PAGINA/12, Buenos Aires, JUEVES 22 DE MARZO DE 2007
Aun en “depresiones crónicas” existe la posibilidad de que un sujeto
logre hacerse responsable de aquello mismo de lo que se queja, y esto puede
suscitar un vuelco en su actitud ante la vida.
Por ENRIC BERENGUER *
Es llamativo que, en no pocos casos que se presentan como depresión,
el psicoanálisis tenga un determinado efecto terapéutico particularmente
rápido. Esto sucede incluso con pacientes que fueron objeto de tratamientos
farmacológicos durante años y que asumieron el diagnóstico
de “depresión crónica”. En la relación con el paciente
deprimido tiene un papel crucial lo que llamamos “rectificación subjetiva”:
en determinados momentos, al principio o al final de un tratamiento, situamos
al sujeto frente a su deseo y su goce, permitiéndole ver que, allí
donde él se queja de un destino injusto, se trata de las consecuencias
desus propias elecciones. Una vez situada cierta modalidad de goce e indicadas
las vías por las que sus consecuencias se imponen para el sujeto,
le queda la posibilidad de hacerse responsable de él.
Si esta operación puede ser particularmente eficaz en un deprimido,
es porque éste se presenta ya en una posición extrema. Ha retrocedido
en lo referente a su deseo hasta el límite de no reconocerlo en absoluto,
pero en este paso se ha quedado sin el último muro que lo separaba
de un goce, muchas veces mortífero, frente al cual permanece ahora
en una posición de profundo estancamiento. Esta renuncia tan completa
deja al sujeto particularmente alejado de los recursos significantes que
deberían permitirle una verdadera subjetivación. No se trata
de que no sea capaz de hablar de lo que le sucede, pero muchas veces sus
palabras son el soporte vacío de una queja sin fin, repetida, en la
que no hay en verdad la menor elaboración posible. Este horizonte de
palabra vacía, paradójicamente, es un terreno sobre el cual
la intervención del analista, si encuentra como apoyo un significante
que puede apuntar certeramente al goce fantasmático que está
en juego, puede tener efectos importantes. Nos referiremos a dos casos, de
curso desigual pero que parten de una presentación similar, certificada
por la psiquiatría: “depresión crónica”.
El primero es el de un hombre que se queja amargamente por el abandono del
que fue objeto por parte de su mujer, quien se separó de él
hace medio año. Entre los motivos aducidos por su pareja para separarse
se encuentran los constantes accesos de depresión a lo largo de quince
años de matrimonio. Según él, en la vida siempre le
fue igual, nunca fue verdaderamente amado, ni siquiera por sus padres, quienes
habrían favorecido a un hermano menor que llegó casi a desplazarlo
en su lugar de primogénito. El sujeto parece estar enrocado desde
la adolescencia en la posición de un reproche sin límites contra
todos sus partenaires significativos, como un “alma bella” que nunca hizo
nada para merecer las desventuras de las que es víctima.
A lo largo de las entrevistas, este hombre había mencionado en diversas
ocasiones escenas en las que él parecía erigirse, en su dolor
y en su fracaso total, como un reproche viviente frente a distintos partenaires:
sus padres, su ex mujer, su hija, una mujer que recientemente se había
acercado a él con intenciones amorosas. En un momento dado, comenta
que le ha dicho a esta última que está pensando en suicidarse
mediante el método de ahorcarse. Relata el dolor y el estupor de ella
frente a tal confesión y se queja del fin anunciado de esta nueva
relación, que sabe herida de muerte por la brutalidad de sus palabras.
La intervención del analista consiste en hacerle ver que este hacer
daño al otro, exponiendo impúdicamente su desgracia, no es
un dato accesorio, sino que hay algún tipo de satisfacción
implicado, y que esta satisfacción tiene algo de cruel. Esta observación
se basa en el relato previo de una escena juvenil, en la que un reproche
contra la madre producía en ella un dolor patente: ese dolor materno
era destacado en el recuerdo, no sin cierta fruición, ignorada por
él mismo.
Ante la intervención del analista, el paciente enmudece y protesta
débilmente, antes de marcharse. En la siguiente cita, testimonia de
la rabia que había sentido ante esa observación, pero añade
que al poco rato la rabia había dado paso a un alivio enorme, al mismo
tiempo que se hacía en él la luz acerca de su implicación,
hasta ahora desconocida, en los males que lo aquejaban. En la elaboración
que hace de estos episodios de su vida es capaz de situar con precisión
algo de su responsabilidad y de percibir la carga narcisista de aquello que
en su discurso se presenta como queja y reproche.
El efecto terapéutico es muy importante y abre un nuevo período
en la vida de este hombre. Por otra parte, luego de poco tiempo, justificándose
en la desaparición espectacular de los malestares de los que se quejaba
y tras emprender una serie de iniciativas en las que se concreta el abandono
de su posición de completa inercia, decide interrumpir la cura, al
cabo de un lapso en que verifica que puede prescindir de la medicación
antidepresiva.
El caso es el de una mujer: se presenta igualmente como una “depresión
crónica”; durante años pasó largas temporadas medicada
con antidepresivos. Había llegado a asumir eso como un destino, ligado
a las oscilaciones episódicas de su “serotonina”, pero se acerca al
mismo analista que hace tiempo había atendido con éxito a su
hija de diez años. Lo que queda de aquella transferencia mediada por
la hija la trae para intentar algo en lo que no tiene mucha fe, no por las
posibilidades del análisis, sino porque ella se considera un caso de
entrada perdido.
Aquí también hay una intervención del analista que
supone un vuelco para el sujeto. Todo parte de la confesión de una
fantasía diurna que había acompañado desde tiempos remotos
a esta mujer. Fantaseaba una y otra vez que su abuela materna, víctima
maltratada y despreciada por la madre de la paciente, se arrojaba por el
hueco de la escalera, dándose muerte. Resumiendo mucho, podemos decir
que la intervención del analista apunta a situar en esa ensoñación
el índice de un regodearse en la identificación con la supuesta
víctima, y contrapone a esta identificación el reconocimiento
de la responsabilidad subjetiva de la misma: el rasgo de cobardía
moral que estaba presente en aquella abuela. El efecto del esclarecimiento
es así doble: por un lado, respecto del peso de la identificación
con la abuela; por otro lado, respecto de la responsabilidad de la abuela.
Desde entonces, esta mujer testimonia de una desaparición completa
de los síntomas de su depresión y puede precisar una serie
de cambios importantes en su vida. Ella, a diferencia del hombre del que
hemos hablado antes, sigue sosteniendo una demanda de elucidación.
En ambos casos, lo eficaz del dispositivo se centra en la localización
de un goce en el que la implicación del sujeto permite pensar la posibilidad
de una elección. Así la responsabilidad del sujeto es convocada
a partir de una base lo más real posible, esto es, implicando lo real
de su goce, articulando la paradójica necesidad en que se encuentra
el sujeto de asumirlo plenamente en cuanto tal, y mostrando la posibilidad
de algún tipo de elección a este respecto.
Por definición, el sujeto “deprimido crónico” es uno que no
reconoce la responsabilidad por su deseo y por su goce. Aquello que en su
día deseó apenas puede ser hoy reconocido, de modo que el vínculo
de su queja con su posición se ha borrado de un modo singularmente
eficaz. Recordárselo, por parte del analista, puede tener efectos
radicales. Lo que luego el sujeto quiera hacer con esto es también
en gran parte su propia responsabilidad.
En el corazón
Si la cuestión de la rectificación subjetiva es un tema de
alcance tan general, ¿por qué plantearlo específicamente
en el caso de esa forma de queja contemporánea gobernada por el significante
“depresión”? En primer lugar, por su ubicuidad y por su importancia
en la reformulación de la clínica en los manuales de diagnóstico.
En segundo lugar, por lo que tiene de síntoma actual, en la medida
en que constituye una de las formas electivas de expresión del malestar
en la civilización en nuestros días.
Pero además, como síntoma contemporáneo, la depresión
tiene el interés de que se sitúa de entrada y de lleno en el
corazón de la problemática de la relación del sujeto
con el deseo y con el goce, en lo que ésta tiene de problema ético.
La depresión plantea casi a cielo abierto la naturaleza ética
de esa relación y su implicación en el síntoma. La del
deprimido se constituye así en figura princeps del alma bella hegeliana
en nuestros días.
En cambio, bajo el paradigma de la represión, el sujeto encuentra
con mayor facilidad coartadas que lo justifiquen, de modo que la cuestión
de su responsabilidad por su deseo difícilmente sale a la luz sin
una labor de análisis que ponga de manifiesto el vínculo entre
síntoma y fantasma. Fuera de este paradigma, el sujeto de la hipermodernidad
se encuentra enfrentado de un modo más inmediato a las antinomias
de su goce. A menudo, la depresión resulta del abandono por parte
del sujeto de la responsabilidad de enfrentar esas antinomias. De hecho,
el deseo se puede pensar como un tipo de respuesta particular a dichas antinomias,
que tiene la forma de un “es imposible, pero aun así…”. Supone hacerse
cargo, al mismo tiempo, de dos imposibilidades: la imposibilidad de sustraerse
a la exigencia pulsional y la de someterse a ella sin límite.
Lo que se llama depresión es, pues, una mala lectura del imposible
que está en juego. Volver a situar al sujeto ante un trabajo para
una solución que tenga en cuenta sus verdaderos recursos, no los del
ideal, puede tener de por sí un efecto terapéutico.
* Miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis (ELP) de Madrid
y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP). Extractado
de un trabajo incluido en Depresiones y psicoanálisis, por Emilio
Vaschetto (comp.), de reciente aparición (Grama Ediciones).