
funcionado como lo que conocemos en la clínica como un Nombre del Padre.
Un Nombre del Padre ayuda a veces a salir de la crisis, incluso a dar a
la experiencia traumática el sentido de una crisis y por lo tanto un
sentido para salir de sus efectos devastadores. Así pues, los acuerdos de Bretton Woods dieron la impresión, hacia la
mitad del siglo XX, que había un punto de referencia para ese sujeto
desorientado por la crisis. Era un semblante, pero era un semblante muy
eficaz para insuflar una significación a dicha crisis. Digamos rápidamente cuál es la diferencia de estructura entre esa
crisis y la que nosotros abordamos ahora, en el siglo XXI. Es justamente
que el semblante del Nombre del Padre ya no está ahí para desempeñar
esa función. Nada de Bretton Woods esta vez, en una época en la que la
pluralización de los nombres del padre sella la caída del Otro, este
Otro del que estudiamos en la clínica su no existencia bajo formas
diversas. En un sistema sin un Nombre del Padre único no hay, de hecho, crisis.
Sólo hay una redistribución del goce de los bienes, ya sea en nombre de
una tradición de gestión económica y financiera según lo que hemos
visto como el antiguo principio de los mercados (el principio del
placer), ya sea en nombre del discurso jurídico cuya esencia es, como
Lacan lo había ya señalado en su Seminario “Encore”, “repartir,
distribuir, retribuir lo tocante al goce”.(2) Así pues, cuando falta el Nombre del Padre en su función globalizante
de hacer existir al Otro de la garantía, tenemos dos semblantes que se
proponen hoy para tomar el relevo: el discurso del derecho para ordenar
una justicia distributiva del goce, y el discurso de la tradición bajo
sus formas diversas, nacionales o incluso en un espíritu más humanista.
Justicia distributiva y tradición, he aquí justamente los dos semblantes
de los que, –como Jaques-Alain Miller lo había señalado en una
intervención en una tarde del pasado enero en la AMP, dedicada a la
crisis desencadenada por los atentados de Charlie Hebdo y del Hyper
Casher– los dos semblantes de los que hay que desembarazarse en una
política del síntoma orientada por la enseñanza de Jacques Lacan. En la vertiente libidinal toda crisis traumática es un fracaso del
principio del placer, e incluso esta crisis de los mercados de la que
nos hacen creer que también estaba contabilizada “en alguna parte”, en
la caja registradora del Otro. En este sentido el fracaso del principio
de los mercados se ha demostrado tan estructural como el fracaso del
principio del placer freudiano. Confiar en el principio de los mercados, en sus fluctuaciones y sus
movimientos, creyendo que tienden siempre a equilibrarse por si mismos,
que tienden a una homeostasis que debería corregir sus excesos y sus
turbulencias, he aquí el principio que ha regido una cierta política
económica hasta el momento de la crisis. La concepción que preconizaba este equilibrio homeostático de los
mercados como principio regulador de la economía ha sido contradicha de
forma radical por una crisis tan global como los efectos de esta
economía. Se descubre de repente que la ley del mercado no era el
principio regulador de la economía libidinal global, incluso si parecía
ser el caso al precio de fuertes turbulencias. No, no era la ley de la
oferta y la demanda la que daba su valor de intercambio y su valor de
goce a las cosas del mundo. Había una variable que no había sido considerada por los precisos
análisis econométricos como la más importante en este sistema: la confidencia,
la confianza en el Otro que debía garantizar esta regulación como una
condición necesaria de esta realidad, como el punto de apoyo que la
sostenía no en otra cosa sino en la suposición de un saber del Otro. La variable del sujeto –el sujeto del goce, decimos nosotros
siguiendo la enseñanza de Lacan– era la pieza fundamental de la
máquina, estaba ahí como el resorte que la mantenía en funcionamiento y
como causa de todo su interés, y se revela ahora como su verdadero
sabotaje interno. Este sujeto estaba ahí, sin saberlo él mismo, dividido
en su conflicto por el objeto libidinal (que se escondía bajo los velos
del sujeto-supuesto-saber). El “principio del mercado” como “principio de placer” se mantiene
como el principio de gozar lo menos posible pero entra en franca
contradicción con la ley del superyó que impone siempre un goce, siempre
un poco más. Aquí, la caja registradora entra en un conflicto imposible de resolver y de contabilizar, encuentra su sabotaje interno. Finalmente, podemos preguntarnos ¿cuál es pues la relación del
psicoanálisis con la crisis? Según dice Lacan, en una entrevista
realizada por Emilio Granzotto en 1974 publicada en Le Magazine
Litteraire, no puede haber crisis en el psicoanálisis, en la medida en
que este “no ha encontrado, no del todo, sus propios límites, aún no”.
Seguimos ahí. A diferencia del discurso del amo, el psicoanalista debe
saber que “lo real tomará ventaja, como siempre” –añadía Lacan–,
incluso ahí donde la ciencia cree medir y controlar ese real con su
propia caja registradora. Así que, frente a este avance de lo real, siempre habrá crisis por el
lado de lo simbólico, como habrá siempre un fracaso del principio del
placer y de los mercados para tratar los modos de goce del sujeto de
nuestro tiempo. Y es también en este fracaso, en esta forma de fracaso
logrado del principio del placer, por decirlo así, que nosotros
designamos como el síntoma, donde el psicoanálisis tendrá siempre su
oportunidad. Tendrá su oportunidad si sabe hacer del fracaso del síntoma
una buena manera de fracasar con lo real.
*Texto presentado en Ginebra, el mes de mayo de 2015 con motivo del Congreso de la NLS
Notas:
1-. Lacan J., Le Séminaire, libre VII, L’éthique de la psychanalyse, Paris, Seuil, 1986, p. 365
2-. Jaques Lacan, Le Séminaire XX, “Encore”, Du Seuil, Paris 1975, p. 10